Capítulo 15
“El Costo de la Lealtad”
La noche había caído sobre Kamurocho con un frío que calaba hasta los huesos. Los neones titilaban sobre las avenidas mojadas, mientras el humo de los puestos callejeros se mezclaba con el vaho que escapaba de las bocas apresuradas. El vehículo se detuvo frente al edificio Sugita. Kiryu descendió con calma, ajustando el cuello de su chaqueta blanca antes de cerrar la puerta tras de sí. —Será mejor que te prepares bien, Kiryu-san —aconsejó el mayor de los Tachibana, con voz grave pero serena—. Te esperamos en el restaurante chino de Little Asia para afinar los detalles. El subordinado observó con ojo atento los alrededores. —Veo que los hombres de Dojima se han retirado. Está todo despejado. —Entonces Nihara cumplió su parte del trato —murmuró Ryohei, sin apartar la mirada de la avenida. —Al menos podemos transitar tranquilos —dijo Kiryu con calma—. Iré a mi oficina por el dinero necesario y los alcanzaré allí. Dicho esto, empujó la puerta del edificio Sugita y desapareció en su interior. El silencio en el auto se prolongó unos segundos, hasta que el menor de los Tachibana arqueó una ceja. —¿Tiene su propia oficina? —¿No te lo comentó? —replicó Tetsu, arqueando una ceja. —Para nada. —Es un encargo para un cliente antiguo —explicó el hermano mayor con calma—. Lo recomendé yo mismo. Ahora trabaja en bienes raíces, y esa experiencia nos está resultando útil. El motor rugió, y el vehículo se puso en marcha rumbo a Little Asia, perdiéndose entre el flujo incesante de luces y sombras que dominaban Kamurocho. El trayecto transcurrió entre calles estrechas y bulliciosas. Se detuvieron en un semáforo, la luz roja tiñendo los rostros con un resplandor tenue. Ryohei permanecía con la mirada fija en la nada, sumido en sus pensamientos. —¿Aún te sorprende que tenga ese negocio? —preguntó Tetsu desde el asiento del copiloto, sin apartar la vista del frente. El comentario lo hizo sobresaltarse. —¿Eh? —parpadeó, como regresando de golpe—. Ehh… sí, quiero decir… no, para nada. Oda lo miró por el retrovisor con media sonrisa. —Creo que el chico está pensando en otra cosa. El menor desvió la mirada. —Es sobre Chen-san… —dijo al fin, tras una pausa larga—. Quiero hablar con él a solas, aclarar las cosas. ¿Les parece bien? Tetsu lo observó en silencio, comprendiendo al instante a qué se refería. —Por supuesto. Tómate el tiempo que necesites y dejen todo en claro. —Gracias. El semáforo cambió a verde y el coche retomó la marcha. Poco después, los callejones estrechos de Little Asia se abrieron paso frente a ellos. El aroma de especias, fideos fritos y té recién servido se mezclaba con el humo de los braseros que los puestos mantenían encendidos contra el frío. Entre farolillos rojos y carteles escritos en kanji, la vida seguía su curso en aquella pequeña franja de mundo atrapada en Kamurocho. El vehículo se detuvo frente al restaurante chino. El grupo descendió y, al entrar, la calidez del local los envolvió junto con el aroma de jengibre y salsa de soya. Chen los esperaba en la entrada, con los brazos cruzados. —Veo que sobrevivieron a la sede del Tojo… —comentó con su voz rasposa. —Salió como lo planeamos —respondió Tetsu con firmeza. Luego miró a su hermano, que tenía los puños cerrados y el gesto cargado de nervios—. Adelante… habla con él. Ryohei respiró hondo y se adelantó con paso lento. —Chen-san… ¿podemos hablar? En privado, eso sí. El anciano lo observó en silencio unos segundos, antes de suavizar el ceño. —Claro, Xiǎo Hǔ —dijo con calma—. Sígueme a mi oficina. La oficina de Chen estaba en la planta superior del restaurante, apartada del bullicio de las mesas. Una habitación pequeña, con estanterías repletas de libros en mandarín, un escritorio antiguo marcado por el uso, y una tetera que desprendía un vapor tenue con olor a jazmín. El anciano cerró la puerta, dejando atrás el murmullo del comedor. Avanzó hasta el escritorio con paso medido y señaló la silla frente a él antes de sentarse. Ryohei obedeció, pero apenas se sentó, se removió con incomodidad, incapaz de sostener la mirada de Chen por mucho tiempo. La pausa se alargó, cargada de un peso denso, mientras ambos aguardaban a que el otro rompiera el hielo. El viejo encendió un incienso con parsimonia, dejando que la fragancia llenara el aire con calma. Sus ojos, sin embargo, permanecían fijos en el joven, atentos, buscando leerle hasta el último pensamiento. —¿Entonces? —dijo al fin, con ese tono grave que lo había hecho temer y respetar a partes iguales—. ¿Qué es lo que tanto querías decirme? El nombre golpeó algo dentro de Ryohei. Recordó la última discusión, cuando lo había tratado de “viejo cínico”, ardiendo de rabia porque Chen no quiso que Kiryu se quedara en Little Asia. Había sido injusto. Orgulloso. Y ahora, frente a esa mirada que lo atravesaba como si pudiera leerle el alma, la culpa le pesaba en el pecho. El silencio volvió a instalarse, solo interrumpido por el crujir de la madera cuando Chen acomodó la espalda en el sillón. Ryohei tragó saliva. Tenía la certeza de que cualquier palabra sería torpe, insuficiente para remendar lo ocurrido. Y aun así, sabía que debía intentarlo, porque callar habría sido peor. —Chen-san… —murmuró al inicio, con un hilo de voz que titubeaba entre la duda y la determinación. Sus dedos se entrelazaron con fuerza sobre las rodillas, y esta vez no apartó la vista. —Chen-san… —repitió, esta vez más firme, aunque la voz se le quebró en la última sílaba. El anciano lo observaba fijo, con una paciencia que podía desarmar a cualquiera. —Aquella vez… cuando discutimos por Kiryu —continuó con la voz apretada—. Te llamé “viejo cínico”. Te grité como si fueras un enemigo… pero nunca lo fuiste. Bajó la mirada, y sus puños temblaban sobre las rodillas, como si intentara contener el peso de su propia culpa. —En realidad siempre… siempre te vi como parte de mi familia. Como alguien que cuidaba de mí, aunque lo hiciera a su manera. Una lágrima se escapó antes de que pudiera contenerla. —Y aunque nunca lo dije… para mí… para mí siempre fuiste mi abuelo. Levantó el rostro, húmedo, con los ojos encendidos por la emoción. —¿Abuelo? —repitió Chen, sorprendido. La palabra parecía pesarle, como si quisiera saborearla. Ryohei asintió, con un sollozo apenas audible. —Sí… mi abuelo. Puede que no llevemos la misma sangre, pero siempre lo sentí así. Siempre pensé en ti como mi abuelito… y lo sigo pensando. El viejo guardó silencio un largo instante, como si esas palabras hubieran abierto algo que mantenía cerrado hacía mucho. Sus ojos se humedecieron, brillando bajo la tenue luz de la lámpara. Luego se inclinó hacia adelante y colocó una mano temblorosa sobre el hombro del joven. —Escucha… —murmuró con voz quebrada—. Para mí, siempre fuiste un nieto. Y no cualquiera… —esbozó una sonrisa entre lágrimas—, el favorito. Solo… no se lo digas al resto. Ambos rieron, pero aquella risa se quebraba en medio del llanto, volviendo la escena más humana y sincera. Entonces, sin pensarlo más, Ryohei se levantó de golpe y lo abrazó con fuerza, igual que un niño aferrándose al calor de la única figura que nunca quiso perder. El anciano, aunque al principio sorprendido, cerró sus brazos alrededor de él, hundiendo el rostro en su hombro. El silencio volvió a reinar en la oficina, sin peso ni incomodidad. Era un silencio cálido, lleno de ternura y aceptación: un lazo finalmente pronunciado en voz alta. —Siempre te llamaré Xiǎo Hǔ —susurró Chen, con un orgullo que le desbordaba el pecho—. Pero ya no eres un cachorro. Ahora eres un tigre adulto, que protege a su manada… incluso a ese chico, Kiryu-san. Las lágrimas rodaban libremente por el rostro de ambos. No hacían falta más palabras. Ese abrazo fuerte y sincero lo decía todo: el perdón, la reconciliación y la promesa de que, pese a todo, seguirían siendo abuelo y nieto hasta el último día. —Quiero seguir siendo tu cachorro… siempre —musitó Ryohei, con voz temblorosa pero decidida. El anciano sonrió entre lágrimas, cerrando los ojos. —Entonces yo seguiré siendo tu abuelito. Hasta que el último aliento me lo permita. El silencio en la oficina se volvió cálido, casi sagrado. Afuera, Tetsu y Oda aguardaban. Desde la puerta apenas cerrada alcanzaban a escuchar murmullos apagados, sollozos interrumpidos, y comprendían que algo demasiado íntimo sucedía allí dentro. No se atrevieron a interrumpir. Pasaron los minutos, y cuando por fin la emoción se fue calmando, Chen y Ryohei se separaron, aún con los ojos enrojecidos. El joven secó sus lágrimas con el dorso de la mano y respiró hondo. —Debo ir a Sotenbori —dijo con firmeza, como si las palabras le devolvieran la entereza—. Encontraron a la otra dueña… a mi hermana. Chen lo miró con gravedad, pero no lo detuvo. Sabía que había cosas que un hombre debía enfrentar por sí mismo. —Antes de partir… —añadió el joven, girando hacia el escritorio— necesito usar el teléfono. El anciano asintió en silencio, ofreciéndole su apoyo sin más palabras. Ryohei salió de la oficina a paso rápido, recorriendo los pasillos estrechos de Little Asia hasta dar con su bolso. Rebuscó en él con torpeza, sacando una libreta de tapas gastadas donde tenía algunos números importantes. Regresó al despacho de Chen, se sentó en el escritorio y tomó el auricular con manos aún húmedas por el temblor de la emoción. Marcó con rapidez, casi con ansiedad. La línea dio un par de tonos antes de que una voz anciana respondiera al otro lado. —¿Diga? —¿Hanzo-sensei? —preguntó Ryohei, apretando el teléfono contra su oído. —¿Hiratori? —el tono del maestro se iluminó con un deje de sorpresa—. Oh, me alegra oírte. Como no fuiste al entrenamiento en estos dos días pensé que habías decidido dejarlo. —No… no dejaría el dojo —respondió el joven, con un hilo de voz. Hizo una pausa, como si las palabras pesaran más de lo normal—. Perdone que lo llame a esta hora, pero necesitaba hablar con usted. —Te escucho. —Debo ausentarme unos días, viajar fuera de la ciudad. Solo quería justificar mi ausencia hasta que mi situación familiar se estabilice. —¿Algo familiar? —preguntó Hanzo, con un dejo de duda en su tono. —Sí… —Ryohei bajó la voz, atrapado entre lo que decía y lo que callaba—. Solo quería asegurarme de que no piense que me alejaré para siempre. Volveré en unos días. Y también… quería pedirle que avisara a Murakado-sensei que… —No será necesario —interrumpió el anciano, seco, como si prefiriera adelantarse a lo que intuía. El silencio de Ryohei se quebró en un murmullo. —¿Qué? —Murakado renunció ayer. Dijo que su hijo empeoró y que necesita dedicarle todo el tiempo posible. Al parecer es algo congénito y no quiere que nadie más lo cuide… —hubo una pausa breve, como si el anciano dudara antes de continuar—. Así lo explicó él. El joven bajó la cabeza. El golpe de la noticia le recorrió el pecho como un peso difícil de tragar. —Vaya… —musitó, con tristeza sincera—. Es una lástima. Supongo que tendrá que buscar a otro maestro. —Por ahora yo me encargaré de los novatos y los avanzados —contestó Hanzo, soltando un suspiro que llevaba tanto cansancio como una sombra de sospecha—. No te preocupes por eso. Tú céntrate en resolver lo tuyo, Hiratori. Cuando vuelvas, retomaremos lo del parkour y el entorno. Ryohei apretó con fuerza el auricular, como si necesitara aferrarse a esa normalidad que se le escapaba de entre los dedos. —Gracias, sensei… nos veremos. Colgó la llamada; el golpe seco del auricular quedó flotando en la quietud del despacho. Por un instante quedó inmóvil, con la libreta abierta frente a él y la mirada perdida, consciente de que Hanzo había notado algo en sus palabras… aunque, fiel a su costumbre, prefirió guardarse sus dudas. La quietud de la oficina lo acompañó unos segundos. Con el corazón aún inquieto, hojeó la libreta hasta dar con otro número marcado en tinta azul. Respiró hondo y marcó. La línea sonó un par de veces antes de que una voz conocida respondiera: —¿Diga? —¿Kyomi? Soy yo, Ryo. —¿Ryo? —la sorpresa se tornó enseguida en alivio y una sonrisa palpable al otro lado del auricular—. ¡Vaya! ¿Qué haces llamándome a estas horas? Pensé que estabas hasta el cuello con los estudios. Él tragó saliva, tratando de sonar firme. —Necesito pedirte un favor. Tengo que ir de urgencia a Sotenbori y ya es tarde. Quería saber si… podrías darme alojamiento esta noche. Ella guardó silencio apenas un segundo. —Claro que sí, justo hoy tengo la noche libre en el trabajo. —Su voz se suavizó con una calidez cómplice—. Además, sabes que mi casa siempre será tu refugio. Ryohei suspiró con un deje de alivio. —Gracias, Kyomi. No sabes lo mucho que significa para mí. —Bah, exagerado. —Rió con ligereza—. Mis padres no vuelven hasta Navidad, así que tengo un cuarto extra. Y si te da flojera… hasta podrías dormir conmigo. Total, sé perfectamente que no pasaría nada. La broma lo tomó desprevenido. El se rió entre dientes, un poco nervioso. —Sigues siendo igual de directa… —¿Y tú igual de serio? —replicó ella con picardía—. En serio, no te preocupes. Puedes quedarte tranquilo aquí. El joven dejó escapar una sonrisa cansada, que se notaba hasta en su voz. —Cuando llegue te lo explicaré todo, no te preocupes. —De acuerdo, esperaré a que me lo digas en persona. —aseguró ella, con la ternura de quien lo conocía desde hace años. —Te esperaré con la cena lista. —Me vendrá bien… —murmuró él, con un hilo de gratitud—. Salgo de inmediato. —Entonces aquí estaré —cerró Kyomi, con calidez—. Con comida caliente y un techo, como siempre. El clic al colgar dejó la oficina en un silencio profundo, roto únicamente por el murmullo lejano de la vida nocturna de Little Asia. La puerta se abrió suavemente y Chen asomó la cabeza. —¿Terminaste tus llamadas? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y ternura. —Sí, abuelo —asintió Ryohei, sonriendo—. Gracias por dejarme usar el teléfono. El anciano avanzó con paso lento y dejó una pequeña mochila sobre el escritorio. —Todo por mi nieto… —respondió con calidez, antes de añadir con su habitual tono práctico—. Un pijama y ropa de cambio. No dormirás con ese traje formal, ¿verdad? El joven soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza. —Siempre preparado. Tú me enseñaste eso. Ambos salieron al pasillo y caminaron hasta el restaurante, donde Tetsu y Oda los esperaban en una mesa. El ambiente estaba impregnado de especias y té recién hecho; la penumbra de las lámparas de papel jugaba con las sombras en las paredes. —¿Todo listo? —preguntó Tetsu, sin rodeos. —Hablé con mi maestro del dojo para justificar unos días fuera —explicó Ryohei—. Y Kyomi me dará alojamiento esta noche. —Perfecto. —El mayor le tendió un papel doblado—. Aquí están las indicaciones. Ryohei lo desplegó con cautela, repasando cada línea mientras escuchaba con atención. —Al amanecer —continuó Tetsu— deberás dirigirte al paradero de taxis que está junto al Cabaret Grand. Ryohei alzó la vista, arqueando una ceja. —Por lo que leo debo tomar un taxi… ¿pero a dónde? Oda, que se había servido té, dejó la taza con un golpe seco. —Al Consorcio Nikkyo. El joven parpadeó incrédulo. —¿Consorcio Nikkyo? ¿Por qué ahí? —Porque Makoto Makimura está resguardada en ese sitio —intervino su hermano, con la voz grave. Las palabras lo golpearon de lleno. —¿Makoto está ahí? P-pero… ¿cómo? Tetsu se puso de pie, cortando cualquier desvío. —Larga historia, y no tenemos tiempo ahora. Allá te darán los detalles. De su chaqueta sacó una billetera y un fajo de tarjetas de presentación que dejó frente a él. —A partir de ahora serás vicepresidente de Tachibana Real Estate —anunció su hermano con naturalidad—. Solo como título protocolar, nada real. —¿Me estás tomando el pelo? —rezongó el menor. —Ni con tu apellido te dejarían pasar sin un cargo de peso —intervino Oda—. Esto es pura formalidad, nada más. —Exacto —añadió Tetsu—. Sera-san, presidente de Nikkyo, te recibirá y te dirá los detalles. Preséntate bien, por eso Chen-san te dejó ropa de cambio en la mochila. Ryohei tomó las tarjetas y las agitó con ironía. —No sé si esto es un premio o un castigo… —bromeó, aunque la sonrisa torcida en su rostro revelaba que, pese a todo, le divertía la absurda seriedad del asunto. Guardó la billetera y las tarjetas en la mochila con un suspiro contenido. —De todos modos, lo tengo claro. Se puso de pie, listo para marcharse. —Hay un vehículo esperándote afuera —explicó Tetsu, ajustándose las mangas de la chaqueta—. Te llevará directo a la casa de Kyomi-chan, sin desvíos. Apenas llegues, quiero que llames a Chen para continuar con el plan. ¿De acuerdo? —Hecho —respondió el menor, echándose la mochila al hombro con decisión—. Nos vemos pronto. El vehículo aguardaba bajo el farol de la entrada, con el motor encendido. Ryohei subió al asiento trasero con la mochila de Chen en las piernas. El chofer, un hombre de semblante pétreo, lo saludó con una leve inclinación y arrancó sin preguntar nada más. La ciudad quedó atrás poco a poco, los neones de Kamurocho desvaneciéndose hasta dar paso a la autopista rumbo a Sotembori. El ronroneo constante del motor llenaba la cabina, acompañado del golpeteo del viento contra las ventanillas. Ryohei jugueteaba con las tarjetas de presentación entre los dedos, observándolas como si fueran un objeto extraño. —Vicepresidente interino de Tachibana Real Estate… —murmuró, con ironía amarga, como si recitara un cargo prestado. Enderezó la espalda, levantando el mentón con solemnidad exagerada, e hizo un ademán torpe, ensayando la entrega de la tarjeta. El chofer lo miró por el retrovisor, arqueando apenas una ceja. —¿Qué? —El chico se encogió de hombros, ruborizado—. Ensayo, ¿ok? Es cosa seria. El silencio del conductor le arrancó una risita nerviosa. —Ni siquiera sé si debería hacer una reverencia de noventa grados o de cuarenta y cinco… O quizás solo entregar la tarjeta y rezar para que no me corran a patadas. Se quedó mirando la tarjeta unos segundos más. Entonces recordó las palabras de Chen, que resonaron con fuerza en su pecho. —Xiǎo Hǔ, ahora eres un tigre adulto… Cerró la mano con decisión alrededor de la tarjeta, dejando escapar un susurro cargado de emoción: —Entonces, abuelo… lo haré bien. Aunque tenga que parecer un idiota ensayando títulos en medio de la carretera. El coche continuó su viaje bajo el cielo nocturno, perdiéndose en dirección a Osaka. La carretera iluminada de la ciudad se extendía frente al vehículo, cruzando los puentes sobre el canal de Sotenbori antes de desviarse hacia una zona más tranquila, de casas alineadas con jardines discretos. La vida nocturna quedaba atrás: el bullicio de neones, las risas ebrias y los letreros parpadeantes se apagaban poco a poco, reemplazados por faroles cálidos que marcaban la ruta residencial. El coche se detuvo suavemente frente a una vivienda de dos pisos. En la entrada, Kyomi esperaba con los brazos cruzados, moviendo la mano en un gesto breve al reconocer el auto. Ryohei bajó con la mochila colgada al hombro, agradeció al conductor con una leve reverencia y cerró la puerta tras de sí. —Muchas gracias por traerme hasta aquí —dijo con formalidad. El chofer inclinó la cabeza y respondió con naturalidad: —No tiene por qué agradecer. Nos vemos, vicepresidente. El motor rugió de nuevo y el vehículo se alejó. Kyomi parpadeó, incrédula. —… ¿Perdón? —arqueó una ceja, mirándolo de arriba abajo—. ¿Vicepresidente? ¿Desde cuándo? Ryohei suspiró, llevándose la mano a la frente. —Larga historia… y tengo hambre. Ella lo miró unos segundos más, hasta que una sonrisa pícara se le escapó. —Vaya, Ryo, desapareces unos días y vuelves con ascensos corporativos. —Ja, ja, muy graciosa… —refunfuñó él, empujando suavemente su hombro. —Anda, entra. Tengo la noche libre y hasta calenté cena. La risa compartida se apagó al cruzar el umbral de la casa, dejando atrás el frío de la noche. Apenas dentro, el aspirante a médico pidió usar el teléfono. Desde el pasillo marcó con calma, aguardando a que la línea conectara. Cuando la voz de Chen sonó al otro lado, se limitó a informarle que había llegado bien a Osaka, cumpliendo así la promesa hecha en Little Asia. El anciano, satisfecho, lo despidió con un simple “descansa, Xiǎo Hǔ”. Colgó con una sonrisa serena y, ahora sí, respiró más aliviado. El calor del hogar lo envolvió al dirigirse hacia el comedor, donde el aroma del arroz recién hecho y la sopa miso impregnaban el ambiente. Sobre la mesa, su amiga había dispuesto dos bandejas con esmero, esperándolo ya en la puerta con una sonrisa cansada. —Anda, siéntate. Te estaba esperando —dijo la joven, acomodándose frente a él mientras servía té con un gesto casi automático. El muchacho tomó los palillos sin hacerse rogar. Entre bocados, comenzó a ponerla al día. Su voz era calma, aunque el torrente de hechos resultaba denso: la persecución, los tratos con el clan, el secuestro de Kenji, la revelación de la otra propietaria y el plan inmediato de viajar a Sotenbori. La anfitriona lo escuchó con atención, sin interrumpir salvo con algún gesto: el ceño fruncido, la mano que se llevaba al cuello cuando la tensión crecía, un suspiro aliviado cuando el relato esquivaba la tragedia. —Ahora entiendo por qué me llamaste el otro día —dijo al fin, bajando la mirada hacia su cuenco—. No era solo preocupación… sabías que estábamos en medio de todo esto. El menor de los Tachibana dejó los palillos a un lado. —Los llamé a ambos tras la “conversación” con ese tipo en el bar. Me preocupé porque podían usarlos para presionarme. El cubierto en la mano de ella tembló apenas. —¿Crees que Kenji esté bien? Dijiste que lo secuestraron los Dojima… por ese terreno. —Mi hermano negoció su liberación. A cambio, el Tojo tendrá un treinta por ciento de las ganancias de la inmobiliaria. Es cuestión de tiempo para que nos den su ubicación. La muchacha apretó los labios y asintió, aunque el gesto fue más amargo que conforme. —De todas maneras… tú, copropietario del famoso Lote Vacío… —murmuró con una sonrisa que apenas contenía incredulidad. —Me enteré hace unos días, y todavía me cuesta creerlo. Pero necesito resolver lo de Kenji y lo de ese lugar. —¿Y lo de las pistas en Sotenbori? —preguntó ella con cautela. El muchacho asintió, mostrando el sobre con el boleto arrugado. —Encontré esto en mi bolso. Es un acertijo y un pasaje de tren. —Un día encontré esto en mi bolso. Le mostró el papel y el boleto de tren arrugado. Sus ojos recorrieron el acertijo, las cejas arqueándose con cada línea. —Sí… da señales claras de que podría ser aquí. Pero… —lo devolvió lentamente, frunciendo el ceño— ¿y si es una trampa? Ryohei respiró hondo. —Si lo es, entonces tendré que asumirlo. No puedo quedarme quieto mientras mi hermano está en peligro. Ella dejó escapar un suspiro largo, evitando mirar el boleto. —…Ya veo. El silencio se extendió, solo roto por el tic tac del reloj de pared, hasta que la muchacha forzó una sonrisa ligera. —Por suerte tengo la noche libre en el trabajo. Majima-san me pidió que alternara entre el Grand y el Sunshine, así que nunca paso sola por las calles. Hizo una pausa, bebiendo agua antes de continuar. —Yuki-chan y las demás también son muy amables… con eso, al menos, la yakuza no me anda buscando por estar en contacto contigo. El joven la miró con gratitud, aunque en su expresión persistía una sombra de preocupación. —Eso me tranquiliza… aunque no del todo —confesó. Kyomi inclinó la cabeza, esbozando una media sonrisa que ocultaba más miedo del que dejaba ver. —Y hablando de cosas extrañas… ¿qué fue eso de “vicepresidente”? —preguntó de pronto, arqueando una ceja. Ryohei se removió en su asiento. —N-no es nada importante… —Ryo… —su tono sonaba a reproche familiar—. Te conozco demasiado bien para no darme cuenta cuando ocultas algo. El muchacho suspiró, rindiéndose. —Está bien… mi hermano me dio ese título temporal, solo para estos días en Osaka. La muchacha lo observó, confundida. —¿Cómo así? —Mañana debo dejar preparado todo para trasladar a la otra propietaria a Kamurocho —explicó con seriedad—. Hay que protegerla antes de que alguien de la Omi decida atacarla. Kyomi entrelazó los dedos, pensativa. —¿La Alianza Omi…? ¿Por qué la buscan con tanto empeño? —No puedo darte todos los detalles —admitió él—, pero si llegan a controlar ambas partes del terreno, la situación se volverá insostenible. El silencio se extendió un segundo. Ella lo miró, con una mezcla de resignación y ternura. —De acuerdo, no voy a presionarte más. Sé que prefieres callar para protegerme… eso hace un gran amigo como tú. —Su voz se quebró apenas—. Pero por favor, trae a Kenji de vuelta. El comentario encendió una chispa en el joven. La miró con atención, ladeando la cabeza. —Vaya… veo que te gusta, ¿verdad? —¡¿Qué?! —Kyomi casi saltó en la silla, ruborizada. Ryohei rió, negando con la cabeza. —Soy gay, no ciego. Sé que ambos se gustan. Prometo traerlo de vuelta, pero me prometes que vas a dar el paso cuando regrese. La joven bajó la mirada, incapaz de sostenerla. —Ryo… a veces eres imposible. —Y tú me quieres justamente por eso —replicó con una sonrisa cómplice. Ella terminó por reír, aunque las lágrimas le humedecían los ojos. Entre bromas y silencios, la confesión quedó flotando en el aire, más real de lo que a ella le hubiera gustado admitir. Más tarde, cuando la cena quedó en silencio y los platos descansaban en el lavaplatos, Ryohei se retiró al cuarto que le habían preparado. La habitación era sencilla, con una cama baja y una ventana que dejaba entrar la luz mortecina de un farol de la calle. Se dejó caer sobre el futón, con la mochila aún a un lado. Cerró los ojos un momento, y lo primero que acudió a su memoria fue la súplica de Kyomi: “Trae a Kenji de vuelta”. Apretó los labios. Sabía que detrás de esas palabras había algo más fuerte que la amistad. —Kenji… —susurró—. Más te vale estar vivo, o tendré que enfrentarme a media ciudad por ti. Hundió el rostro entre las manos, dejando que el cansancio lo dominara al fin. Promesas, planes y afectos se arremolinaban en su mente, pero lo único claro era lo que debía hacer: proteger a su hermano, salvar a su amigo y darle a Kyomi la oportunidad que ella no se atrevía a tomar sola. El frío de Osaka se filtraba por las rendijas, trayendo consigo el murmullo distante de la ciudad. El joven terminó por caer en un sueño inquieto. El amanecer encontró al joven listo para partir hacia Sotenbori. Vestía de manera impecable con la camisa celeste y el pantalón oscuro que Chen le había dejado en la mochila. Guardó la billetera y las tarjetas de presentación en el bolsillo interior de la chaqueta, como si se aferrara a ellas para convencerse de su papel. Se despidió de Kyomi con una mirada cargada de promesas que ninguno de los dos se atrevió a decir en voz alta. Después, se encaminó a pie hacia el punto acordado: el paradero de taxis cercano al Grand, en pleno corazón del distrito. Uno de los conductores lo reconoció apenas lo vio. Se aproximó con cierta cautela. —¿Ryohei Tachibana? Él asintió, sin bajar la guardia. —El jefe me ordenó llevarte al Consorcio Nikkyo. Cuando estés listo, partimos. —De acuerdo —respondió con firmeza—. Vamos entonces. El hombre vaciló antes de añadir: —Una cosa más… Tachibana dejó instrucciones: primero llevarte, y después dejarte cerca del videoclub, para que esperes a tus compañeros. —¿El que está al sur de Shofukucho? —preguntó con cautela. —Exacto. —El taxista inclinó la cabeza—. Pero la calle está acordonada desde hace unos días. Ryohei arqueó una ceja. —¿Acordonada? ¿Por qué? El hombre apretó los labios. —Hubo una explosión. Un coche bomba frente a la clínica de acupuntura Hogushi Kaikan. El dueño, Wen Hai Lee-san, murió en el acto. El joven se quedó helado. —¿Wen Hai Lee…? —Eso dicen. Algunos aseguran que fue un ajuste de cuentas. Otros, que sabía demasiado y alguien de la yakuza decidió quitarlo del camino. Ryohei se recargó contra el asiento, intentando procesar. —Vaya… entonces Kyomi tuvo libre esa noche por eso. El chofer lo observó por el retrovisor. —En el Sunshine y en el Grand corren rumores. Majima-san anda furioso, dicen que la ciudad ya no es segura ni para los suyos. Si pudieron matar a Lee, cualquiera podría ser el siguiente. El silencio se extendió unos segundos dentro del taxi. El muchacho cerró los puños sobre su pantalón. —No es justo… —susurró. Luego levantó la mirada, renovando su determinación—. Bien, vayamos al Consorcio. El motor rugió, y el vehículo se puso en marcha. —¿Listo para irnos, señor vicepresidente? Ryohei soltó un bufido, mitad fastidio, mitad ironía. —No me llames así… Pero en su interior sabía que, aunque el título fuera temporal, no podía permitirse mostrarse como nada menos. El taxi se internó en las avenidas que salían de Sotenbori. Tras los cristales, Osaka despertaba con el bullicio de los comercios, el pregón de los vendedores y el aroma mezclado de okonomiyaki y ramen callejero. Era un ritmo distinto al de Kamurocho, pero igual de incesante. El conductor rompió el silencio. —Señor, ¿sabe exactamente lo que debe hacer ahí dentro? Ryohei parpadeó, apartando sus dudas. —Dejar todo listo para llevarnos a una persona a Kamurocho. —Eso es. —El hombre no apartó la vista del camino—. El presidente del Consorcio Nikkyo, Masaru Sera, lo estará esperando. Ya fue informado de que el vicepresidente de Tachibana Real Estate se presentará para formalizar los preparativos. El joven abrió los ojos con sorpresa. —¿Masaru Sera? El taxista sonrió levemente. —Supongo que tu hermano no te dio muchos detalles. Por eso me dejó explicarte lo esencial durante el trayecto. Ryohei suspiró. —Todo pasó demasiado rápido. Apenas hubo tiempo de procesarlo. —Lo entiendo. —El conductor bajó el tono, casi en confidencia—. Tu hermano me llamó anoche y me contó la situación. Por algo fue mi jefe, antes de que a ti te rescatáramos de los Omi. El joven lo miró de reojo, intrigado. —¿Usted… fue parte de la banda de mi hermano? —Así es. —El hombre soltó una risa nostálgica—. Estuve allí cuando lo salvamos entre todos. Éramos tantos que quizá ni me viste. Cuando la banda se disolvió, encontré este trabajo. Ahora vivo tranquilo, mantengo a mi familia… todo gracias a que tu hermano me recomendó con mi jefe actual. Ryohei bajó la mirada, avergonzado. —Ya veo… Lamento no recordar tu rostro. —Detalles. —El taxista lo observó con calidez—. Yo sí recuerdo el tuyo. Has cambiado… te ves más maduro que hace dos años. Sonrió con complicidad, y luego cambió de tema: —Será mejor que te ponga al tanto de Nikkyo y de Sera-san. El hombre acomodó las manos en el volante. —El Consorcio Nikkyo no es cualquier subsidiaria del Tojo. —¿Subsidiaria del Tojo? —repitió el joven, incrédulo. —Oficialmente operan en las sombras. Se encargan de los “otros trabajos”: operaciones delicadas, ajustes que el clan no puede mostrar a la luz. Ryohei se tensó. —¿Y ellos… están de nuestro lado? —Más de lo que piensas. —El chofer lo miró por el retrovisor—. Sera-san nunca compartió la ambición de Dojima. Se inclinó hacia Kazama-san, y ahora con tu hermano pasa lo mismo. Nikkyo se encargará de que la otra propietaria no caiga en manos equivocadas. El muchacho exhaló con fuerza, apoyándose en el respaldo. —Entonces… si Makoto está bajo su protección… ¿mi papel es asegurar la otra parte? —Exacto. Tu hermano y Kazama ven en Sera a alguien capaz de negociar en nombre del clan, pero también de proteger. Si el Solar llegara a fragmentarse, el Tojo se resquebrajaría por dentro. Ryohei frunció el ceño, uniendo piezas en silencio. —Dos herederos… y yo soy la ficha que completa el rompecabezas. El taxista rió con suavidad. —Eso pensó tu hermano. Por eso te dio ese título temporal, para que al menos en Osaka tengas voz frente a Sera y los suyos. El joven rozó con los dedos las tarjetas guardadas en el bolsillo de la chaqueta. Ese título seguía pesándole como un disfraz ajeno, difícil de creer incluso viéndolo escrito. El hombre lo miró con afecto. —Nadie espera cargar con algo así, Xiǎo Hǔ. Te vi crecer en esta ciudad. Vi cómo tu hermano te dio la residencia legal para que fueras alguien… y ahora, mírate, metido en todo esto. El menor de los Tachibana sostuvo su mirada. —Puede que sea peligroso… pero es algo que debo concretar. El conductor sonrió. —Cuando te veía llegar de la escuela, pensaba: “Este chico será alguien importante”. Y mírate ahora… todo un hombre de negocios. El joven bufó con ironía. —Solo soy alguien que quiere ser médico, no un empresario. —Y lo serás. —El chofer viró hacia una avenida ancha, donde rascacielos comenzaban a imponerse en el horizonte—. Doctor Ryohei Tachibana… suena mejor, ¿no crees? El muchacho sonrió apenas, pero en sus ojos ardía la misma determinación que lo había traído hasta allí. —El Consorcio está cerca —concluyó el conductor—. Muy pronto descubrirás qué papel esperan de ti en todo esto. El taxi se deslizó por una avenida más angosta, donde los neones de Sotenbori se apagaban poco a poco, sustituidos por faroles de papel que colgaban como lunas rojas. El humo de los woks se mezclaba con el perfume del sésamo tostado; voces en mandarín ofrecían especias, sedas y remedios, dibujando un zumbido grave, contenido. El conductor frenó frente a una fachada de madera oscura. Dos porteros de traje se mantuvieron inmóviles, como estatuas. Sobre el dintel, la discreción sustituía al lujo ostentoso: la Posada Benten, un ryōtei tradicional que el Consorcio Nikkyo usaba como base en Osaka. —Te esperaré aquí —dijo el chofer, sin girarse del todo—. Cuando termines, volveremos a Sotenbori. —Gracias. Inspiró hondo; el aire sabía a incienso. Ajustó la chaqueta y cruzó el umbral. Las puertas cedieron con un crujido breve. Dentro, dos guardias lo recorrieron con la mirada, de arriba abajo, sin prisa. El mostrador lacado devolvía, como un espejo oscuro, la luz amarilla de los faroles. Pasos amortiguados sobre tatami. El visitante dejó una tarjeta con gesto firme. —Ryohei Tachibana. Tengo una cita con el presidente Sera. El recepcionista examinó el cartón, leyó, y alzó la vista con una inclinación exacta. —Señor vicepresidente, lo esperábamos. Por aquí. El pasillo respiraba silencio. Las paredes, con biombos pintados de tinta y oro, dejaban entrever jardines interiores que no hacían ruido. Un último giro, y la estancia se abrió: tatami impecable, lámparas bajas, porcelanas azules, una mesa mínima con dos cojines enfrentados. Todo invitaba a hablar en voz baja. —Tome asiento, Tachibana-san. Avisaré al presidente. El chico obedeció. Contó tres respiraciones. Luego cinco. El mundo de fuera parecía otro país. La puerta lateral se deslizó sin estruendo. Entró un hombre de barba perfilada y cabello peinado hacia atrás, traje gris que no pretendía deslumbrar, pero imponía. Se acercó con pasos medidos y un saludo leve, más cortés que cálido. —Gracias por venir. Soy Masaru Sera, presidente del Consorcio Nikkyo. Ryohei respondió con otra tarjeta, sin temblor en los dedos. —Ryohei Tachibana, de Tachibana Real Estate. Sera leyó, guardó el cartón en el bolsillo interior y, con un gesto al asistente que aguardaba detrás del biombo, indicó: —Té para ambos. Por favor La bandeja llegó con la precisión de un gesto ensayado. El aroma de las hojas abiertas se mezcló con el incienso. Sera tomó asiento frente a su invitado, la espalda recta, el rostro sereno. —Pruébalo —dijo, sin urgencia—. Aquí las conversaciones siempre empiezan despacio. El muchacho llevó la taza a los labios. El calor le deshizo el nudo de la garganta. No hubo más palabras durante unos segundos. Solo el murmullo de un jardín al otro lado del papel de arroz. Sera dejó la taza a un lado con calma. —Hablemos con sinceridad, Ryohei. El muchacho levantó la cabeza, expectante. —Tu hermano me adelantó que vendrías primero. Al principio lo cuestioné. —¿Por qué? —la voz de Ryohei tembló apenas. —Porque eres el otro propietario —replicó el presidente, directo—. Igual que Makoto Makimura, eres un blanco demasiado visible. Tu presencia aquí es un riesgo. La tensión llenó la sala; ni siquiera el murmullo del jardín lograba disiparla. Sera se inclinó hacia adelante, bajando el tono. —Pero comprendí algo. El plan no puede completarse sin ti. La única forma de sellar esta disputa es que ambos… tú y tu hermana… firmen el traspaso del terreno al Consorcio Nikkyo. Sintió que la respiración se le cortaba de golpe. —¿Qué? —Es la única manera de quitarle a Dojima su carta más fuerte. —Sera sostuvo su mirada con firmeza. —Con el Lote bajo nuestro nombre, blindaremos al Tojo desde dentro. Sin divisiones. Sin que ese terreno se convierta en un detonante de guerra civil. Bajó un poco el tono, como compartiendo una estrategia: —Si el Tojo se quiebra, la Omi entrará como buitres. No puedo permitirlo. Kazama tampoco. Por eso necesitamos a tu hermana y a ti: porque el futuro del clan también se decide en esa firma. Ryohei se dejó caer contra el respaldo, mudo ante lo que acababa de escuchar. —Entonces… ¿por eso estoy aquí? ¿Para escuchar esta oferta? —Exacto. —La voz de Sera era grave, casi solemne—. No hablamos solo de dinero ni de poder. Te ofrezco protección, recursos… y la certeza de que Makoto estará a salvo. Lo que ustedes necesiten, Nikkyo lo pondrá sobre la mesa. El joven bajó la vista. La desconfianza y la necesidad chocaban en su interior. —Quiero creer en usted… pero temo que todo esto sea solo otro juego de poder. El presidente no sonrió, aunque en su mirada brilló un matiz de respeto. —Por eso estás aquí. Para escucharlo de mí mismo. La habitación se estrechó de golpe, demasiado pequeña para todo lo que pesaba en el aire. Ryohei bajó la vista hacia el tatami, dudando un instante antes de alzarla de nuevo. —Y Kenji… —murmuró, con la voz apretada—. Mi mejor amigo fue secuestrado. Nihara prometió darnos su ubicación a cambio del trato con mi hermano. Sera asintió lentamente. —Estoy al tanto. Esa negociación ya se selló. Y no pienso dejar ese cabo suelto. Cruzó los brazos y añadió con frialdad: — Cuando esta reunión acabe, y esperes a tus compañeros en Sotenbori… —Sera bajó la voz, casi confidencial— busca a un hombre. La pista es sencilla: “se creía muerto”. El chico parpadeó, incrédulo, incapaz de asimilar lo que acababa de escuchar. —¿Se creía muerto? —Lo reconocerás. Él tendrá la información de Kenji —concluyó Sera—. Y si Nihara cumple lo prometido, tu amigo volverá a salvo. Un frío seco le atravesó el pecho, como si las palabras hubiesen helado la sala. La encrucijada estaba frente a él: el destino de su hermana, la vida de Kenji y la frágil unidad del clan. Se quedó inmóvil, con los dedos crispados sobre las rodillas, consciente de que en ese tatami pesaba mucho más que su voz. El presidente entrelazó los dedos sobre la mesa baja. Su voz descendió hasta rozar el susurro. —Antes de que hablemos del siguiente punto… hay algo que debes comprender. El murmullo del jardín quedó lejos, apagado tras el papel de arroz. —Supongo que te enteraste del incidente del coche bomba frente al Hogushi Kaikan, ¿no es así? Ryohei frunció el ceño, sorprendido. —El taxista que me trajo aquí me lo comentó… —respondió con seriedad—. Me dijo que la calle estaba acordonada por la policía y que tendríamos que desviarnos. Sera asintió despacio. —Debes saber que aquel atentado no fue un accidente. Fue premeditado… y está vinculado a tu hermana. El menor de los Tachibana sintió un nudo en el estómago. —¿Qué quiere decir? La mirada del presidente se endureció. —Wen Hai Lee… el acupunturista conocido como God Hands. Fue él quien salvó a tu hermana hace dos años y, desde entonces, la mantuvo bajo su protección. Un silencio pesado cayó entre ambos. —Tomó su nombre como escudo —continuó Sera—. La empleó en su clínica como asistente, ocultando así su verdadera identidad. Para cualquiera, “Makoto Makimura” era él. Ryohei abrió los ojos, incrédulo. —¿Lee-san… protegió a mi hermana? ¿De los yakuzas que la perseguían? —No solo de ellos, Ryohei. —La voz de Sera se volvió más grave, como si cada palabra pesara más que la anterior—. Lee también buscaba al responsable de algo mucho peor… de quien la vendió a la mafia coreana. El corazón del joven dio un salto. —¿¡La mafia coreana!? —su voz se quebró—. ¿¡Qué fue lo que pasó exactamente!? El presidente inhaló lentamente, como si midiera qué tanto decir. —No manejo todos los detalles. Lo que sé es que ella vino siguiendo pistas sobre ustedes, sobre ti y tu hermano, cuando llegó a Sotenbori… Hizo una pausa, sus dedos apretándose apenas entre sí. —Y en medio de esa búsqueda, alguien la traicionó. Un hombre, con un tatuaje de murciélago en el brazo, la entregó como si fuera mercancía. Ryohei sintió un vacío en el estómago, pero dejó que el silencio hablara. —Ese símbolo… —murmuró el mayor, casi para sí—. Ryohei, juraría haber visto algo parecido en tu interior. Aunque supongo que solo será imaginación. El joven tragó saliva y desvió la mirada. —Un murciélago es un diseño común… podría tenerlo cualquiera. —Inspiró hondo, intentando recomponerse—. ¿Y qué ocurrió después? —Dos años más tarde —retomó Sera—, Lee la encontró. La sacó de aquel infierno. La protegió, sí… pero el daño ya estaba hecho. La palabra “daño” se hundió en el pecho del menor de los Tachibana como un golpe. —¿Q-qué clase de daño? —preguntó, con la garganta seca. Sera bajó la mirada un instante, su voz descendiendo a un susurro. —Ella ya no puede ver. Makoto perdió la vista. No por una sola herida, sino por lo que soportó. Fue demasiado para cualquiera. El aire abandonó los pulmones de Ryohei. —¿Makoto…? —murmuró, casi sin voz—. ¿Está ciega? Los puños del joven se apretaron hasta que los nudillos se tornaron blancos. La voz le salió quebrada, como si las palabras fueran fragmentos de vidrio. —Durante años nos dijeron… a Tetsu y a mí… que ella había muerto en un ataque a nuestra aldea en China. Fue apenas días después de que llegamos a Japón… —las lágrimas subieron a sus ojos, demasiado pesadas para contenerlas—. Y ahora… todo este tiempo… La respiración se le cortó. Bajó la cabeza y las primeras gotas resbalaron sobre el tatami. Sera lo observó en silencio, dejando que la marea se desbordara. Luego, con un gesto sobrio, se levantó y caminó hasta situarse a su lado. El presidente del Consorcio Nikkyo no hablaba como un político en ese instante, ni como un aliado estratégico. Su mano se posó firme en el hombro del muchacho. —Sé lo que significa perder y recuperar a alguien en estas circunstancias —dijo, con voz grave, contenida—. No te juzgaré si necesitas llorar. El menor de los Tachibana cerró los ojos y el llanto finalmente lo venció. Lágrimas de culpa por no haber estado. Lágrimas de rabia por lo que su hermana había sufrido. Lágrimas de impotencia, porque ni todo lo que había aprendido en la vida lo preparaba para esa revelación. El peso de los años se acumuló en un instante. Sera permaneció junto a él, sosteniendo su hombro con una firmeza que no necesitaba palabras. No era consuelo blando, sino un recordatorio de que en esa habitación no estaba solo. El murmullo del jardín volvió a escucharse, como un eco lejano, pero dentro de la sala el silencio era absoluto, roto únicamente por la respiración entrecortada de Ryohei. Cuando las lágrimas comenzaron a menguar, Sera apretó suavemente el hombro del joven, como sellando la escena en un gesto de respeto. —Tu hermana está viva, Ryohei —dijo, bajo, casi solemne—. Y mientras esté bajo nuestra protección… seguirá estándolo. El muchacho asintió, aún con la voz entrecortada. —G-gracias… Sera-san. —Se secó las lágrimas con la manga, intentando esbozar una sonrisa irónica—. Qué vergüenza… llorar frente a alguien como usted. El presidente arqueó una ceja, y la rigidez de su porte se suavizó apenas. —No me veas como alguien con un título. Aquí, en esta sala, somos solo dos hombres hablando. —Esbozó una media sonrisa—. Y no soy tan viejo como para que me pongas en un pedestal. La risa escapó de Ryohei, breve, pero sincera. —No… en realidad no lo parece. —Lo miró de reojo, aún con el rostro húmedo—. No se lo tome a mal, pero se ve bastante bien para su edad. Sera soltó un resoplido corto, más divertido que molesto. —¿Atractivo, eh? Esa no me la esperaba. El comentario quebró la tensión y ambos terminaron riendo. El eco de la risa disipó la pesadez que había llenado la sala instantes antes. Ryohei se secó el resto de lágrimas con el dorso de la mano y enderezó la espalda. La determinación regresó a su mirada. —Está bien… volvamos al tema. La mirada de Sera se endureció, como si aquel gesto hubiera sellado un vínculo silencioso entre ambos. —Me contó que Lee-san la protegió todo este tiempo... pero… ¿qué ocurrió realmente con la bomba? El presidente se incorporó apenas, retomando su postura solemne frente al joven. —Wen Hai Lee hizo una alianza insospechada… con Goro Majima. El nombre detonó en la mente de Ryohei. —¿Majima-san? —murmuró, incrédulo—. ¿El gerente del Grand… y ahora también del Sunshine? Sera asintió con firmeza. —Fue enviado a matarla. Pero terminó protegiéndola. El chico soltó una risa seca, mezcla de ironía y asombro. —Una vez le dije a mi hermano que esto parecía un guion mal escrito… pero esto ya sobrepasa toda lógica. —Supuse que te impresionaría. —Sera sostuvo el silencio unos segundos más, midiendo el peso de cada palabra—. En este mundo las lealtades se compran… y se rompen. Majima rompió la suya. El tono de la sala cambió con un clic sordo cuando Sera dejó la taza a un lado. —Aquella noche de la explosión, yo mismo me involucré. Fui encubierto. El escenario era una trampa. Ryohei contuvo la respiración. —¿Qué hizo? —Neutralicé a Sagawa de la Omi. —Su voz se mantuvo fría, distante—. Un disparo certero desde la sombra. Solo así pude abrir camino. El joven sintió un escalofrío recorrerle la espalda. —Después dejé inconsciente a Majima y me traje a Makimura aquí, a Camellia Grove. El menor de los Tachibana lo miró fijamente, con los ojos aún incrédulos. —Si el jefe de Majima era Sagawa… ¿eso significa que él estaba con la Omi? Sera negó con un leve movimiento. —No exactamente. Majima no era un hombre de la Omi. —Sera sostuvo su mirada—. Se le prometió volver al Clan Tojo si cumplía con el trabajo. Ryohei apretó los labios. —Entonces… ¿seguía siendo del Tojo? —Así es. —La voz de Sera bajó un grado, cortante—. Majima había pertenecido a la familia de Futoshi Shimano. El joven cerró los ojos un instante, como si ese nombre lo devolviera a un eco lejano de Kamurocho. —Shimano… ¿el mismo patriarca aliado de Dojima? —Correcto. —El presidente inclinó apenas la cabeza—. Sagawa usó ese vínculo para presionarlo. Una cadena de favores podrida: si eliminaba a Makoto, tendría su pase de regreso al clan. Ryohei negó en silencio, mordiéndose la lengua. —Pero Majima rompió esa cadena. Y esa decisión lo cambió todo. El aire en la sala se volvió más denso, como si el tatami mismo cargara con aquella verdad peligrosa. Ryohei bajó la mirada, asimilando. —Entiendo… una última cosa. ¿Qué haremos ahora? Sera se inclinó hacia atrás, con una sombra de sonrisa en los labios. —Tengo la sospecha de que Majima vendrá a buscarla. Quiero ponerlo a prueba yo mismo, saber si podemos confiar en él. Ryohei abrió los labios, preocupado. —¿Y si vienen armados? —Estoy preparado. —Sera se señaló el pecho con calma—. Llevo un chaleco antibalas bajo el traje. No pienso morir aquí, si es lo que temes. El chico dejó escapar un suspiro, apenas un hilo de aire. —¿P-puedo verla? Sera asintió. —Ahora está descansando. Le conté por qué la buscaban… y sobre la muerte de Lee. Sabe que su hermano menor, el otro heredero, la espera en Kamurocho. Y que aliados de Nikkyo la escoltarán. Ryohei apretó las manos sobre sus rodillas. —Entonces… ¿ella no sabe que vine personalmente? —No todavía. —Sera se puso de pie, su sombra alargándose sobre el tatami—. Mantengamos la fachada: tú y tus compañeros como representantes de la inmobiliaria. El presidente le tendió la mano, solemne. —¿Listo para ver a tu hermana después de diez años? Ryohei alzó la mirada. En sus ojos aún brillaban lágrimas, pero ahora ardían con decisión. Se puso de pie lentamente, como si cada músculo comprendiera el peso del momento. El tatami crujió bajo sus pasos. Había atravesado miedos, secretos y pactos en esa misma jornada, pero nada se comparaba con lo que aguardaba detrás de aquella puerta. Diez años de ausencia estaban a punto de quebrarse. El miedo le mordía las entrañas, pero en su pecho ardía también una llama nueva, mezcla de esperanza y rabia contenida. “No importa lo que vea cuando la puerta se abra” —pensó—. “Seguiré siendo su hermano. Y esta vez… no volveré a fallarle. Aunque me cueste la vida.”