Capítulo 16
“El Humo de las Palabras”
El pasillo de Camellia Grove estaba en penumbras, iluminado apenas por faroles de papel que respiraban como brasas amarillas. El silencio no era absoluto: se oía el rumor apagado de las conversaciones en las salas contiguas, risas veladas tras puertas correderas y el lejano tintinear de copas. Ryohei caminaba tras Sera con el corazón encogido. Cada paso sobre el tatami parecía más pesado que el anterior, como si el aire mismo le advirtiera que la verdad que estaba a punto de enfrentar podía quebrarlo por dentro. Se detuvieron frente a una puerta de madera oscura. El presidente giró apenas la cabeza, mirándolo con seriedad. —Ella está durmiendo aquí. —Colocó la mano sobre el marco—. Como sabes, aún desconoce que su hermano menor está aquí. Por ahora, preséntate como vicepresidente de Tachibana Real Estate. Ryohei bajó la mirada, dudando. —¿No cree que sería mejor decirle la verdad? Que vine por ella. El hombre negó con calma. —No es para ocultarlo, sino por seguridad. El joven se quedó pensativo, mordiéndose el labio inferior. —Supongo que tiene razón… pero si Dojima decide mover ficha, podría atacarnos a espaldas del Tojo. El presidente suspiró, cruzando los brazos. —Lo veo factible. Ellos ya saben que ustedes dos son los propietarios. —Lo observó con firmeza—. Le contaremos lo que hablamos antes, sin más. ¿Listo, Ryohei? El muchacho asintió. Con un gesto, Sera deslizó la puerta. La sala era simple, de tatami fresco y aroma a incienso. Sobre una cama baja, cubierta con sábanas blancas, descansaba Makoto Makimura. Sus párpados se movieron apenas con el ruido de la puerta y, lentamente, abrió los ojos. —¿Quién está ahí? —preguntó en voz baja. El líder de Nikkyo dio un paso adelante. —Soy yo, Makimura-san. Sera, del Consorcio Nikkyo. Ella inclinó levemente el rostro. —¿Sera-san? —escuchó otros pasos y ladeó la cabeza—. ¿Viene con alguien más? El joven se detuvo en seco, con el corazón encogido. La mirada de Makoto vagaba en la nada. —Es verdad… —susurró, apenas audible—. Ella no puede vernos. —Es por el trauma de aquellos dos años —explicó Sera con gravedad. Luego elevó la voz hacia ella—: Makimura-san, lo acompaña conmigo el vicepresidente de Tachibana Real Estate. Será quien la escolte hasta Kamurocho. Ella se incorporó despacio, sentándose en el borde de la cama. Su voz era suave, pero firme. —Soy Makoto Makimura. Es un placer conocerlo, señor. —Se inclinó, aún sentada. El visitante devolvió la cortesía, agachándose también. —Soy Ryohei… Ryohei Tachibana. Ella alzó la cabeza y aspiró apenas, como si captara algo en el aire. —Disculpe mi intromisión, ¿podría acercarse un poco? Como ve, no puedo ver nada… mis manos son mis ojos. Ryohei dudó un segundo, pero terminó inclinándose hasta su altura. —¿Así está bien? Makoto extendió las manos y recorrió su rostro con una delicadeza inesperada. Sus dedos se detuvieron en la línea de la mandíbula, luego en la frente. —Vaya… no quiero sonar descortés, pero transmite confianza. —Sonrió levemente—. Y hay algo más… tiene un olor agradable. Ryohei se rascó la nuca, incómodo. —¿Eh? ¿Será mi loción? Makoto negó suavemente. —No… es algo distinto. Un aroma que me resulta familiar, aunque no sepa por qué. Dejó caer las manos y respiró hondo. —Entonces, ¿partimos ahora, Tachibana-san? Antes de que su compañero pudiera responder, el presidente intervino. —Todavía no. Ryohei y yo tenemos asuntos pendientes antes de que partan a Kamurocho. El muchacho apretó los labios y bajó la mirada, luego habló con voz firme. —Tu hermano… Xiǎo Hǔ, me pidió llevarte con él y con tu hermano mayor. Me aseguraré de que eso sea posible. Ella se estremeció, sus manos temblando un instante. —¿Conoce a Xiǎo Hǔ? ¿Él… sigue vivo? —Somos amigos —respondió con calma, aunque por dentro se desgarraba—. Pero como también corre peligro, lo mantenemos a salvo en Kamurocho. Por ahora debemos esperar a mis compañeros, y luego iremos todos allá. Un suspiro emocionado escapó de sus labios. —Así que está vivo… entonces Li Hua también… El hombre se inclinó y tomó algo que reposaba sobre una mesa baja. Lo colocó en sus manos: un bastón plegable de madera oscura. —Makimura-san, me tomé el atrevimiento de modificar su bastón. Podría necesitarlo. Ella recorrió la superficie con los dedos, confundida. —¿Modificarlo? ¿A qué se refiere? Sera asintió a Ryohei. —Ábrelo. El joven lo tomó, lo extendió y giró la parte superior. La empuñadura se separó con un clic, revelando una hoja delgada y reluciente. —Aquí está… —dijo, cerrándolo de nuevo con cuidado—. Pero… ¿por qué? —Por seguridad —explicó el presidente, sin rodeos—. Si alguien intenta someterla y ustedes no logran defenderla, podrá usarlo. La joven se tensó, los dedos apretando el borde del colchón. —N-no… yo nunca he usado un arma. El joven la miró, conmovido por la fragilidad en su voz. —Makoto-san… no está sola. Nadie volverá a hacerle daño. El silencio que siguió no fue pesado, sino esperanzador. Afuera, el jardín de Camellia Grove susurraba con el viento nocturno, como si guardara ese pacto invisible entre hermanos que aún no podían reconocerse como tales. Makoto apretó los puños sobre las sábanas. —El terreno que mi abuelo nos dejó a mi hermano y a mí… solo ha traído muerte. Lee-san… y ese hombre. Ryohei entendió de inmediato a quién se refería. El rostro de Goro Majima apareció en su mente. —Sobre ese hombre… él… —comenzó, pero una mano firme en su hombro lo detuvo. Sera, con un gesto sutil, negó con la cabeza. El joven comprendió que no debía revelar más. La chica inclinó el rostro, la voz cargada de resignación. —Yo no quiero ese terreno. Estoy dispuesta a cederlo a quien sea… siempre que Xiǎo Hǔ también lo acepte. El joven se agachó hasta quedar a su altura, tomando con suavidad sus manos. —¿Le cuento algo, Makoto-san? —preguntó con una sonrisa tenue. Ella levantó la mirada, expectante. —Él me dijo que tampoco quiere ese lugar. No busca el Lote Vacío. Sueña con ser médico —explicó, dejando que cada palabra tuviera su propio peso. Makoto se sobresaltó. —¿Médico? —Sí. Se está preparando para rendir sus exámenes de ingreso el mes que viene. Pero también está preocupado por lo que ha ocurrido… por usted, por quienes han estado cerca y se han visto arrastrados a este conflicto. Guardó una breve pausa, y en el fondo de su mente apareció la sombra de Kenji, aún en peligro. Inspiró hondo antes de concluir: —Por eso le pido que confíe en nosotros. Tachibana Real Estate no es solo una empresa. Queremos que esto termine, que esté junto a sus hermanos y que al fin puedan vivir tranquilos. Y aquellos que no lo lograron… al menos descansar en paz. Makoto apretó con fuerza las manos que sostenía. —Tachibana-san… sus manos son suaves. Eso me da esperanza de confiar en usted. Él sonrió, dejando que la calidez le suavizara el gesto. —Entonces, para empezar esa confianza, puedes llamarme Ryohei. O Ryo, si lo prefieres. Una risa leve escapó de los labios de ella. —¿Ryo-chan? El muchacho no pudo evitar reírse también. —Me encantaría. —Se incorporó con decisión, el porte más firme—. Iré a afinar los detalles con mi equipo. Trazaremos una ruta segura y vendremos por usted en cuanto todo esté listo. Sera dio un paso adelante, cruzando los brazos. —Yo también moveré mis piezas. Cuando llegue el momento, los llamaré al sitio acordado. —Excelente. —Ryohei volvió a girarse hacia la joven—. ¿Puedo llamarte simplemente Makoto? Ella asintió con un gesto suave. —Descansa. —La voz del muchacho fue un hilo de promesa—. Pronto vendremos por ti. ¿De acuerdo? Makoto inclinó la cabeza, y por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa auténtica cruzó su rostro. Cuando Ryohei y Sera salieron de la sala, la muchacha volvió a recostarse, serena al fin. El pasillo de la Posada Benten los recibió con el aroma tenue del incienso. Esta vez, la mirada del joven era afilada, cargada de determinación. Sera lo observó de reojo. —Te noto distinto. Parece que verla hizo lo que debía. Ryohei asintió, deteniéndose un instante. —Tarde o temprano tenía que enfrentarme a esto, Sera-san. —Su voz se endureció—. Y agradezco que haya sido ahora. El presidente arqueó una ceja. —¿Ya tienes algo en mente? —Sí. —El joven apretó los puños, los nudillos tensos—. Avisaré a mis compañeros: usaremos un vehículo hasta Kioto y de allí tomaremos el tren directo. Será más fácil pasar desapercibidos. Su mirada se endureció aún más. —Cuando todo esto acabe, me encargaré de que mi hermana reciba el tratamiento que necesita. Haré lo que sea para que vuelva a ver. Sera meditó un instante antes de responder. —He oído hablar de esa ceguera. Con el tiempo y la terapia adecuada, puede mejorar… aunque será un camino duro. —Mi hermano moverá sus contactos, yo haré lo mismo. —Los ojos de Ryohei brillaron con rabia contenida—. Y también encontraré al responsable de dejarla así. Sera bajó la voz, probando su temple. —¿Piensas vengarte de esa persona? El silencio se extendió un segundo, interrumpido solo por sus pasos sobre el tatami. —No sé si “venganza” sea la palabra. —El muchacho entrecerró los ojos—. Pero alguien me enseñó que en este mundo todo se paga. Nadie se va sin saldar sus deudas. El karma siempre encuentra la forma. Sera sostuvo su mirada, y por primera vez, en sus labios apareció algo parecido a una sonrisa. Al cruzar las puertas de la Posada Benten, el chofer ya los esperaba junto al taxi. El aire nocturno de Osaka los envolvió. —Hora de volver a Sotenbori —dijo Sera con firmeza. El asiento trasero se cerró con un golpe sordo. El joven se acomodó contra el respaldo, la decisión tatuada en sus facciones. Cuando el motor del taxi rugió en la penumbra, supo que la promesa de proteger a Makoto lo había encadenado a un destino del que no había retorno. El trayecto de regreso a Sotenbori fue silencioso. A mitad del camino, el conductor se desvió por una calle lateral: la arteria principal estaba acordonada. Frente al Hogushi Kaikan, un coche calcinado aún humeaba bajo la luz intermitente de los faroles policiales. Murmullos corrían entre los curiosos: palabras como bomba, yakuza y atentado se entrelazaban en el día húmedo de Osaka. Ryohei clavó la vista en el humo, el estómago encogido. Cerró los ojos apenas un instante y se obligó a apartar la mirada. Había cosas que ya no podía cambiar, solo asumir. El taxi lo dejó a unas cuadras del videoclub. Al abrir la puerta, el olor familiar a cintas viejas y cigarrillos se coló en su nariz. El dueño levantó la cabeza desde el mostrador y, al reconocerlo, abrió los ojos con una mezcla de sorpresa y nostalgia. —Pero si es… —se le escapó la sonrisa—. ¿Cuánto tiempo ha pasado? En dos años ya pareces un hombre de la alta sociedad, Ryohei… El aspirante a médico respondió con una mueca discreta, mirando de un lado a otro. —No es para tanto. —Su voz bajó un tono—. ¿Llegaron Oda y Kiryu? El hombre señaló con la cabeza hacia un pasillo escondido. —Oda está en la oficina de atrás. Te llevo. El pasadizo olía a polvo y humedad, apenas iluminado por un par de lámparas colgadas. El dueño abrió una puerta lateral que revelaba una oficina sencilla: tatami gastado, un par de sillas bajas y un teléfono solitario sobre la mesa. Allí estaba Oda, con la chaqueta colgada en el respaldo y un cigarrillo consumiéndose en el cenicero. Al verlo entrar, arqueó una ceja y esbozó media sonrisa. —Chico, ¿cómo estuvo la reunión con Sera? El recién llegado dejó escapar un suspiro, acercándose a la mesa. —Todo quedó listo. Solo debemos esperar su llamada e ir a buscarla. —Sus ojos recorrieron la habitación vacía—. ¿Y Kiryu? El veterano apagó el cigarrillo contra el cristal del cenicero. —Anda conociendo la ciudad. Yo me adelanté. Tenía que hablar con unos viejos miembros de la banda, así que quedamos de encontrarnos aquí. Ya le dije dónde. —Entiendo. —El menor se acomodó en la otra silla—. Tengo una idea para el traslado. La atención de Oda se agudizó. —Te escucho. Ryohei le explicó su plan con calma: viajar primero en vehículo hasta Kioto y, desde allí, tomar el tren directo a Tokio. En medio de una estación concurrida, los Dojima no se arriesgarían a un escándalo abierto. Incluso la policía sería un muro indirecto. —¿Y bien? —preguntó al terminar—. ¿Estás de acuerdo? El más veterano se quedó pensativo, cruzando los brazos. Su mirada se endureció, aunque en el fondo parecía aprobarlo. —Es similar a lo que dijo el jefe anoche, en el restaurante de Chen-san. Me gusta. Es simple… pero no olvides que en la carretera pueden emboscarnos. El menor ladeó la cabeza, pensativo. —Tienes razón. Oda abrió el cajón de la mesa y lo empujó hacia él. Dentro había una pistola y un par de cargadores envueltos en tela. —Por eso me junté con los viejos. No es un arsenal, pero servirá si nos atacan. No pienso dejar que los Dojima se salgan con la suya. El corazón de Ryohei dio un vuelco, consciente de la lealtad que cargaba ese gesto. Tomó aire y asintió. —Excelente… El mayor se inclinó sobre la mesa, con gesto práctico. —Entonces, Sera llamará aquí, ¿no? Yo esperaré la llamada. Mejor sal a tomar aire, despeja la cabeza. Y si Kiryu llega antes que tú, que sepa dónde estás. La tensión en los hombros del chico cedió un poco. Se levantó, agradecido. —Buena idea. Sí… necesito aire fresco. La puerta de la oficina del videoclub se cerró tras él con un golpe suave. El eco quedó flotando en el pasillo como un presagio, persiguiéndolo hasta la calle. El aire húmedo de Sotenbori le golpeó el rostro. Se apoyó contra el vehículo estacionado frente al local, buscando calmar el peso que aún le quemaba en el pecho. El recuerdo de la reunión con Sera regresó como un vendaval: las verdades sobre Makoto, el infierno que había atravesado, la promesa de llevarla a salvo a Kamurocho… y la pista enigmática sobre Kenji. Sacó un trozo de papel del bolsillo. Lo desplegó bajo la luz del día. —“Se creía muerto” … —susurró, con la mirada fija en esas palabras torcidas—. ¿Quién será? Los dedos se crisparon sobre el papel. —¿De verdad estará en Osaka? Si es así… debo hallarlo antes de que Sera-san nos llame. Un murmullo de pasos interrumpió sus pensamientos. A lo lejos, distinguió una silueta de traje blanco avanzando entre la multitud. El porte imponente y el andar firme eran inconfundibles: Kazuma Kiryu. Ryohei alzó una mano en señal de saludo. Su compañero respondió con un leve gesto, acercándose. Pero algo torció la escena: una tercera figura, escondida en la sombra, los observaba desde la otra acera. Apenas notó que Kiryu lo había detectado, se dio media vuelta, apurando el paso. El ex yakuza frunció el ceño y se lanzó tras él. —¿Pasa algo? —preguntó Ryohei, siguiendo sus movimientos. Kiryu alcanzó al sospechoso con zancadas largas y lo sujetó del hombro con fuerza contenida. —Si vas a jugar a las miraditas para luego desviar la vista —dijo con tono grave, casi intimidante—, que sepas que me da curiosidad. El hombre tartamudeó, con el rostro oculto bajo la visera de un jockey oscuro. —Ah… l-lo siento. Ryohei se aproximó, con cautela. —Kiryu, ¿qué ocurre? El fugitivo intentó zafarse, pero fue girado de golpe hacia ellos. —¿Nos conocemos? —preguntó Kiryu, entornando los ojos. El joven Tachibana lo observó detenidamente. Su rostro le resultaba inquietantemente familiar. —Su cara… se me hace conocida. El de traje blanco apretó los labios. —Tú eres… —el recuerdo le golpeó de lleno—. El presidente de Toko Credit. Ryohei se congeló. —¿Qué? Pero si ese hombre estaba muerto… Kiryu asintió, igual de impresionado. —¿No fue Kuze quien acabó contigo? El sospechoso bufó, resignado. —De todos los lugares posibles… tenía que toparme contigo aquí. —Su mirada se deslizó hacia Ryohei—. Solo me dijeron que este chico estaría en Sotenbori. La tensión creció. Kiryu lo rodeó despacio, con la mirada clavada en cada gesto. —¿Qué está pasando aquí? El hombre tragó saliva. —Dicen que Dios aprieta, pero no ahorca… Cuando Kuze descubrió que me estabas buscando, yo ya me daba por muerto. Ambos jóvenes se miraron un instante, procesando las piezas. —Tuve que salir de Kamurocho —continuó el hombre, la voz temblando—. Fingir mi muerte era la única esperanza. Kiryu lo encaró con dureza. —Así que eso hiciste… fingiste tu propia muerte. Ryohei dio un paso adelante, los ojos afilados. —Pero no lo lograste solo. ¿Quién te ayudó? ¿Y a cambio de qué? El ex yakuza añadió, con un dejo de rabia contenida: —No fue gratis. Diste información para salvar tu pellejo… —se inclinó hacia él, la sombra cubriendo su rostro—. Habla. ¿A quién vendiste a Kuze para sobrevivir? El sobreviviente arqueó los labios en una mueca venenosa. —¿Crees que voy a largar la verdad tan fácil? Solo me ordenaron entregar un mensaje… a él. —Su dedo tembló señalando al heredero. El joven clavó los ojos en él, incrédulo. —¿A mí? —Tu hermano exigió al Tojo la ubicación de alguien… —el tipo bajó la voz—. Piensa un poco. El corazón de Ryohei se encogió. La pista encajaba: “Se creía muerto”. —Tienes la ubicación de Kenji… ¡Habla ahora! Kiryu lo detuvo con un gesto firme. —Tranquilo, Ryohei. —Lo sujetó por los hombros, bajando el tono—. Ahora todo encaja. Entonces, sin previo aviso, Kazuma lo alzó con un movimiento seco y lo estampó contra un cúmulo de bolsas de basura. El cuerpo golpeó con un estruendo apagado, hundiéndose en el plástico. Ni el bullicio de Sotenbori se atrevió a irrumpir; la noche contuvo el aliento. El de traje blanco se agachó a su altura, la mirada dura como el acero. —Me culparon de un asesinato que no cometí… por tu culpa. —Su voz era baja, pero tan cortante que el desconocido se estremeció—. Y encima guardas información sobre alguien que buscamos. ¿Crees que puedes enterrar eso como si fuera un recuerdo viejo de Kamurocho? El sobreviviente forcejeó entre las bolsas, sudando frío. —L-lo siento… n-no quise… Entonces otra figura se inclinó sobre él. La mirada del menor de los Tachibana destilaba veneno. —Habla ya. —La voz le salió afilada, sin compasión—. O dejamos que la policía se encargue de ti. El hombre abrió los ojos, confundido. —¿Eh? El joven sonrió apenas, sin calidez alguna. —Piénsalo: “El presidente de Toko Credit, asesinado en su oficina, resucita milagrosamente en Sotenbori”. —Se inclinó más, hasta casi rozar su rostro—. ¿Te imaginas el escándalo en los periódicos? El sudor corrió por la frente del desconocido. —N-no… no pueden… —Claro que sí. —Ryohei apretó sus palabras como un bisturí—. Podríamos entregarte, confirmar tu identidad y dejar que te expriman hasta la última gota de información. Y de paso, Kiryu quedaría libre de culpa. Giró la cabeza hacia su compañero, con un gesto calculado. —¿No sería más fácil hacerlo así? Kiryu comprendió de inmediato el veneno en el comentario, jugando el rol de cómplice. —Me gusta esa idea. —Apretó el hombro del sujeto con fuerza—. Mejor que hables, ¿para quién trabajas ahora? —O para quiénes —añadió Ryohei, enderezándose, pero con la mirada aún clavada como un cuchillo—. Y hazlo rápido. El tiempo se nos acaba. El hombre gimió de dolor, todavía atrapado entre bolsas aplastadas. —N-no hay muchos hombres al nivel de Kuze… ¿no creen? El menor de los Tachibana chasqueó la lengua con desprecio. —Deja de divagar, rata. Kiryu apretó los dientes, inclinándose más sobre él. —Se me agotó la paciencia. —Su voz fue un gruñido contenido—. Si sigues jugando, te arrastro a la policía y juro que no saldrás hasta que escupan cada secreto que escondes. La amenaza quebró su resistencia. El hombre se tensó, tragando saliva como si fuera vidrio. —Es… Shibusawa-san… y… el Sensei. El silencio cayó como un cuchillo. Un claxon lejano interrumpió la tensión, pero ni siquiera logró suavizar la pesadez que se instaló entre los tres. —¿Shibusawa… y el Sensei? —repitió el joven Tachibana, enderezándose con expresión pensativa—. Ese nombre volvió a aparecer. Kenji lo mencionó cuando llamó al Serena… Se inclinó de nuevo, esta vez con la calma venenosa de quien huele la verdad. —¿Quién es ese “Sensei”? El desconocido negó con la cabeza, casi suplicante. El mensajero seguía sentado entre las bolsas aplastadas. El de Toko Credit no apartó la mirada, todavía jadeante. Se llevó una mano al costado y habló con voz quebrada. —No conozco su nombre… solo sé que me dio la orden de entregarte la ubicación, en base al acertijo que recibiste. Ryohei se inclinó un poco hacia él. —Entonces habla. —Kenji Shirakawa está retenido en un edificio del distrito hotelero de Kamurocho… —tragó saliva—. El que sabe la ubicación exacta es alguien que conoces muy bien… Las palabras resonaron como piezas cayendo en su sitio. La clave volvió a su memoria:"Un reflejo de lo que no se ve,
escondido en lo alto donde los peces ya no nadan.
Cuando lo encuentres, él te encontrará a ti."
Y la voz de Sera regresó como un eco: “Se creía muerto.” —Ahora todo tiene sentido —murmuró el joven, helado. Kiryu frunció el ceño. —Una cosa más… ¿qué mierda haces en Sotenbori? El hombre esbozó una mueca cansada. —¿No es obvio? Kuze no tiene poder aquí. Este es territorio de los Omi, no puede tocarme. Ryohei lo observó con frialdad. —Y además de mensajero… el acertijo también hablaba de ti. La última línea lo deja claro: “Cuando lo encuentres, él te encontrará a ti.” El tipo lo miró con ironía amarga. —La verdad… solo esperaba toparme con Ryohei Tachibana. —Ladeó el rostro hacia Kiryu—. Nunca imaginé encontrarte a ti también, chico. El ex yakuza cerró los puños. —Así que corriste a llorarle a Shibusawa para que te sacara de allí. —Soy un cabo suelto para Kuze. Shibusawa y el Sensei me mantienen vivo porque les conviene. Nada más. La atmosfera se tensó, inquietante, apenas roto por el tráfico lejano. —Hasta fabricaron un cadáver para que Kuze creyera que había muerto —prosiguió—. Yo solo cumplí con mi papel… con advertencias claras y su protección a cambio. Kiryu lo miró con dureza. —Sabes bien que esa protección tiene fecha de caducidad. Ryohei asintió. —El día que sospechen de ti, te desecharán como basura. —Al fin y al cabo, siguen siendo yakuza —añadió Kiryu, cortante. El hombre soltó una carcajada amarga. —Y ustedes, ¿no hacen lo mismo? ¿Qué creen que es su lealtad a Kazama o a Tachibana? La misma moneda, solo que con distinto sello. Ambos jóvenes fruncieron el ceño. —Eso me lo dijo Kuze —siguió, con malicia—. Kazama fue un asesino frío como el hielo, y Tetsu Tachibana sabía ensuciarse las manos para lograr lo que quería. Kiryu lo tomó del cuello de la chaqueta, la rabia contenida en su mirada. —¿Qué has dicho? —Que en el bajo mundo no hay bien ni mal. —El sujeto suspiró, casi divertido—. Shibusawa o ese Sensei… hoy pueden parecer ángeles, mañana demonios. Yo sé mi papel: uso a la yakuza como herramientas, y la recompensa vale el riesgo. Ryohei bajó la mirada, la sombra endureciendo sus facciones. —¿Aun sabiendo que ese riesgo puede costarte la vida? El presidente de Toko Credit sonrió con sorna. —Ustedes también lo saben. Sus vidas son el principal daño colateral de este juego. No alcanzó a terminar la frase. Un pie le cayó en el pecho con la fuerza de un martillo. —¡Gh—! —gimió, tratando de apartarlo—. ¿Qué demonios…? Es como si tuvieras plomo en los zapatos… no puedo levantarme. La presión aumentó. Sus músculos se tensaron como cables de acero. Toda su fuerza nacía de allí, un instinto natural que el otro jamás podría entender. —Vuelve a repetirlo… —la voz le salió filosa—. Y usaré más fuerza. Kiryu, sorprendido, le apoyó una mano en el hombro, como conteniéndolo. —Supongo que ya sabes en qué lío estás metido. El hombre forcejeó bajo la presión, la cara desencajada por el esfuerzo. —Sí… capearé el temporal con ellos. Y cuando todo se calme… volveré entre las cenizas a prestar dinero en Kamurocho. El pie se retiró de golpe y el aire regresó a sus pulmones en un jadeo. Se llevó una mano al pecho, todavía temblando. El sujeto no apartó la mirada, todavía jadeante. —Esa ciudad es un paraíso donde el dinero manda… —una sonrisa torcida se dibujó en sus labios—. Y las luces pueden hacerte bailar toda la noche. Kiryu lo observó con dureza. —¿De verdad crees que te saldrás con la tuya? ¿No ves que llevas un blanco en la espalda? El sobreviviente soltó una risa amarga. —Si supieran que tengo un protegido… uno que prestará dinero en nombre de la Paz Mundial. Será la cara visible de todo esto. —Se encogió de hombros—. Nadie sospechará que el muerto soy yo. Un silencio áspero se extendió entre ellos. —¿Prestar dinero por la “Paz Mundial”? —Kiryu frunció el ceño—. ¿Qué demonios estás diciendo? —Está delirando otra vez —murmuró Ryohei, cruzado de brazos. —Bastante ridículo, si me preguntas —añadió el de traje blanco. El fugitivo bajó la cabeza, riéndose entre dientes. —Sí… es ridículo. Kiryu se inclinó y le tendió la mano para ayudarlo a ponerse de pie. El otro aceptó, apoyándose con esfuerzo en su agarre. —Pero hay que darle una oportunidad a esa paz —dijo, tosiendo—. Peace Finance. Kiryu soltó un suspiro cansado. —En parte, me alegra haberte encontrado aquí. No creo que volvamos a vernos… pero si algún día sucede, mide tus palabras cuando hables de Kazama-san o de Tachibana. El hombre intentó responder, pero un grito ahogado le cortó la frase: Kiryu le apretó el hombro con brutalidad, arrancándole un estremecimiento de dolor. —¡Ay, ay, ay…! Ryohei se inclinó un poco, con voz filosa. —Mejor aprende a cerrar la boca cuando te convenga. —Ya lo sé, ya lo sé… —farfulló el sujeto, apartándose—. Uno con piernas de plomo y otro con fuerza descomunal… mejor manténganse lejos de mí. Se liberó con un empujón torpe y reculó unos pasos. Ambos jóvenes se miraron entre sí, compartiendo una sonrisa seca. —Espero que… a ambos les vaya bien, en serio. —Los miró a los ojos, uno tras otro—. Kiryu-san. Tachibana-san. Kiryu arqueó una ceja. —Es la primera vez que me llamas por mi apellido. —Tienes demasiada confianza hoy en día… —suspiró el sobreviviente. Luego giró hacia Ryohei—. Y con un compañero como él, ya no puedo seguir llamándolos “chicos”. Con esas palabras, se dio media vuelta y empezó a alejarse entre las luces de Sotenbori. Antes de perderse en la multitud, se detuvo y los miró por encima del hombro. —Oh, casi lo olvido… si algún día necesitan un préstamo, recuerden este nombre: Peace Finance. Y sin esperar respuesta, desapareció en el gentío, dejando ese eco colgado en el aire como si fuera una promesa o una amenaza. El joven apretó la mandíbula. —¿Está bien dejarlo ir así? Tiene información que podría limpiar tu nombre. Kiryu encendió un cigarro y dio la primera calada. El humo se disolvió en la brisa nocturna. —Solo fue una pérdida de tiempo… Necesito un respiro. Su compañero exhaló, resignado. —Si tú lo dices… —suspiró—. Vamos, nos esperan adentro. Cuando el eco de los pasos del fugitivo se perdió entre los neones de Sotenbori, Ryohei permaneció inmóvil, la respiración pesada. Todavía sentía en la planta del pie la resistencia del pecho ajeno… la presión que había ejercido con naturalidad, como si aquella fuerza no proviniera solo de músculos entrenados hace poco, sino de una oscuridad latente que aguardaba dentro de él. No necesitaba las manos: sus piernas eran armas. Y lo supo con la misma certeza con la que reconocía que ese lado sombrío podía devorarlo si lo dejaba crecer. El eco de las palabras del hombre volvió a martillar en su mente:Kenji Shirakawa… un edificio del distrito hotelero de Kamurocho… y quien sabe la ubicación exacta es alguien muy cercano.
La frase se clavó como un aguijón. Si la pista era cierta, el rescate no dependía solo de seguir un acertijo: significaba enfrentar la traición o el secreto de alguien dentro de su propio círculo. Las luces de Sotenbori parpadeaban como un carnaval envenenado. Y en ese resplandor, Ryohei comprendió que la pista sobre Kenji no solo lo acercaba a su amigo perdido: también lo empujaba hacia una verdad incómoda, más cercana de lo que podía imaginar. La verdadera prueba apenas comenzaba. En un descampado a las afueras de Sotenbori, la tarde vibraba con motores encendidos y murmullos ásperos. Camionetas negras se alineaban bajo la luz temblorosa de los faroles portátiles; hombres armados revisaban cargadores, y un helicóptero aguardaba en silencio, con las hélices aún quietas, como una bestia dormida. El aire olía a gasolina, sudor y pólvora contenida. —Murakado-san, todo está listo. —informó uno de sus hombres, inclinando la cabeza—. Incluso un helicóptero para interceptar el vehículo cuando vayan por la carretera. Murakado exhaló lento, encendiendo un cigarro con la calma de quien ya saborea la cacería. —Excelente… así me gusta. Eficiencia. El subordinado dudó un instante antes de continuar: —Hay un reporte desde Camellia Grove. Un informante asegura que Ryohei Tachibana se presentó como vicepresidente de Tachibana Real Estate. El mafioso arqueó una ceja, dejando escapar una carcajada grave. —¿Vicepresidente? ¿Ese mocoso? —chasqueó la lengua, divertido—. Qué ironía… el bastardo se cree alguien ahora. —¿Alguna indicación? —Mantengan la vigilancia. Avísenles a los hombres cercanos al lugar que no pierdan de vista cuando salgan con la chica. Quiero que estén listos para cerrarle todas las salidas. —Entendido. El hombre se retiró entre ecos metálicos de armas ajustándose. El yakuza aspiró profundo y soltó el humo hacia la oscuridad. Una mueca torcida le cruzó el rostro. —Vicepresidente… casi me provoca risa. A pocos metros, en la penumbra de un auto estacionado, Keiji Shibusawa lo escrutaba con la paciencia gélida de un depredador. Permaneció inmóvil unos segundos, envuelto en sombras, hasta que abrió la puerta con parsimonia. El chirrido metálico quebró el murmullo constante de motores. Descendió del vehículo y avanzó con calma; cada pisada sobre la grava resonaba como un recordatorio del peso de la jerarquía. Se detuvo a pocos metros, observando el humo del cigarro de Murakado deshaciéndose en el aire. —Tu informe sobre Tachibana me interesa. Dejó que la frase flotara un instante. —¿Vicepresidente de su inmobiliaria, eh? No me sorprende. Es probable que ese título se lo haya ganado por el vínculo con su hermano… o porque alguien quiere legitimar su lugar como sucesor. El subordinado bajó apenas la cabeza, un gesto que pretendía respeto. Pero en la curva torcida de su sonrisa se filtraba otra cosa: desdén. —Con el debido respeto, Shibusawa-san… ¿sucesor? —rió suavemente, con una ironía que rozaba la burla—. Ese mocoso solo se cree importante porque heredó la mitad de un maldito lote vacío. Dejó escapar una carcajada seca y chasqueó la lengua. —Ese pedazo de tierra lo convirtió en propietario… y ahora todos lo miran como si tuviera un destino escrito. Hizo una pausa, expulsando el humo por la nariz en un gesto áspero. —Pero lo que más me irrita es ese título. “Vicepresidente”. Como si alguien quisiera darle la corona que yo perdí hace años junto con mi linaje. Murakado clavó la mirada en el horizonte de la tarde, con un brillo de furia contenida. —No lo soporto. Voy a arrancarle esa ilusión de las manos. El silencio se espesó. Una ráfaga de viento agitó los papeles tirados en la grava y levantó polvo en espirales. —Yo mismo maté a mis padres… —añadió, con un destello cruel en los ojos—. Y llevé sus cabezas al patriarca Dojima como ofrenda de lealtad. La mueca que acompañó sus palabras era tan fría como el acero. —Así funciona este mundo. Cortas tu pasado, lo entregas en bandeja… y compras tu futuro con sangre. Shibusawa no se inmutó, aunque en sus ojos apareció un destello gélido. —Y, sin embargo, aquí estás. —Su voz fue como una cuchilla lenta—. Aferrado a humillar a un simple “vicepresidente”. Tu obsesión con los Tachibana te rebaja más de lo que lo hiere a él. Murakado apretó la mandíbula, pero mantuvo la cabeza baja, fingiendo obediencia. El lugarteniente dio un paso hacia adelante. Se inclinó apenas, lo suficiente para que su sombra se proyectara sobre él como un peso insoportable bajo la luz inclinada del sol. —Ese respeto tuyo hacia mí es tan falso que apesta. —Cada palabra fue medida, quirúrgica—. Puedes fanfarronear con tu “linaje perdido”, pero en este clan no eres más que otro perro con correa. Se permitió una pausa, para que cada sílaba lo atravesara como un cuchillo. —Y yo soy quien decide hasta dónde ladras… y hasta dónde muerdes. Murakado tiró la colilla y la aplastó con desgano. Alzó la vista con un rictus de desprecio, aunque el gesto titubeó un segundo antes de recomponerse. Shibusawa lo sostuvo bajo su mirada, saboreando la grieta en aquella fachada fingida. —Eso es lo que diferencia a un hombre con título… de un hombre con poder. —Su voz descendió como un peso de plomo—. Y tú, Murakado, nunca serás más que lo segundo a medias. El subordinado tragó saliva y guardó silencio. Por un instante, el rugido de motores y el golpeteo del viento fueron lo único que llenó el espacio. El lugarteniente entrecerró los ojos. No con reproche, sino con cálculo frío. Esa furia desmedida era peligrosa, pero útil, siempre que supiera mantener la correa tensa. —Será mejor que te prepares. —murmuró en voz baja—. El juego apenas comienza. Las hélices del helicóptero empezaron a girar, levantando polvo y rugidos metálicos que devoraron la tarde. De regreso en el videoclub, Ryohei emergió del incidente ocurrido a menos de una cuadra, con los recuerdos aún palpitando bajo la piel. Entró por la puerta principal, cruzando el pasillo rumbo a la oficina, sin esperar encontrar a nadie en el camino… Pero entonces lo vio: una figura recostada en una de las mesas con televisor, de esas que los clientes usaban para ver videos a escondidas. Estaba sentado en una vieja silla plegable, hojeando una revista con demasiada calma. El gesto resultaba tan fuera de lugar como el silencio que impregnaba aquella tarde cargada de polvo y tensión. La portada era ambigua, casi un truco visual: podía confundirse con una edición hetero al estilo Playboy, o tratarse de un ejemplar de Barazoku o Adon, reconocibles solo para ciertos ojos entrenados. Ryohei arqueó una ceja, mordaz: —¿La edición 65? Muy buen material, ¿eh? La sorpresa lo delató: Oda bajó la revista y su expresión perdió frescura por un instante. —N-no es lo que parece. —Claro… —replicó el aspirante a médico, avanzando con tono irónico—. Y yo recién nací esta mañana. El mayor carraspeó, cerró la revista con torpeza y trató de recomponerse. —¿Kiryu llegó? —Sí… está afuera fumando. Pero… —el menor vaciló, todavía sacudido por lo vivido— pasaron cosas. La voz de su compañero se volvió más grave: —¿Tiene relación con nuestra misión… o con los Dojima? —No exactamente. —el Tachibana apoyó un hombro en la pared—. Digamos que alguien a quien dábamos por muerto decidió volver. Los ojos del oyente se estrecharon; su interés parecía más táctico que emocional. Le explicó lo esencial: el encuentro con el presidente de Toko Credit, la huida y esa frase enigmática que apuntaba a alguien cercano como clave para dar con Kenji. —Y después se desvaneció entre la multitud… —remató—. Alguien que conozco sabe en qué hotel lo tienen retenido. Se dejó caer en la silla libre frente a la mesa, observando la reacción del otro. —¿Será alguien de la banda… o de la inmobiliaria? El silencio se prolongó más de lo debido. El mayor se frotó la nuca, respiró hondo, como si la pregunta pesara demasiado. —Quién sabe… —murmuró, desviando la vista hacia la revista cerrada—. Pero no coincide con lo que Tachibana había acordado con Nihara-san. —¿Entonces… o es una pista legítima, o todo esto fue un juego para hacernos perder el tiempo? —replicó el joven con tensión contenida—. Debimos haberlo entregado a la policía y presionarlo hasta sacarle la información. —Tiene sentido, por el tema del asesinato en el Lote y la inocencia de Kiryu. —Hay algo más… —añadió con cierta extrañeza—. Quizás por el estrés del momento, pero… cuando Kiryu lo arrojó contra las bolsas de basura, yo lo pisé. Con fuerza. En el pecho. El silencio le devolvió la memoria: la presión bajo su zapato, la resistencia ajena. —No sabría explicarlo, pero alcanzó a soltar que tenía plomo en el zapato. —esbozó una sonrisa irónica, más cansada que divertida—. Supongo que la rabia de que hablara mal de mi hermano me hizo perder la cabeza. El mayor lo observó en silencio, encendió un cigarro con calma deliberada. El humo se elevó en espirales antes de que hablara. —No es malo perder el control de vez en cuando… siempre que recuerdes por qué lo hiciste. —Su voz era grave, casi paternal—. La ira desnuda las verdaderas heridas. Y eso, chico, puede ser un arma… o un grillete. De fondo, los televisores escupían gemidos mal sincronizados, un eco grotesco que contrastaba con la tensión del pasillo. Algunos clientes pasaban de largo, bajando la cabeza para no cruzar miradas. —Ese hombre dijo lo que dijo porque sabía dónde apretar. —Oda lo miró fijo, los ojos encendidos por un brillo serio—. Y si alguien le enseñó qué heridas tocar, significa que ya están hurgando en tu historia. El comentario lo golpeó como un peso. Cerró los ojos un instante, recordando la presión de su zapato contra aquel pecho y la rabia al escuchar a su hermano insultado. —¿Y qué hago entonces? —preguntó con un deje de furia contenida—. ¿Morderme la lengua? El mayor soltó una risa seca y lo señaló con el cigarro. —No. Tienes un filo agudo en las palabras, pero no olvides lo que hiciste hoy. Ese pie en su pecho no fue solo rabia: tienes fuerza en las piernas, una que no muchos saben usar. Dio otra calada, dejando que la pausa flotara en el aire. —Si aprendes a combinar eso con tu lengua, vas a desarmar a más de uno sin necesidad de disparar un tiro. El menor lo miró serio, midiendo cada palabra. —¿Recuerdas la discusión con Awano? No lo tocaste. No podías ganar… pero tus palabras le arrancaron tiempo. Y eso fue suficiente. La voz de Oda se endureció. —Ese filo lo heredaste de tu hermano. Y no es solo para los callejones o para los yakuzas. Se inclinó un poco hacia él, bajando el tono. —Algún día, si de verdad llegas a ser médico, vas a necesitar esa lengua para exponer tus trabajos en la universidad. El humo del cigarro se alzó entre ambos. —También para convencer colegas. Para dar indicaciones en cualquier hospital de Japón. Hizo una breve pausa, la mirada clavada en el muchacho. —Y créeme… ahí también se pelea con palabras. Ryohei ladeó la cabeza y soltó una media sonrisa. —Perfecto. Entonces ya tengo futuro asegurado: cirugías gratis y sarcasmo ilimitado. El mayor arqueó una ceja, echando el humo hacia un lado. —Con ese combo, muchacho, hasta podrías fundar tu propio hospital. Eso sí… quebraría en dos semanas. Ambos soltaron una risa breve, la tensión disolviéndose como el humo en el pasillo. Finalmente, Oda apagó el cigarro en una lata vacía y se incorporó. —Vamos. Sera puede llamar en cualquier momento. Y si lo hace, más te vale que nos encuentre listos. Avanzaron hacia la oficina. El murmullo de los televisores quedó atrás, sustituido por el zumbido del teléfono fijo que aún no había sonado. El ambiente olía a tabaco viejo y a polvo acumulado, típico de un local que sobrevivía a punta de alquileres de cabinas. Al entrar, encontraron a Kiryu sentado frente al dueño del videoclub. Alcanzaron a oír las últimas frases del hombre, que hablaba con entusiasmo sobre la antigua banda de Tachibana, recordando anécdotas con la familiaridad de quien nunca terminó de soltar el pasado. Oda arqueó una ceja, cortando el aire con ironía. —Oye… ¿tu tienda se atiende sola? Tienes un cliente esperando afuera. Ryohei no perdió la ocasión de añadir, con sorna: —Y solo viene en calzoncillos. El encargado abrió los ojos como platos. —¿¡En serio!? Oh, lo siento, lo atenderé enseguida. Se marchó apresurado, dejándolos solos en la habitación. El ex yakuza se levantó de la silla, con un gesto cansado. —¿Te estuvo dando la lata mucho tiempo? —preguntó Oda, encendiendo un cigarro con la calma de siempre. —La verdad es que sí. —Kiryu soltó un resoplido—. Pero me estaba contando algunas de sus “aventuras”. —A mí ni me mires. —El menor de los Tachibana se apoyó en el marco de la puerta—. Seguro eran historias de la banda de mi hermano. El mayor bufó, soltando humo. —O quizás aquella vez que mojé mis pantalones por el jefe… de seguro lo narró al pie de la letra. —Suspiró con un deje de vergüenza. Ryohei alzó una ceja, divertido. —Ni yo conozco esa historia. Tienes que contármela. —Olvídalo… —cortó Oda, girando hacia el escritorio. Kiryu lo observó unos segundos y cambió de tema. —Pensé que te tardarías más en volver. —También lo pensé. —esbozó una sonrisa ladeada—. Pero llegué antes de lo previsto… digamos que me topé con un chisme bastante interesante. El comentario hizo que Ryohei inclinara la cabeza. —¿Qué ocurrió? El humo se elevó despacio, marcando la pausa. —Se comenta que encontraron el cadáver de Makoto Makimura flotando en el río hace unos días. —¿Qué? —Kiryu tensó el gesto de inmediato. —No supe de eso… —añadió el joven, cruzando los brazos—. Pero no hay que preocuparse. Hablé con ella horas atrás, en la reunión con Sera. Oda lo escuchó sin pestañear. —Con tantos cuerpos apareciendo, no me sorprende que los Omi… o los hombres de Shibusawa, quizá ambos, estén buscando tanto a Makimura como a ti, Ryohei. El aludido apretó la mandíbula antes de responder: —Es probable… —No saquemos conjeturas apresuradas. —El mayor se acercó al escritorio y apoyó la mano en el teléfono inmóvil—. Yo me quedaré esperando la llamada. ¿Por qué no salen a recorrer la ciudad un rato? Kiryu lo miró, desconcertado. —¿Eh? —Debería quedarme también… —dudó Ryohei—. Los Omi saben de mí desde el incidente de hace dos años. El mayor negó con calma, soltando humo por la nariz. —No creo que te busquen si te mueves cerca. Podrían ir a comer algo. —Hizo una pausa, midiendo las palabras—. Además, no hace falta que tres hombres estemos aquí clavados, esperando una simple llamada… ¿no creen? Kiryu intercambió una mirada con el más joven y terminó asintiendo. —En eso tienes razón. —Sí, pero… —Ryohei aún titubeaba. La sonrisa de Oda se dibujó despacio, ambigua como siempre. —Anda. Aprovechen los dos. El chico conoce bien la ciudad, podría mostrarte algunos buenos lugares. Sacó del bolsillo un pequeño localizador y lo dejó sobre la mesa. —Estén atentos a sus localizadores, nada más. Así podrán regresar en cuanto Sera llame. El humo flotaba en la oficina, espesando el ambiente. Desde la ventana mal cerrada se colaba un hilo de luz grisácea que apenas iluminaba los montones de cintas apiladas. Mientras Kiryu abría la puerta para salir, Ryohei se volvió hacia el mayor, con media sonrisa cargada de ironía. —Ya está bien… me voy para que disfrutes tu Barazoku en paz. Oda arqueó una ceja. —No es ese tipo de revistas, mocoso. Ambos sonrieron, y el más joven siguió a Kiryu hacia el pasillo. La oficina quedó envuelta en el humo y el silencio, con Oda de pie frente al teléfono. Moviendo las piezas, una vez más.