ID de la obra: 967

THE PRINCE'S TALES

Mezcla
NC-21
En progreso
3
Tamaño:
planificada Maxi, escritos 207 páginas, 73.954 palabras, 10 capítulos
Descripción:
Notas:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
3 Me gusta 2 Comentarios 0 Para la colección Descargar

CAPÍTULO 2. LAS TRES LLAMADAS DEL ANDÉN 9¾

Ajustes de texto

Miércoles 1 de septiembre - 1971

El Expreso de Hogwarts aguardaba inmóvil, como un gigante dormido en medio del andén. El humo rojo y vivo que se elevaba de su chimenea se fundía con el aire pesado de Londres, tiñendo todo con una vibración nueva. Para Lily, no era solo un vehículo: era un puente a lo desconocido, un portal que siempre había sentido lejano y que ahora se alzaba, tangible, frente a ella. Cada bocanada de vapor, cada destello de luz en sus vagones, era una promesa, un recordatorio de sueños guardados en silencio. Lo miraba como si fuera un castillo flotante, con un fulgor imposible de fingir. Sentía que el tren la llamaba, que el futuro la envolvía en un abrazo esperado toda la vida. El aire parecía cargado de electricidad; el andén, más denso, como si cada paso entre la multitud resonara en un mundo nuevo. Todo estaba vivo a su alrededor: ruedas de maletas chirriando, voces entremezcladas, puertas que se abrían, magia vibrando en el aire. El humo flotaba sobre las cabezas y los vagones brillaban con una luz casi táctil. Lily no podía fijar la vista en un solo punto: cada detalle —carteles, ojos brillantes, maletas, gatos— le parecía un milagro. El tren era un símbolo, un enlace entre mundos. El ahora lo llenaba todo. Pero para Severus, la visión no era tan sencilla. Había soñado con Hogwarts desde que podía recordar, con un mundo donde la magia sería su verdadera casa. Y, sin embargo, ahora que estaba allí, la certeza se quebraba. ¿Y si la puerta que siempre había querido cruzar se cerraba en cuanto pusiera un pie dentro? ¿Y si, entre túnicas y varitas ajenas, su acento, su ropa o su apellido revelaban que no era uno de ellos? No era que no quisiera subir a ese tren; lo quería con desesperación. Pero el deseo era una moneda de dos caras: en una, la promesa; en la otra, el miedo de que su sueño se convirtiera en la confirmación de que nunca sería aceptado. El bullicio lo envolvía, pero no como una fiesta, sino como un oleaje que podía arrastrarlo. La magia que flotaba en el aire —esa que había imaginado tantas veces— no se sentía cálida, sino fría y distante, como si solo respondiera a quienes sabían cómo moverse entre ella. Mientras Lily respiraba el momento como un milagro, él lo hacía con cuidado, como si cada inhalación pudiera delatarlo. El Expreso no era solo un tren: era la puerta al lugar que había esperado toda su vida… y la prueba de que ese lugar podría cerrarse ante él. Cuando la familia Evans cruzó al andén 9¾, el mundo se transformó ante sus ojos. El bullicio, con el tren inmóvil al fondo, fue solo el principio. Lo que al principio parecía cotidiano se volvió extraordinario a cada paso: el aire se espesaba, impregnado de una energía que ninguno de ellos había sentido jamás. Con la mandíbula apretada, John Evans recorrió el lugar con la mirada: estudiantes fundidos en abrazos, maletas flotando por encima de las cabezas, carros tirados por parecido a diminutos elfos que parecían arrancados de un sueño antiguo. Nunca imaginó que la magia fuera tan intensa ni tan viva. Se sentía atrapado entre dos mundos: uno propio y otro que lo miraba con extrañeza. El tren, majestuoso y ajeno, se erguía como el emblema de lo que su hija estaba a punto de vivir… y él apenas podía comprenderlo. Un graznido de lechuza estalló sobre su cabeza, arrancándole un salto. —¡Por las barbas de Churchill! —exclamó, mientras la súbita agitación encendía el aire con una electricidad nueva. Para John, era asombro puro; un caos impenetrable, colmado de sonidos y luces que nunca serían suyos. Rose absorbía cada imagen con hambre: destellos de luz mágica, voces entrelazadas, niños corriendo con varitas alzadas. El lugar tenía el encanto de un cuento, pero también la hacía sentirse diminuta, como si el mundo pudiera cerrarse sobre ella. Petunia, un paso detrás, observaba con desdén y recelo. Veía un espacio donde todos se movían con naturalidad en un idioma que no entendía. Entonces sus ojos se detuvieron en el tren: enorme, palpitante de magia, recordándole lo lejos que estaba de todo aquello. John buscó a Lily: al frente, vibrante de emoción, con los ojos encendidos y el paso firme, como si hubiera nacido para caminar entre aquella multitud. La veía encajar con una facilidad dolorosa en ese paisaje extraño, tan a gusto como si siempre hubiera pertenecido allí. Aquella visión le llenaba de orgullo, pero también le atravesaba con un miedo silencioso: la certeza de que él solo podía seguirla desde la orilla de un mundo que no era el suyo. Se quedó quieto, observándola, con la garganta hecha un nudo. El silbido del tren traía consigo un doble filo: el inicio de algo irrepetible y, al mismo tiempo, la pérdida de una parte de lo que habían sido hasta ahora. Sentía, en lo más hondo, un impulso contradictorio: retener a Lily con todas sus fuerzas y, a la vez, empujarla hacia adelante sin mirar atrás. Rose lo miró entonces, y en sus ojos leyó esa mezcla de orgullo y dolor que no necesita traducción. Sin decir palabra, le apretó la mano con firmeza, un gesto breve pero anclado. John asintió, llevando la otra mano a la boca, como si así pudiera contener la marea que le subía al pecho. Rose permaneció junto a él en silencio, sosteniéndole el momento. Después de eso, se giró lentamente con cautela y soltó a su marido, para acercarse ahora a la mujer que los acompañaba. —Señora Snape… —dijo al fin—. Espero que no le moleste que le hable un momento. Eileen no se volvió del todo. Su perfil quedó recortado por el vapor del tren, la voz medida, neutra. —Le escucho, señora Evans. —Puede llamarme Rose… —inclinó apenas la cabeza, tanteando terreno—. ¿Está bien para usted si la llamo Eileen? Hubo una pausa, y la mirada de Eileen permaneció fija en un punto que no era Rose. Luego, un leve movimiento de cabeza. —Llámeme como le resulte más cómodo. —Mi hija, Lily, habla mucho de su hijo —dijo Rose, y una sonrisa se dibujó en sus labios con un dejo de incredulidad—. Desde que se conocieron… no pasa un solo día sin que lo nombre en casa. Eileen arqueó apenas una ceja. No era burla, pero sí un filo irónico que marcaba distancia. —Debe de tener buena memoria… o poca variedad de temas. Rose soltó una risa suave, sin tomárselo como ofensa. —Mi hija es capaz de hablar durante horas de cualquier cosa… pero, desde que conoció a su hijo, toda su atención ha ido para él. Dice que Severus le cuenta cosas que nadie más sabe. Le habla del mundo de la magia como si fuera un mapa que él mismo dibuja para ella. Desde ese día, lo ha sido todo para Lily. Está fascinada con lo que le ha contado, y quiere saberlo todo. Los ojos de Eileen se entrecerraron, pero no con desconfianza: parecía medir el peso de aquella idea. —Es comprensible… Es un escenario iluminado y nuevo —hubo un leve cambio en su tono, como si se permitiera una grieta de sinceridad—. Ojalá lo conserve. Al final, ese tipo de curiosidad es más raro que la magia. Rose parpadeó, como si la frase hubiese dejado un eco más denso de lo esperado. —¿Qué es más raro? —La curiosidad —respondió Eileen, con una rotundidad que no admitía matices—. Entre magos y brujas, la curiosidad se gasta pronto. Cuando lo ves todos los días y se vuelve tu única realidad… deja de ser asombro para convertirse en rutina —una ligera contracción en los labios, un gesto que rozaba el desprecio—. Por eso, la curiosidad en el mundo mágico es un don escaso. Giró la cabeza hacia el andén, observando a las familias que se movían entre el vapor. —Sin ir más lejos… —su voz se volvió más baja, casi confidencial— mire a su alrededor y compárelo con quienes han crecido aquí… ¿Ve sus rostros? Rose siguió la indicación. Paseó la mirada por las figuras que, para ella, parecían salidas de un cuento extraño: la mujer con un sombrero de ala imposible, los niños con lechuzas en los hombros, los cofres que flotaban por arte de magia. Y, sin embargo… —¿Normales? —susurró, como si le costara aceptar la palabra. —Aburridos —aclaró Eileen, seca. Rose permaneció un instante en silencio, masticando la idea. Luego sonrió, casi para sí. —En eso, entonces, Lily está curada —se inclinó apenas hacia ella—. Es igual que su papá. Curiosa por todo, siempre preguntando, siempre buscando entender cómo funcionan las cosas. Por eso, a veces, la regañaban en su escuela —su sonrisa creció con un matiz travieso—. No soporta quedarse con dudas; interrumpe si algo no entiende y se frustra cuando el profesor no explica. Más de una vez discutió con ellos, exigiéndoles que lo hicieran. Poco conformista, para su edad. Eileen ladeó la cabeza, como si tomara nota mental de cada palabra. —Entonces sabrá encontrar sus propias respuestas. Eso la pondrá por delante de la mayoría… —hubo un breve silencio, lo justo para afilar el remate—, y también la hará insoportable para algunos. Rose asintió con un dejo de orgullo. —Lo sé. Eileen no cambió el gesto al desviar la mirada hacia Severus. —No todos los niños preguntan para aprender. Algunos… solo preguntan para confirmar lo que ya saben. Rose siguió aquella línea invisible y entendió, sin que hiciera falta decirlo, que no era un comentario general. —La curiosidad es útil —añadió Eileen, con los ojos fijos en su hijo—, siempre que se sepa dónde detenerla. Rose arqueó una ceja. —¿A qué se refiere con eso? —En el mundo muggle —empezó, con una calma que sonaba ensayada—, cuestionar es un camino para entender, para conquistar, para darle sentido a lo desconocido. Buscan la verdad en todas las cosas o, si no la encuentran, inventan una explicación que quizá, con el tiempo, otro heredará para seguir buscando. Es… un relevo de preguntas. —Sabe bastante de nuestro mundo —dijo Rose, observándola sorprendida. —He vivido bastante entre ustedes —se limitó a decir la mujer. Eileen entrecerró los ojos, como si algo en esa idea le resultara tan ingenuo que casi doliera. —Por eso sé de lo que hablo cuando digo que la realidad del mundo muggle es totalmente distinta a la que se rige en el mundo de la magia. Es totalmente lo contrario. Un mago que pretende hacer eso… —hizo una pausa, saboreando las palabras como si le dejaran un rastro metálico en la lengua—, recibe más amenazas que respuestas. Dejó que la frase flotara, pesada, antes de girar apenas la cabeza hacia Rose. —Y es ahí cuando hay que detenerse. Porque seguir investigando puede costarte más de lo que puedas pagar. Rose parpadeó. —¿Pagar…? —repitió, con un titubeo breve—. No habla de dinero, ¿verdad? —En la magia, el precio casi nunca es dinero —dijo Eileen, seca, sin adornos—. A veces es tiempo. A veces, la propia persona. Y, en las peores ocasiones… partes de uno mismo que no regresan jamás: el cuerpo, el alma o la mente. Todo por querer entender más de lo debido… por simple curiosidad. Rose frunció el ceño, como si tratara de encajar una pieza que no pertenecía a su rompecabezas. —No entiendo… ¿cómo algo tan maravilloso podría ser… malo? Eileen la miró entonces como quien confirma un diagnóstico que ya conocía. —La magia no es solo una maravilla. Tampoco una herramienta. Es un poder que existe y que, si lo subestimas, puede morderte de vuelta. Rose asintió levemente, todavía procesando. —¿Pero si uno sabe usarla bien…? —No hay “bien” sin riesgo —la interrumpió Eileen, tajante—. Y no hay magia que no se cobre su precio. Rose guardó silencio. Tenía esa expresión de quien no sabe si la advertencia es una exageración o una verdad incómoda… y que, en cualquier caso, no está dispuesta a descubrirlo por sí misma. —¿Le pasó a usted? —preguntó al fin, con un cuidado que sonaba más a tanteo que a curiosidad. Eileen la miró de frente por primera vez. No pestañeó. —A cualquiera que viva lo suficiente. Sus ojos se apartaron hacia el vapor que se escapaba del tren, como si en aquella fuga blanca hubiera algo más fácil de mirar. —Es todo lo que necesita saber. Rose exhaló un breve suspiro, pero no insistió. —Lily ha dicho que Severus es alguien muy especial —dijo, con una sonrisa controlada, sin pretender atravesar la coraza de la otra. Eileen giró la mirada, midiendo la palabra. —Especial —repitió, como si evaluara su peso real antes de aceptarlo. —No es común verla así —continuó Rose—. Siempre ha estado apartada de los demás niños… y ahora la oigo llegar a casa con historias de magia, de todo lo que su hijo le cuenta, como si lo conociera de toda la vida. Los labios de Eileen se curvaron apenas, en un gesto tan contenido que no alcanzó a ser sonrisa. —Severus… es alguien observador. —Y usted también. Sin ir más lejos, estuvo aquí —añadió Rose—, ayudándonos con las compras para los deberes, guiándonos por el Callejón Diagon… Supongo que para usted fuimos casi una molestia. Mi esposo se perdió dos veces, Petunia casi se pelea con el vendedor por querer también una varita… y, aun así, fue paciente. Le agradezco mucho por eso. Eileen arqueó una ceja, evaluando si aquello era un halago sincero o un anzuelo disfrazado. —¿Y eso debería halagarme? —No lo sé —respondió Rose, sin apartar la vista—. Pero es la verdad. Y además… aun si la magia puede ser algo peligroso… a mí me emociona que Lily haga ese viaje de descubrimiento. Y que tenga a alguien con quien compartirlo. Su hijo Severus me parece un muchacho muy inteligente. Le dije a Lily que lo podía invitar a casa cuando quisiera. El ceño de Eileen se frunció apenas, pero fue suficiente para que la ligereza de la conversación adquiriera otro peso. —¿Invitarlo? —Sí —confirmó Rose con una sonrisa ligera—. Lo ha hecho un par de veces para invitarlo a comer en casa, pero él nunca ha aceptado. Eileen guardó silencio unos segundos, como si rebuscara en la memoria algo que no terminaba de encajar. —No me lo había mencionado. Rose ladeó un poco la cabeza, conciliadora. —Quizá no quiso molestarla con eso. Eileen bajó la mirada un instante, alisando un pliegue invisible en la falda. Cuando habló de nuevo, su tono había recuperado la frialdad medida de quien elige cada palabra con cuidado. —O quizá sabe que las invitaciones… son más fáciles de dar que de aceptar. —¿Por qué lo dice? —preguntó Rose. —Porque algunas casas no son para nosotros —la mirada de Eileen se clavó en la suya con la firmeza de una advertencia que no necesitaba elevar la voz—. Y él lo sabe. Rose sostuvo ese cruce de miradas como quien acept el reto de no apartarse primero. Luego, sonrió con calma. —Pues dígale que está invitado cuando quiera. Y usted también, por supuesto. Eileen parpadeó, casi imperceptiblemente, como si dudara haber escuchado bien. —¿Yo? —Claro —Rose mantuvo su tono cálido, sin dejar que el filo de la otra la intimidara—. Siempre es bueno que los amigos de nuestros hijos se sientan bienvenidos… y sus familias también. Me haría un honor si viniera a nuestra casa a comer un día de estos. O, si lo prefiere, a la hora del té. Lo hacemos todos los días a las cuatro de la tarde, en nuestra terraza, con té de jazmín y galletas de mantequilla. A veces hay pastel, pero solo cuando hay temporada de ciertas frutas. Su voz adquirió un matiz más íntimo, casi de confidencia. —Tenemos un jardín donde cultivamos flores frutales. Fresas en primavera, manzanas en otoño. Es un proyecto que llevo con mis hijas; cuidamos mucho de esas flores. Petunia tiene muy buena mano para las plantas, pero Lily… Lily casi hace magia. Sus frutos son siempre los mejores. Una sombra de tristeza le cruzó el rostro. —Voy a extrañar eso, ahora que se nos va a ese internado. Eileen le devolvió una mirada breve, como evaluando dónde estaba el anzuelo. —No estoy acostumbrada a… eso. —Pues entonces, será la primera vez —replicó Rose, sin adornos. Eileen bajó la vista un instante, como si el suelo fuera un refugio frente a una invitación demasiado expuesta. —No suelo ir a casas ajenas. —No es obligación —dijo Rose con suavidad, pero sin dejar espacio a una retirada disfrazada—. La puerta está abierta. Para los dos. Puede venir cuando quiera. La semana que entra, por ejemplo. O el día que se anime, aun si nuestros hijos están afuera en esa escuela. Cuando estén de regreso en las vacaciones también podría acompañar a su hijo viniendo juntos, ¿qué le parece? Eileen hizo una pausa. Sus ojos siguieron a Severus y Lily, que conversaban unos metros más allá, como si allí estuviera la única rendija segura por donde mirar. Luego, sin alterar el tono, dejó caer: —No lo sé… Creo que la gente suele invitar a alguien solo para asegurarse, más tarde, de recordarle que nunca fue bienvenido desde el principio. Rose no perdió la sonrisa; la sostuvo como si entendiera perfectamente el filo que había detrás. —Pues yo no soy de ese tipo de “gente”. Puede comprobarlo por usted misma. Eileen arqueó una ceja, más en gesto de evaluación que de desafío abierto. —Eso dicen… al principio. —Y yo lo repito al final —Rose mantuvo la mirada fija, sin permitir que la frase se deshiciera en el aire—. La invitación sigue ahí, para cuando quiera. Para él y para usted, si algún día le apetece. Eileen parpadeó despacio. No sonrió, pero su voz perdió una parte del filo. —Tampoco estoy acostumbrada a que me inviten… sin esperar algo a cambio. Rose se encogió de hombros, como si lo obvio no necesitara defensa. —No necesito nada a cambio, salvo su compañía. Eileen la observó un segundo más, probando la solidez de esa respuesta como quien tantea una pared que no se decide a cruzar. —Veremos. —Créame, una vez pruebe mi té con hojas de nuestro jardín y mis galletas caseras, entenderá mi insistencia. Eileen volvió a estudiarla, calibrando si su resistencia era un defecto o una virtud. —Su hija se parece a usted. —En lo bueno, espero —respondió Rose con una sonrisa ladeada. —En lo que no sabe cuándo dejar de insistir —dijo Eileen, con una sombra de amargura que no llegó a suavizarse. Rose rió bajo, sin ceder un ápice. —Ese es un defecto que no pienso corregirle. Un pitido largo cortó el aire. Entre el humo y el bullicio, una voz proyectó sobre la multitud: —¡Primera llamada! ¡A bordo con cuidado! El tren repentinamente abrió sus puertas, donde ya había alumnos esperando impacientes para poder subir al fin, amotinándose todo de golpe. John se movió de inmediato, abriéndose paso hasta Lily y Severus antes de que la corriente de estudiantes los arrastrara. El andén se agitaba: niños empujándose para entrar, padres tratando de estirar un minuto más la despedida. Petunia, junto a su madre, observaba todo en silencio. Sus ojos seguían cada gesto de Lily, no con admiración, sino con un rencor que había echado raíces mucho antes de esa mañana. Para ella, nada de lo que ocurriera cambiaría la vieja verdad: siempre sería la que quedaba al margen, la que no atraía las miradas que bastaban a Lily con tan solo sonreír. John se colocó detrás de los dos niños, protegiéndolos de la marea humana. Sintió, como un golpe, que el mundo mágico ya los reclamaba. No podía detenerlo, pero podía asegurarse de que subieran juntos, seguros. Petunia desvió la vista hacia Severus, y la amargura se espesó. “Ahora él también…”, pensó, apretando la mandíbula. Lily ya no solo tenía su propio brillo: lo compartía. “¿Por qué no puedo ser yo la especial?”. El resentimiento de Petunia hacia Severus crecía como una espina clavada más hondo a cada segundo. No entendía qué veía Lily en él, ni por qué lo dejaba entrar en un espacio que, hasta entonces, había sido solo suyo. Esa cercanía —las risas, las miradas, las manos rozándose— le resultaba insoportable. “¿Quién se cree?”, pensó, sintiendo cómo la injusticia le ardía en el pecho. Lily siempre había brillado sin pedir permiso; ahora, con ese chico Snape, parecía que ese brillo se doblaba, dejándola a ella en una sombra más honda. Petunia apartó la mirada con un gesto seco. John, ocupado en otra conversación, no vio cómo su hija mayor se replegaba, sintiéndose extranjera en su propia familia. Un nuevo chorro de vapor escapó del tren, más denso y caliente. John lo miró como si fuera una advertencia. El Expreso de Hogwarts le parecía un monstruo de acero y magia, listo para engullir a su hija. Se acercó a Lily con pasos medidos, justo detrás de ellos, con las maletas casi livianas en sus manos. No podía dejar que ella viera su miedo. Debía mostrarse firme, aunque supiera que el mundo mágico estaba a punto de reclamarla para siempre. —Lily —dijo John, con voz suave pero firme—, escríbenos cada semana, cuando puedas. Ella sonrió y lo abrazó con fuerza. —Lo prometo, papá. ¡Y les contaré todo! ¡De cómo me fue el viaje, las clases, y sobre los hechizos que aprenda! John inclinó un poco la cabeza, bajando la voz. —Y… ¿tu diario? La mención encendió los ojos de Lily. Su sonrisa se volvió más viva, casi infantil. Porque no hablaban de un diario cualquiera, sino de la bitácora que habían llevado juntos desde hacía años. No era un cuaderno de secretos personales, sino un cuaderno de curiosidad: páginas llenas de preguntas, hipótesis, dibujos, anotaciones de todo lo que despertara su atención. Cada fin de semana, se sentaban a revisarlo. Él buscaba respuestas, investigaban juntos, o incluso fabricaban pequeños experimentos para poner a prueba sus ideas. Hasta ahora, todo había sido sobre su mundo. Pero en Hogwarts, ese cuaderno ahora se llenaría de magia. De nombres de hechizos, efectos, ingredientes, errores y descubrimientos. Y aunque él no pudiera entenderlo del todo, sería su ventana a ese nuevo universo. —No olvides los detalles —añadió John, con una sonrisa que intentaba mantener firme—. Lo que aprendas, las pociones… todo. Ya sabes, como siempre. Lily asintió con fuerza. Para ella, el diario no era solo un cuaderno: era un puente. Un hilo que ataba su nuevo mundo al que dejaba atrás, y que mantenía vivo el lazo con su padre. John sintió un nudo en la garganta. Quiso decir más, advertirla, retenerla… pero se obligó a callar. A un lado, Petunia observaba con los brazos cruzados. El abrazo, las risas, la promesa… todo le ardía. “Siempre el centro de atención”, pensó, apretando la mandíbula. John notó su silencio. —Petunia, ven, despídete de tu hermana. El silbato del tren marcó la primera llamada. —¡Ya escucharon! ¡Primera llamada! ¡Aborden con cuidado! —gritó alguien más, con la corriente de estudiantes y maletas empezó a empujar hacia las puertas. Lily se mantuvo junto a su padre y Severus, esperando a que pasara el tumulto. Entonces giró hacia su hermana, la sonrisa encendiendo sus ojos. —Te voy a extrañar, Tuney —dijo, rodeándola con los brazos—. Te escribiré cada semana, lo prometo. Quiero contarte todo. Petunia permaneció rígida, los brazos cruzados como un escudo. —Claro… es fácil prometer cuando para ti todo es así de simple —respondió, apenas mirándola. Lily frunció el ceño. —¿Qué quieres decir? —Que siempre tienes lo que quieres sin pedirlo —dijo Petunia, la voz baja pero tensa—. Magia, amigos… y hasta este chico raro siguiéndote a todas partes. —Tuney… —empezó Lily. —¡Petunia! —intervino John, poniéndose entre ellas. Su voz buscaba ser calmada, pero había firmeza en sus ojos—. ¡No es momento para…! —¡¿No es momento para qué?! —lo interrumpió Petunia, girándose hacia él—. ¿Para decir que siempre he estado a su sombra? ¿Que nunca me ves a mí? —¡Petunia! ¡Sabes que eso no es verdad! ¡Las queremos igual a las dos! —¡Sí, claro! —soltó Petunia, con una acidez que le crispó la voz—. ¡Lily, Lily, Lily! ¡Eso es todo lo que tú y mamá saben decir desde que descubrieron que es una bruja! ¡Me tienen harta! A su alrededor, el andén seguía vibrando de vida: voces que se cruzaban, silbatos lejanos, ráfagas de vapor que empañaban el aire. Un grupo de estudiantes pasó corriendo, rozando a Severus, que no se movió de junto a Lily. John extendió la mano hacia su hija mayor, buscando bajar el tono. —Petunia, que ella tenga magia no cambia nada. —¡Cambia todo, papá! —lo cortó, clavando los ojos en Lily—. ¡Vete allá y presume lo que quieras! ¡Ahora no me necesitas! ¡Nunca me has necesitado! Y no te hagas la ofendida si no quiero abrazarte. ¡Ahora tú eres la rara! ¡Así que vete a tu escuela de raros! —¡Petunia! —la reprendió John. Lily dio un paso para acercarse, pero Petunia ladeó el cuerpo, esquivando el contacto. El humo del tren se arremolinó entre ellas, borrando los bordes de sus rostros. —Adiós, Tuney… —susurró Lily. Petunia no respondió. Mantuvo la vista en el suelo, el ceño fruncido, y luego, sin decir una palabra más, se giró y caminó hacia Rose, que seguía hablando con Eileen. Se colocó a su lado con los brazos cruzados, como si hubiera estado allí desde el principio. John la siguió con la mirada unos segundos, asegurándose de que estuviera junto a su madre, antes de volver hacia Lily y Severus. Severus siguió con su mirada a Petunia un instante. Ese tipo de discusiones le resultaban incómodas, demasiado familiares: tensión densa, miradas que no se cruzaban, frases que no cerraban. Bajó la vista, fingiendo interés en ajustar el agarre de su maleta, pero sus hombros permanecieron rígidos, listos para cualquier palabra más alta de lo necesario. John la siguió con la mirada unos segundos, asegurándose de que Petunia se colocara junto a Rose antes de volver hacia Lily y Severus. —Ve con mamá y despídete de ella, Lily, por favor —dijo, tocándole suavemente el hombro. Lily asintió, lanzándole una última mirada a Severus, como para asegurarse de que no se moviera de allí, y cruzó entre la multitud hacia Rose. John observó cómo su hija se alejaba, con la cabellera pelirroja recortándose contra el humo blanco, antes de girarse por completo hacia el muchacho. Durante un instante, se hizo un pequeño silencio entre ambos; el bullicio del andén se sentía amortiguado, como si los sonidos quedaran al otro lado de un muro invisible. —Tú eres Severus, ¿verdad? —preguntó de repente John, aunque ya conocía la respuesta. Severus no apartó la mirada, aunque su cuerpo parecía más tenso que antes. No estaba acostumbrado a que los adultos buscaran hablarle a solas, y menos aún el padre de Lily. —Sí, señor. —Solo unas palabras. La voz de John sonó baja pero firme, como si pidiera algo más que un simple adiós. Severus levantó la mirada; en sus ojos había cautela, y un destello de irritación. Sabía que aquello no era un gesto de cortesía. John no lo veía como alguien que perteneciera a su mundo. La forma en que lo observaba era la de un padre evaluando a quien se acercaba demasiado a su hija, midiendo si valía la pena confiar en él. —Escucha bien, Severus —dijo John, bajando un poco el tono, como si las palabras fueran solo para él—. Lily es mi hija. La he visto crecer, y no hay nada más importante para mí que su bienestar. Este mundo al que va… es un misterio para todos en nuestra familia. Y no podemos acompañarla a donde sea que vaya… No puedo acompañarla a donde sea que vaya —puntualizó, serio—. No sé qué personas encontrará, qué peligros habrá… y eso me preocupa más de lo que imaginas. Severus mantuvo la mirada, en silencio. —Ella es buena —continuó John—. Una niña increíblemente dulce. Pero eso no es garantía de que algo evite tratar de lastimarla. Y yo… no podré estar cuando me necesite. Hizo una breve pausa y dio un paso más cerca. —Prométeme que cuidarás de ella. Prométeme que no la dejarás sola. Ella confía mucho en ti. Así que, Severus… Quédate a su lado y vela por ella, por favor. El silencio se tensó entre ambos. Severus sostuvo la mirada de John y comprendió que no era una cortesía, sino una advertencia velada que medía su determinación hacia Lily. —Lo haré —respondió al fin, con voz grave pero firme. John asintió, y su expresión se suavizó. —Gracias —murmuró, como si dejara escapar un peso que había cargado solo. Luego, con una media sonrisa: —Y asegúrate de no perderla de vista, ¿eh? Severus inclinó la cabeza, sin añadir nada; la petición de John solo reafirmaba lo que él ya sabía que haría. Un silbato agudo cortó el aire. —¡Segunda llamada! ¡Pasajeros al Expreso de Hogwarts! —gritó una voz sobre el murmullo del andén—. ¡Segunda llamada! John se quedó junto a Severus, ambos mirando hacia el punto donde Rose, Petunia, y Eileen conversaban. Las mujeres habían dejado de hablar, y Lily, con el cabello revuelto por el viento, echó a correr hacia ellos, esquivando un par de baúles y mochilas que cruzaban por el suelo. Eileen, que se adelantaba a paso sereno, detuvo la mirada en su hijo. No dijo mucho—no hacía falta. Sus ojos, firmes y oscuros, hablaron por ella: un recordatorio de lo que ya le había dicho antes de cruzar el andén, una advertencia sin palabras que Severus entendió sin esfuerzo. Él asintió apenas, una inclinación mínima, reconociendo la gravedad que compartían. Y entonces, el equilibrio se rompió. —¡Déjame en paz! ¡Que no haré lo que tú quieras! —la voz, cargada de rabia juvenil, estalló desde algún punto más allá del vapor. Varias cabezas se giraron de inmediato, incluyendo las de las familias Snape y Evans. Entre el humo del tren y el ir y venir de estudiantes, una escena empezó a abrirse paso: una mujer de porte altivo, vestida con una elegancia severa, se plantaba frente a un chico de cabello negro que la enfrentaba como si de ello dependiera su vida. —No me avergüences, Sirius —dijo Walburga Black, sin alzar la voz, pero con cada sílaba afilada como una daga—. ¡Serás de Slytherin! ¡Me arriesgaré a todo para asegurarte que seas de Slytherin, incluso si tengo que mover cielo y tierra! ¡Tengo ojos allá, y mañana mismo recibiré una carta de tu decisión y más te vale que todo esté en orden, o te arrepentirás! Sirius sintió cómo el calor le subía a la cara. Slytherin. Otra vez. Siempre. El molde que ella quería, el que toda la familia esperaba. La cadena invisible que le apretaba el cuello desde que tenía memoria. —Pues será una lástima —replicó, dejando que la sonrisa amarga se le marcara en la boca—, ¡porque solo muerto estaré en esa maldita casa! La mirada de Walburga Black le atravesó como una punzada gélida. Fría, despectiva, como si ya supiera que sus palabras no podían penetrar en Sirius. Pero esa expresión de superioridad no era solo una advertencia vacía. Era una amenaza real, algo que él ya conocía de memoria, pero que ahora le quemaba en las entrañas. No había emociones en sus ojos, solo la firmeza de una mujer que solo se quebraba por un acto de desobediencia total. —¡No me hagas perder el tiempo, Sirius! Slytherin. Es todo lo que te pido. No hay espacio para tus ideas idiotas de libertad. Regulus, hasta entonces inmóvil a un lado, giró la cabeza hacia él. Sus ojos, tranquilos en apariencia, llevaban detrás el juicio helado de quien mide cada palabra del otro para encontrar su debilidad. —Sirius, basta —dijo con voz baja—. Sabes cómo va esto. Ella solo pide que sigamos nuestras tradiciones… Walburga ni lo miró. —¡Cállate, Regulus! ¡No necesito tus tonterías ahora mismo! ¡No es a ti a quien tengo que enseñarle disciplina! La mandíbula de Sirius se tensó. El desprecio hacia su madre ya era suficiente, pero el silencio obediente de Regulus… eso lo quemaba igual. —Míralo —escupió, señalándolo—. El hijo perfecto. ¡Calla y asiente, Regulus! ¡Como siempre! ¡Deja que te digan quién eres! Regulus no contestó. Su quietud era, como siempre, una respuesta en sí misma. —Eres un despojo, Sirius —sentenció Walburga, sin subir un ápice la voz—. Continúa con esa tontería de no ir a Slytherin y ya no tendrás el derecho de llamarte Black. Esa frase le atravesó como un cuchillo. Pero en vez de retroceder, Sirius dio un paso adelante, tan cerca que la sombra de ambos se mezcló. —¡Entonces grítalo más fuerte, madre! —rugió con un brillo salvaje en los ojos—. ¡A ver si así lo escuchan en todo el andén! La mirada de Walburga no se quebró. Solo se endureció, como piedra bajo hielo. —Soy tu madre, pero ya no tengo paciencia para tus caprichos. —¿Sabes qué, madre? —dijo, su tono mordaz cortando el aire—. Capaz no solo no vaya a Slytherin… ¿Y qué tal si termino en Gryffindor? —¡No te atrevas! —¡Talvez termine ahí solo para que bailes sobre mi tumba después! Walburga hizo un movimiento brusco hacia él, como si quisiera abofetearlo, pero algo en la mirada de Sirius la detuvo: no había miedo, solo un desafío puro y feroz. A su alrededor, el bullicio del andén se había apagado. Padres, estudiantes y maleteros detenían su paso; un murmullo inquieto crecía entre el vapor y el silbido lejano del tren. El humo se arremolinaba entre los tres Black, como si la estación misma contuviera la respiración. Un pitido agudo y prolongado rompió el momento, pero no la tensión. Eileen observaba, como siempre, desde un rincón alejado, las interacciones entre la familia Evans y el bullicio que las envolvía. Su mirada, aparentemente vacía, recorría el andén, pero su mente iba por otro camino. No le costó identificar a la mujer que, más allá del vapor, se erguía como si cada centímetro de su postura fuese un recordatorio de autoridad. Walburga Black. Habían coincidido en Hogwarts, sin llegar jamás a compartir más que las necesarias cortesías, pero Eileen conocía la precisión de sus gestos, la forma en que podía cortar el aire sin levantar la voz. Frente a ella, un muchacho de cabello oscuro discutía con una intensidad que desbordaba cualquier intento de contención. No sabía su nombre, pero el parecido era imposible de ignorar: en la inclinación del rostro, en la forma de sostener la mirada, había ecos de Walburga. A un lado, otro chico, más joven, permanecía erguido, callado, como si todo aquello fuese parte de una coreografía que ya conocía de memoria. No necesitaba conocerlos para reconocer la dinámica: el peso de una voluntad que exige y la respuesta —sumisa o combativa— que se ajusta o se rompe bajo ella. Eileen observaba el bullicio del andén, pero algo en el aire la mantenía aparte, como si todo ocurriera detrás de un cristal empañado. Las voces se mezclaban en una maraña que no lograba llegar hasta ella. Su mirada vagaba entre maletas, abrazos y uniformes, sin detenerse en nada, mientras los recuerdos iban y venían sin aviso. De repente, sus ojos se posaron en los gemelos Prince, al fondo, en una parte del andén. Los reconoció al instante, imposible no hacerlo. Uno de ellos, con una sonrisa sutilmente maliciosa, observaba el espectáculo de los Black con un aire de quien disfruta viendo el mundo arder. El otro, tan inmóvil como distante, mantenía una postura que parecía indicar pura indiferencia, como si todo a su alrededor no fuera más que un teatro ajeno. Y entonces, sin transición, lo sintió antes de verlo: esa presión helada, ese peso en la nuca. Alzó la vista. Conway. Ya la estaba mirando. Era el hombre con el traje muggle que acompañaba a los gemelos. Conway no era un extraño. Era el hombre que su propio hermano mayor, Alaric, había contratado para destrozarle la vida. El ejecutor silencioso que, años atrás, había convertido cada uno de sus secretos en pruebas, cada mentira en un expediente ordenado. La siguió sin descanso, cruzando fronteras y calles, hasta encontrar lo que ella había enterrado con desesperación: su matrimonio secreto con un muggle y el hijo que había intentado mantener lejos del alcance de los Prince. Conway había llevado todo eso a la mesa de la familia con la frialdad de un cirujano que opera sin anestesia. No hubo insultos ni juicios, solo esa mirada glacial —la misma que ahora la encontraba en medio del andén—, fija, calculadora, como si quisiera recordarle que, si se lo pidieran, volvería a abrir la herida hasta dejarla sangrar. La sangre de Eileen se heló, y un sudor frío le recorrió la espalda. Durante un instante, el bullicio del andén se borró. No veía maletas ni escuchaba despedidas. Solo podía oír el golpe seco de su propio corazón, mientras la mirada de Conway atravesaba todo su ser. Sintió una presión invisible en el pecho, como si una mano pesada la estuviera oprimiendo. Intentó apartar la vista, pero fue imposible. Los recuerdos de aquella época —las mentiras, la doble vida, el miedo constante— se agolparon con violencia. Conway la había encontrado otra vez, y ahora la observaba como un cazador mira a su presa. Fue en ese momento cuando la voz de John Evans la alcanzó, rompiendo la tensión como un ancla que cae de golpe en aguas agitadas. —¿Puedo llamarte Eileen yo también, verdad? ¿Le gustaría acompañarnos a tomar una taza de té? Hay un lugar cercano que conocemos bien. Aprovechemos la oportunidad… hace años que no venimos a Londres y yo… bueno, tengo algunas preguntas sobre todo esto. Acerca de la magia, quiero decir. La voz de John le cayó encima como un ruido súbito en mitad de un silencio frágil. Eileen parpadeó, como si hubiera tardado un segundo en recordar dónde estaba. Seguía mirando en dirección a Conway, aunque ya no lo veía; lo que veía era el pasado abierto en canal, los expedientes, el juicio silencioso de su hermano mayor y el rostro impasible de aquel hombre que había sido el brazo ejecutor. Ahora, la invitación de John se sentía casi obscena. ¿Té? ¿Charlar? Su estómago se encogió; la idea de sentarse en una mesa, de dejar que le hicieran preguntas, era como ofrecer la yugular después de años escondiendo el cuello. —Venga, por favor. Será solo una charla. Y, además, necesitamos saber más sobre Jooguwars y todo lo que ustedes manejan. No podemos dejar pasar esta oportunidad de conocer un poco más del mundo de Lily —insistió John, sin ver la tensión que le recorría los hombros. Eileen no respondió. Ni un gesto. Tenía el cuerpo atrapado entre dos tensiones opuestas: el calor afable de los Evans tirando de ella hacia una cercanía que no quería, y la presencia gélida de Conway recordándole que, cuando alguien quería saber quién eras de verdad, no pedía permiso. Entonces, como si quisiera borrar la existencia de ese instante, Conway apartó la mirada de ella para posarla en los gemelos. Sus labios apenas se movían, pero la autoridad era absoluta. —Si no camináis ahora, no dudaré en tiraros a las ruedas de este puñetero tren de mierda. ¿Me habéis oído? —dijo Conway con esa voz baja que pesaba más que un grito. Eso bastó para que los gemelos se movieran en dirección al tren y subieran sin mirar atrás. La frialdad de esas palabras hizo que un escalofrío le recorriera la espalda a Eileen. ¿Por qué él seguía allí? ¿Por qué, después de tantos años, tenía que ser precisamente él quien volviera a invadir su espacio? La sensación de estar observada, de estar acorralada, la incomodaba más de lo que quería admitir. Tras unos segundos de vacilación, Eileen dejó escapar un suspiro breve, casi inaudible y, como si la respuesta hubiera escapado antes de que su mente pudiera detenerla, murmuró con voz grave y tensa: —No sé si sea una buena idea. —¡Solo una taza! ¡Nosotros invitamos! —preguntó John con esa voz amable, pero firme—. El café al que iremos es un sitio muy bueno, ¡se lo garantizo! Eileen lo miró como si hubiera escuchado una propuesta totalmente fuera de lugar. —No creo que sea buena idea —respondió al instante, su tono seco, casi cortante—. No tengo tiempo para eso. —Oh, vamos, Eileen —intervino Rose, inclinándose hacia ella con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora—. No es nada formal. Solo un rato para charlar. John se muere de curiosidad por entender un poco más, y yo… bueno, me encantaría escuchar historias de primera mano. —No tengo historias que contar —cortó Eileen, apartando la vista hacia el andén. Sus manos se tensaron alrededor del bolso—. Y aunque las tuviera, no sé si serían del interés de nadie. —Claro que sí —dijo Rose, como si no hubiera oído la negativa—. Todo lo que usted da por cotidiano, para nosotros es fascinante. —No son historias agradables. —¡Cualquier cosa es buena, somos buenos oyentes! —insistió el esposo. Eileen chasqueó la lengua, molesta. —No soy una guía turística. John sonrió, pero no se movió un centímetro. —No le pedimos un recorrido, solo una conversación. Nada más. Un té y ya está. Rose asintió, reforzando las palabras de su marido. —Además, sería lindo que nos contara cómo funcionan algunas cosas. Siempre hemos querido entenderlo mejor. Eileen sintió que la conversación se cerraba como un cerco a su alrededor. No era agresivo… pero tampoco le dejaban una vía de escape. Detrás de ellos, la figura de Conway seguía grabada en su mente como una amenaza silenciosa. El corazón le latía con fuerza; quería marcharse, cortar en seco, pero la insistencia educada de los Evans se le clavaba como un anzuelo. Y luego estaba su marido. Cerró los ojos un instante. No quería pensar en él. Tenía permiso para ausentarse un par de días, precisamente para venir a Londres, y no estaba dispuesta a que esa sombra se colara en ese momento. —No es un buen momento… —repitió, esta vez más bajo, sin soltar la presa de su negativa. —Precisamente por eso —dijo John con calma—. Un té puede ser el mejor momento para hacer una pausa. Rose ladeó la cabeza con una sonrisa persistente. —Solo un rato. Nada más. Eileen apretó los labios. Decir que no otra vez sería como declararse derrotada frente a su insistencia, y esa idea la irritaba tanto como la invitación en sí. Sin embargo, las palabras se escaparon, arrastradas por un hilo de resignación: —… Está bien. Los observó con los ojos entrecerrados. —Pero solo una taza. La respuesta salió en un susurro, como una cortesía obligada. Se sintió vacía, aunque sabía que no podía seguir esquivando a los Evans para siempre. No era un acercamiento genuino: era un paso mínimo, una concesión calculada para seguir adelante sin abrir demasiado la puerta. La reacción de John fue inmediata, como si se hubiera quitado un peso de encima. Su rostro se iluminó y su entusiasmo se desbordó al instante. —¡Excelente! —exclamó, sacando de su bolsillo una libreta arrugada—. ¡Bien, porque he anotado muchas preguntas desde entonces! Rose soltó una risa suave, aliviada, como si hubiera logrado algo importante. Eileen sabía que aún quedaba un abismo entre ellas. A unos metros, Petunia fingía desinterés mirando hacia otro lado, pero Eileen captó de reojo ese brillo incómodo en sus ojos: estaba escuchando cada palabra. Lily, por su parte, no pudo evitar que se le encendiera el rostro. Ver a sus padres convencer a Eileen le parecía casi un milagro doméstico. La idea de que, mientras ella estuviera en Hogwarts, sus familias pudieran conocerse más le producía un calor extraño, agradable. Luego les pediría en una carta que le contaran cómo les fue en ese café. Severus, en cambio, permanecía inmóvil. Su expresión era neutra, pero la mirada no. Había en ella un brillo de sorpresa contenida, quizá desconfianza. Escudriñaba cada gesto de su madre como si intentara descifrar qué había detrás de ese repentino sí. Si hacía memoria… no recordaba que aceptara ir a ningún sitio con nadie. Nunca. El silbato del tren estalló en el aire, cortando el momento como una hoja afilada. —¡Tercera llamada! ¡Tercera llamada! ¡El tren cerrará sus puertas! La fila comenzó a avanzar. Lily y Severus se giraron para despedirse de sus padres, levantando la mano casi al mismo tiempo, en un gesto breve pero cargado de todo lo que no podían decir. Lily echó una última mirada al tren, buscando en su humo blanco alguna señal de calma entre el caos del andén. El vapor se alzaba del Expreso de Hogwarts como una promesa hirviente. La emoción seguía viva en sus ojos, pero junto a ella crecía una punzada de incertidumbre. Todo estaba a punto de volverse real. —Es ahora, Sev —murmuró con una sonrisa radiante, como si acabara de aceptar que el futuro no era una promesa distante, sino algo que la arrastraba sin freno. Severus apenas asintió. Su rostro permanecía sereno, pero en sus ojos se dibujaba una sombra difícil de nombrar. Subieron al tren con pasos seguros, aunque pesados. El vapor y el bullicio del andén se cerraban tras ellos como un telón, y la entrada al vagón se sintió como cruzar un umbral del que ya no habría regreso. _________________________________________________ NOTA DEL AUTOR Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. Puedes encontrar versiones ilustradas, videos y contenido extra de este mismo fanfiction en mis redes sociales. MuninnMasbath [ Wattpad | Fanfiction.net | AO3 | TikTok | Instagram | Reddit | DeviantArt ]
3 Me gusta 2 Comentarios 0 Para la colección Descargar
Comentarios (0)