ID de la obra: 967

THE PRINCE'S TALES

Mezcla
NC-21
En progreso
3
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planificada Maxi, escritos 207 páginas, 73.954 palabras, 10 capítulos
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CAPÍTULO 3. EL EXPRESSO DE HOGWARTS

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Miércoles 1 de septiembre - 1971

El humo del Expreso de Hogwarts no se alzaba ya en el cielo: se había tragado el andén entero. El tren vibraba bajo los pies como un corazón de hierro a punto de latir con fuerza, y la multitud bullía entre órdenes, risas y gritos de despedida.  Una bruja corpulenta con chaleco verde iba cerrando y sellando las puertas con chasquidos de varita; después se inclinó hacia un grupo de prefectos cercanos y les habló en voz baja: —Cinco minutos para la marcha —les indicó con voz firme.  Los prefectos asintieron y empezaron a apurar a los alumnos para que tomaran asiento, levantando la voz entre el estruendo. —¡El tren partirá en cinco minutos! ¡Toda maleta fuera de su compartimento será confiscada por seguridad! —gritaba un prefecto de Ravenclaw, irritado mientras intentaba hacerse oír sobre el estruendo. Un grupo de alumnos de tercero se reía a carcajadas en el pasillo, intentando meter un baúl que claramente no cabía. Más allá, dos muchachos pelirrojos —que ya habían conquistado un compartimiento— agitaban unas ranas de chocolate y les abrían las cajas en las caras a los alumnos de primero que pasaban delante de ellos, provocando chillidos de primerizos. —¡PREWETT! —bramó un prefecto de Slytherin, abriéndose paso con expresión de verdugo—. ¡Otra vez con sus idioteces! ¡Les advierto que la próxima vez limpiarán baños hasta Navidad! —Tranquilo, Lestriste, solo entrenamos a nuestras ranas para la carrera anual —respondió uno, con solemnidad fingida. —Sí, Lestriste, la seguridad del tren depende de ello —añadió el otro, aguantando la risa. El prefecto se tensó, con el ceño crispado.  —¡LES-TRADE! —escupió, marcando cada palabra—. ¡No volveré a tolerar que me falten el respeto! La próxima broma con mi apellido y les haré pasar todas las noches en la sala de trofeos quitando óxido con un cepillo de dientes. ¿Está claro? —Clarísimo, Lestrade —canturreó Gideon, dibujando una exagerada reverencia. —Imposible confundirlo con “Lestriste” ahora —añadió Fabian, con inocencia fingida. El prefecto resopló, aún más crispado, pero al escuchar un alboroto en otro pasillo —un gato que había saltado a la jaula de una lechuza, provocando chillidos y aleteos— apretó el paso y se dirigió allá, dejando a los gemelos con sonrisas triunfales. Una joven bruja pelirroja se abrió paso con gesto hacia ellos, cargando una maleta enorme. En ese instante, una rana de chocolate salió disparada de una caja que uno de los gemelos agitaba y fue directa hacia la cara de Severus. Él se agachó instintivamente, y el dulce rebotó contra la frente de la bruja, que soltó un gritito indignado. Lily, curiosa, se detuvo un momento a mirar la escena entre divertida y sorprendida, mientras Severus fruncía el ceño queriendo seguir adelante.  —¡Gideon! ¡Fabian! —exclamó enojada, arrancándose la rana de la cara—. ¡Por favor, no molesten! Los gemelos rieron al unísono, fingiendo un saludo militar. Luego se inclinaron hacia su hermana menor, guiñándole un ojo mientras le ayudaban a empujar su maleta y levantar el baúl hasta el compartimento con ellos. —Anda, Molly, déjanos a nosotros —dijo Gideon, acomodando la carga con exagerada galantería. —Sí, hermanita, no vaya a ser que te rompas una uña —añadió Fabian, entre carcajadas. Molly resopló, colorada, aunque no pudo ocultar una sonrisa agradecida. Detrás de ella apareció otro pelirrojo, alto y desgarbado, con aire distraído y una llave inglesa saliéndole del bolsillo, observándolos algo reservado. Los gemelos lo miraron con una sonrisa. —¿Quieres que te echemos una mano con ese armatoste, Arthur? —preguntó Gideon, señalando el baúl medio desarmado. Arthur levantó la cabeza, con un destornillador en la mano, y respondió con calidez distraída: —No, gracias. Puedo solo. Ustedes ayuden a su hermana. —¡Siempre tan independiente! —se burló Fabian con afecto. Lily observaba con atención, divertida, mientras Severus tiraba de su mano con brusquedad, impaciente por abrirse paso. Había aun tantos alumnos que era difícil dar siquiera tres pasos sin que algo les detuviera, Un muchacho de séptimo con insignia de prefecto mayor discutía con dos chicas de Hufflepuff que intentaban subir una jaula con una lechuza enorme, que no dejaba de batir las alas y golpear a cualquiera que pasaba cerca. El bullicio era tanto que el pitido de advertencia del tren apenas logró imponerse sobre las voces. Severus Snape avanzaba por ese caos con los hombros rígidos, hundido en su túnica demasiado grande. Ya había intentado un compartimento vacío en apariencia, pero lo ocupaban mayores que lo sacaron de inmediato con una mirada burlona. Luego otro, donde maletas y risas les cerraron el paso sin remedio. Dos intentos fallidos, y la frustración le hervía. Su mano apretaba con fuerza la de Lily, que en cambio se movía ligera, con los ojos brillando de emoción, mirando todo como si ya hubiera llegado a otro mundo, incluso cuando cambiaban ya hacia un tercer vagón en busca de sitio. —¡Mira, Sev! —dijo ella, tirando de él hacia la izquierda, donde una puerta se abría. Dentro, un grupo de chicos de quinto año lanzaba chispas de colores que rebotaban contra el techo. Severus se interpuso de inmediato, cerrando la puerta con brusquedad. —No —dijo con tono seco. Lily rió, como si incluso el rechazo fuera parte de la aventura. —¡Pero tenían sitio! —Tenían varitas apuntando en todas direcciones —gruñó él, jalándola por la muñeca y arrastrándola más adentro del tren. El pasillo vibraba bajo sus pies. Un prefecto de Gryffindor pasó a toda prisa, abriéndose paso entre los alumnos: —¡Busquen compartimento! ¡En marcha, vamos, vamos! El segundo vagón estaba peor: dos gatos bufaban dentro de una jaula mientras un alumno trataba de separarlos con su varita. Lily se inclinó divertida, fascinada por el alboroto. Severus la apartó con un tirón seco. —Ni se te ocurra. —¡Eran solo gatos! —protestó ella. —Bestias histéricas —corrigió él—. Te habrían arañado en cuanto abrías un centímetro más. El tercer compartimento era un caos de dulces flotando, gritos y maletas apiladas hasta el techo. Más adelante, otro compartimento parecía más tranquilo, pero Severus se detuvo en seco: dentro, un grupo de alumnos de Slytherins conversaban en voz baja, sus túnicas impecables y sus escudos de la casa verde brillando bajo la luz. No dijeron palabra al verlo, pero la forma en que sus ojos se clavaron en él bastó. Miradas largas, medidas, como quien reconoce y descarta en un mismo gesto. Severus le apretó la mano a Lily y jaló de ella hacia otro lado, con brusquedad. —No aquí —murmuró, sin dar explicaciones. Lily apenas alcanzó a asomarse, intrigada, pero él ya la llevaba más allá, sin permitirle detenerse. El siguiente y cuarto vagón tenía los compartimientos con un caos de dulces flotando, gritos y maletas apiladas hasta el techo. Lily asomó la cabeza con entusiasmo. Severus negó con la cabeza, siguiendo avanzando. —Demasiado ruido. Demasiada gente. No es un lugar para ti —murmuró con dureza. Ella suspiró, pero el brillo en sus ojos no se apagó. El pasillo hervía de voces, pasos y jaulas que chillaban en todas direcciones. El aire olía a vapor caliente y a lana mojada, mezcla del humo que aún se filtraba desde la locomotora y de los abrigos empapados de los alumnos por la niebla que cubrió a todo Londres durante la mañana. El sonido metálico de las puertas corredizas se abría y cerraba de golpe, con prefectos repitiendo una y otra vez que debían apresurarse a tomar asiento. Lily tiró de la manga de Severus, con los ojos brillándole de emoción. —¡Mira, Sev, allí! —susurró, como si hubiera descubierto un tesoro. Más adelante, la puerta de un compartimiento aparecía entreabierta, la penumbra dentro parecía tranquila, sin maletas ni ruidos. Lily casi se lanzó hacia allí, arrastrándolo consigo. Severus avanzó con decisión, el corazón latiéndole con una urgencia que no quería mostrar: después de varios intentos fallidos, ese lugar vacío era la primera victoria del día. Severus extendió la mano hacia el marco, decidido a reclamarlo. Entonces ocurrió. ¡PAF! Una maleta irrumpió primero, golpeándole en el costado. El aire se le escapó del pecho en un gruñido apagado. Antes de que pudiera reaccionar, un niño de pelo azabache oscuro, completamente revuelto, gafas redondas resbalándole por la nariz y una sonrisa que ardía como una chispa eléctrica, apareció en el marco con los brazos abiertos como si hubiera ganado una carrera invisible. —¡Gané! —exclamó, con un brillo de triunfo infantil en la voz. La maleta reposaba ya en el asiento junto a la ventana, marcando territorio como si fuera una bandera. El bullicio del pasillo pareció bajar un tono ante la seguridad descarada de aquel desconocido. James Potter respiraba agitado, como si hubiera corrido desde el otro extremo del vagón solo para llegar primero. Tenía las mejillas encendidas, el pelo aún más revuelto por el movimiento, y esa expresión de quien estaba convencido de que el mundo era un campo de juego hecho a su medida. —Regla simple: el que pone primero la maleta, gana el sitio. Y adivinen qué —dijo, señalando su baúl con el pulgar y ladeando la sonrisa—. Ese soy yo. Severus lo fulminó con la mirada, sintiendo el costado arderle todavía por el golpe. No era solo la interrupción, era la forma en que lo había dejado atrás como si ni siquiera existiera. Y, peor aún, la insolencia con que aquel niño volteó un instante hacia Lily, como si la invitara a compartir la broma con él. El estómago de Severus se contrajo. Un calor envenenado se le subió al rostro. Lily, en cambio, se quedó a medio paso, con la sonrisa aún prendida en la boca. Dudaba. No era que no viera la desfachatez: era que aquel chico transmitía la clase de energía que desarmaba por completo la tensión. Como si estuviera invitándolos, de verdad, a unirse a la diversión. James se encogió de hombros, relajado, y añadió con desenfado: —Pero no sean aguafiestas. El compartimiento es grande. ¡Vamos! Sobra espacio para los tres. Aunque... aviso, yo me quedo con la ventana. Me la gané. El descaro era absoluto, pero no sonaba cruel. Sonaba a alguien acostumbrado a ganar jugando. Lily parpadeó, miró a Severus de reojo, esperando que él tomara la decisión. La mandíbula de Severus se tensó hasta dolerle. El eco de la maleta golpeándole en el costado se mezclaba con esa sonrisa insolente que, en su mente, ya era una burla. No vio juego, ni inocencia: vio provocación. Y la voz ácida se le escapó antes de poder detenerla. —Imbécil —escupió, bajo, con veneno. James arqueó las cejas, divertido, como si acabaran de darle el pase de entrada al partido que tanto le gustaba jugar. —¿Imbécil, yo? —repitió, señalándose el pecho con una mano y riendo—. ¡Tendrás que ser más original que eso, amigo! Especialmente viniendo de alguien con una nariz como la tuya. Con esa sí que puedes olfatear la presencia de algún compartimiento vacío antes que nadie, ¿eh? Lily ahogó una exclamación, llevándose una mano a los labios, dividida entre el asombro y la indignación. Severus sintió el fuego subirle hasta los ojos. El pasillo vibraba con risas lejanas y golpes de puertas, pero en ese instante parecía que solo existían ellos tres. Severus se encogió apenas hacia adelante, como un felino a punto de atacar, con los ojos oscuros fijos en el niño de gafas. Fue entonces cuando el niño de lentes salió al pasillo cortándoles un poco el paso, ya que se recargó contra el vidrio del compartimiento cruzado de brazos y les señaló con la cabeza la puerta abierta. —Ya está, ya está~ Solo fue una broma, perdón —dijo como si nada, bajándole intensidad al asunto mientras les sonreía totalmente encantador—. Es solo que vi todo ocupado y me dije que, si iba yo a entrar a algún lugar, sería el primero en entrar a este, sin gentes ocupándolo antes… ¡Algo así como una pequeña mini competencia para mí mismo! ¡Y ya! Perdón por golpearte con mi maleta el costado ¡Eso no fue intensional, lo juro! —levantó diligentemente un dedo—. Solo me emocioné un poco y corrí un poquito de más. Así que… bueno, ya pueden poner sus cosas adentro, ¿vale? ¿Todo arreglado?~ —Apártate, cuatro ojos —escupió, con un gruñido bajo que pretendía ser cuchillo. James alzó las cejas, divertido, como si acabara de recibir un premio en vez de un insulto. Señaló sus lentes con un dedo y soltó una carcajada. —¿Cuatro ojos? —repitió divertido, como saboreando el apodo—. ¡Perfecto! De verdad, nunca entendí por qué es un insulto. A mí me encanta. Me hace parecer más listo~ Lily se inclinó hacia Severus, apretando su brazo y susurrando con apuro: —Sev, da igual… hay más sitios, ¿sí? —buscaba limar la tensión, su voz apenas audible entre el barullo del tren. Pero James fue más rápido en ocupar el silencio, ladeando la cabeza con descaro. —Vamos, no se lo tomen tan en serio. Hay sitio de sobra, pasen si quieren. Dos o tres insultos más y nos reímos todos —se llevó la mano al corazón con un falso dramatismo—. Prometo no reclamar nada, salvo la ventana. La sonrisa era ligera, casi amigable. Pero en la mente de Severus no era un puente: era un escarnio. El mismo gesto que a Lily le resultaba desenfadado, él lo sentía como burla directa. El aire chisporroteó en ese desencuentro invisible: donde uno ofrecía juego, el otro veía humillación. Lily abrió la boca para decir algo, pero Severus ya se había adelantado. —No vamos a perder más tiempo con payasos —escupió, la voz baja pero cargada como un latigazo. James soltó una risa incrédula, echando la cabeza hacia atrás. —¡Vaya! No todos los días me llevo dos insultos por el precio de uno. Empiezo bien el curso —y, con un ademán amplio hacia el interior del compartimiento, añadió—: Cuando se aburran de buscar, ya saben dónde encontrar sitio. No hubo respuesta. Severus no dijo más. Con un gesto seco, tomó la maleta de Lily y la suya propia, y avanzó por el pasillo con los hombros tensos, sin mirarla siquiera. Su paso tenía la rigidez de un soldado que se retira de una batalla perdida, pero con la dignidad intacta. Lily lo siguió, recogiendo a medias el faldón de la túnica para no tropezar. Dudaba, con los labios apretados, atrapada entre el brillo provocador que habían dejado atrás y la espalda rígida que se alejaba delante de ella. El bullicio del tren los envolvió de nuevo: risas lejanas, portazos, el silbido del vapor que se filtraba por las ventanas. Apenas habían dado unos pasos cuando, de golpe— ¡BANG! La puerta del compartimiento detrás de ellos se abrió con violencia. Un chico salió disparado contra la pared del pasillo, estampándose con un golpe sordo. Antes de que pudiera reaccionar, otro alumno, más ancho de hombros y con el rostro encendido, se lanzó sobre él, tirándolo de la túnica y hundiéndole el hombro en el pecho. —¡VUÉLVELO A DECIR SI TIENES VALOR! —rugió el más fuerte, casi a gritos. El otro alumno quedó jadeando por el impacto. Sus ojos, oscuros y brillantes, chispeaban con malicia. Se arqueó hacia él con media sonrisa venenosa. —¿Qué? ¿Acaso te duele que recuerde lo mucho que lloras por tu madre, Black? —¡CIERRA LA BOCA! —Sirius lo estampó otra vez contra el muro, con los dientes apretados. El pasillo se agitó de inmediato. Varias cabezas se asomaron desde los compartimientos cercanos, risas y exclamaciones llenando el aire cargado de vapor. James palmeó el vidrio de su compartimiento como si fuera un tambor, muerto de risa, voceando con entusiasmo infantil: —¡PELEA, PELEA, PELEA! —animando el desastre como si fuera un circo privado. Lily retrocedió un paso, con los ojos abiertos como platos, llevándose una mano al pecho. Severus, en cambio, bufó con un desprecio helado, tirando con brusquedad de su brazo. —Animales de granja —masculló—. Vámonos antes de que empiecen a arrancarse la garganta. Se internaron en el pasillo, dejando atrás el rugido, los insultos y el estruendo de túnicas negras rodando por el suelo. El tren siguió avanzando, pero Sirius apenas lo oía. Tenía los nudillos ardiendo y el pecho encendido, no solo por la pelea, sino por aquella frase que todavía le taladraba la memoria. “A veces, cuando meto la nariz en tu cabeza, me recuerdas a un perro bravo con correa…” La voz de Crowley Prince aún estaba ahí, serpenteando en su oído. Y de golpe la escena del pasillo se desdoblaba hacia atrás, arrastrándolo a los minutos anteriores, que explicaba todo lo que pasó en ese compartimiento del tren. El pasillo hervía de ruido, risas, portazos y vapor. Y en medio de todo, la figura de Sirius Black avanzaba como un toro suelto en una calle angosta. No caminaba: arremetía. Su espalda recta, los hombros tensos, cada paso un golpe seco que hacía vibrar las tablas del vagón. A su paso, los cuerpos se abrían de mala gana o quedaban apartados por un empujón brusco, como si él fuera incapaz de detenerse, incapaz de ceder un solo centímetro. No había pausas, no había miradas de disculpa. Solo la inercia furiosa de alguien que quería perderse en cualquier parte donde no existiera nadie. A diferencia de otros —los torpes, los que dudaban en cada paso—, Sirius atravesaba el pasillo sin un segundo de vacilación. No era un muchacho buscando asiento: era un animal herido buscando rincón. La rabia lo empujaba hacia adelante, directo, hasta que el bullicio de los primeros vagones empezó a diluirse. Cuando alcanzó el cuarto vagón, más silencioso, se detuvo en seco. Ni pensó. Abrió la primera puerta al azar, con un azote que rebotó en el marco metálico. Lanzó su baúl hacia dentro, el golpe resonando en la madera del compartimiento. Lo pateó debajo del asiento con una violencia que sonó hueca. Luego se dejó caer en el banco como si se derrumbara, la respiración entrecortada. Otra patada estalló contra la base del asiento, seca, brutal. El vidrio de la ventana vibró. Sirius se pasó la mano por la cara, hundiendo los dedos en su propio cabello, como si quisiera arrancarse algo que lo quemaba por dentro. La mandíbula le dolía de tanto apretarla. Los nudillos, tensos, parecían pedir pelea incluso contra el aire. Pero lo peor no estaba en el cuerpo: estaba en las manos. Le temblaban los dedos. Apenas, pero lo suficiente para que él mismo lo notara. Ese temblor lo enfureció más. El reflejo en el cristal de la ventana lo miró de vuelta: pálido, los ojos oscuros y cargados de furia, el gesto crispado de quien odia admitir que algo lo quebró por dentro. Sirius cerró los ojos un instante. El temblor no cedía. Apretó los puños con tal fuerza que los nudillos le dolieron, como si así pudiera clavar la furia hacia adentro y contenerla. El dolor físico era lo único que le ofrecía un destello de calma, una furia dirigida contra sí mismo, inútil pero efectiva. Respiró hondo, las costillas rígidas, sintiendo cómo el pecho subía y bajaba como un fuelle maltratado. El silencio del compartimiento apenas duró unos segundos. Un leve clic interrumpió su encierro: la manija girando despacio, demasiado despacio, como si alguien jugara con la tensión. La puerta se abrió sin estruendo, suave, deslizándose como una neblina. En el marco apareció Crowley Prince. Recostado contra el borde, con las manos en los bolsillos, la túnica caída con elegancia estudiada, sonreía como un zorro satisfecho que acababa de encontrar el gallinero. —Cómo me encanta ver la relación que tienes con tu madre, Black… —dijo en voz baja, casi gozando de cada palabra—. Siempre lo encuentro divertido. ¡Todo un espectáculo! El veneno iba acompañado de esa sonrisa que no buscaba chocar: buscaba hundir. Crowley ladeó la cabeza, como si degustara el aire cargado que Sirius había dejado tras de sí. —Y lo curioso —añadió, con calma serpenteante—, es que uno pensaría que después de tanto tiempo, desde que éramos unos críos de seis años, uno se cansaría de ver esos gritos… pero no. Cada escena tuya sigue siendo igual de deliciosa. Sirius levantó la vista, lento, con los dedos clavándose en la palma para controlar el temblor. La mandíbula dura, la respiración pesada. —Ahora no, Prince —gruñó, con la voz rota entre advertencia y amenaza—. Lárgate. Crowley apenas parpadeó. Dio un paso dentro, dejando que la puerta se cerrara suavemente tras él. Su sombra se proyectó sobre la de Sirius, y sonrió con un filo más evidente. —Qué fácil siempre ha sido sacudirte, Black. Puro instinto: un paso, una chispa, y ya estabas a punto de estallar. ¿Recuerdas en Grimmauld Place, cuando bastó que dijera que tu madre tenía razón, que eras un inútil que solo ocupaba espacio, para que lanzaras el candelabro contra la pared? Casi te sangraron las manos de tanto apretar los puños. Y mírate ahora… nada ha cambiado. Crowley soltó una carcajada breve, seca, de esas que parecían arañar el aire más que alegrarlo. —Y ahora se ponen a gritar en medio del andén para que todo el mundo lo sepa también, ¿eh? —rió de nuevo, con ese deje entre diversión y crueldad que tan bien manejaba. Se dejó caer en el asiento opuesto, estirando las piernas con pereza, aunque su elección de lugar no era casual: se acomodó pegado a la ventana, junto a la puerta de salida, como quien nunca olvida dejarse un camino de escape. Sirius lo notó al instante, y la sonrisa torcida le salió sin permiso, más rabiosa que burlona. —Siempre igual. Buscando la esquina más cerca de la huida. Cobarde. Crowley ladeó la cabeza, sus ojos brillando con malicia tranquila. —Cobarde no, Black. Instinto de supervivencia. Esa es la diferencia entre tú y yo: tú embistes contra todo aunque te rompas los cuernos; yo elijo cuándo quedarme y cuándo Sirius se inclinó sobre él, tan cerca que podía oír el crujido de sus propios dientes al apretarlos. El temblor en sus manos ya no se notaba: estaba completamente dirigido contra el cuello de Crowley. —¿Sabes lo que eres? —escupió, apenas a un palmo de su cara—. Un zorro carroñero. Te metes donde hueles sangre, porque sin la miseria ajena no sabes vivir. Crowley sonrió. La sonrisa de siempre: maliciosa, burlona, pero con un filo que esta vez revelaba cierta incomodidad. —¿Algún problema con eso? Además… tú siempre me das de comer. El aire se volvió aún más denso. Sirius lo apretó contra el respaldo con un golpe seco, haciéndolo crujir. —¡No te atrevas a meterte en mi cabeza con esa asquerosa habilidad tuya! ¡Te romperé la cara, Prince! —¿Vas a callarme a golpes, Black? Qué original… igualito a tu padre. —¡No te atrevas! —rugió, como una verdadera amenaza. Crowley ladeó la cabeza, como si ignorara la amenaza. Sus ojos, oscuros, parecían divertirse en el peligro. Y por un momento, los ojos de Crowley parecían brillar mirando fijamente a Sirius, aunque solo fuese la ilusión de la iluminación que se filtrara por la ventana. —Demasiado tarde. Sirius se tensó. Podía sentirlo: esa presión sutil, incómoda, como un dedo invisible hurgando detrás de sus ojos… —Ya escuché cómo resuena —susurró Crowley, el veneno goteando con calma—: “Mami, mami, mami~” La carcajada que siguió fue corta, aguda, insoportable. Sirius explotó. Lo agarró del pecho con ambas manos y lo estampó contra el asiento con tal fuerza que la madera rechinó. Crowley intentó sacar la varita, pero Sirius la golpeó de un manotazo, haciéndola rodar al suelo. El forcejeo fue brutal, torpe y rabioso: rodaron contra la puerta, la golpearon una, dos veces… hasta que esta cedió de golpe. El compartimiento estalló hacia afuera. Ambos cuerpos cayeron al pasillo con estrépito, túnicas enredadas, rodillas y codos chocando contra el suelo. Crowley se revolvió para zafarse, Sirius volvió a hundirlo contra la pared, y el rugido atrajo de inmediato a todo aquel que pudiera mirar. Sirius apenas lo registró: ya había lanzado a Crowley al pasillo, estampándolo contra la pared con un golpe que le recorrió el hombro y los nudillos como fuego. Avanzó en un estado completamente ciego. —¡VUÉLVELO A DECIR SI TIENES VALOR! —rugió, casi desgarrándose la garganta. Crowley jadeaba por el impacto, pero no se quebraba. Lo miraba con esos ojos oscuros y brillantes que parecían gozar con cada herida. La sonrisa ladeada le devolvió el odio como si fuera un premio. —¡¿Qué?! ¡¿Acaso te duele que recuerde lo mucho que lloras por tu madre, Black?! El insulto se le clavó como hierro candente. Sirius lo agarró otra vez de la túnica y lo estampó contra el muro, sintiendo cómo le crujían los dientes de tanto apretarlos. —¡¡CIERRA LA BOCA!! El pasillo vibró de inmediato. Ecos de risas, cabezas asomándose, exclamaciones que se mezclaban con el silbido del vapor. Todo era ruido, ruido que no importaba. Solo Crowley y él, encajados en un combate que olía a sudor y rabia. El muchacho de lentes, desde algún compartimiento, empezó a aporrear el vidrio como un tambor, muerto de risa. Su voz cortó todo lo demás: —¡PELEA, PELEA, PELEA! —animaba, como si aquello fuera un espectáculo solo para él. El pasillo hervía. El vapor, las risas, los gritos del chico de gafas palmeando el vidrio… todo era un torbellino que lo empujaba a seguir golpeando, a no parar hasta arrancarle la sonrisa venenosa a Crowley del rostro. Sirius tenía la respiración en llamas, los puños tensos, la garganta seca de tanto rugir. Y entonces, el rugido que no esperaba: —¡NADA DE PELEAS! La voz tronó como un látigo. Un muchacho alto, de mandíbula dura y porte severo, avanzaba por el pasillo con la insignia de prefecto brillando en el pecho. Slytherin. Tenía la mirada encendida y el dedo en ristre, como si fuera a meterse en la pelea él mismo. —¡SIGAN CON ESE ESCÁNDALO Y LOS TIRO DEL MALDITO TREN AHORA MISMO! A su lado, otro prefecto de Hufflepuff, de hombros anchos y expresión de perro guardián, cruzó el pasillo en dos zancadas. No hizo falta que dijeran más. Lestrade le plantó una mano férrea en el hombro a Sirius, mientras el de Hufflepuff sujetaba a Crowley por el brazo y lo apartaba de golpe contra la pared. —¡Se acabó! —escupió Lestrade, tirando de Sirius hacia atrás con fuerza—. Tú, conmigo. Y luego, a Crowley, con un tono que no admitía réplica: —Y tú, fuera de este vagón. Ahora. El prefecto de Slytherin apretó la mandíbula mientras sujetaba a Sirius contra la pared. Tenía los ojos ardiendo, la voz áspera como piedra: —Si por mí fuera, volverían los castillos de tortura. A ver si así aprendían a controlarse de verdad en esta escuela. El prefecto tejón empujó a Crowley hacia otro vagón, sin darle respiro. Lestrade, en cambio, mantuvo un segundo más su mano clavada en el hombro de Sirius, hasta que lo sintió dejar de resistirse. Entonces lo soltó con un empujón brusco y un último gruñido: —Hazme probar la paciencia otra vez, chaval, y te juro que ni las cicatrices podrán curarse algún día. El pasillo quedó cargado de murmullos y risitas sofocadas. El aire todavía olía a vapor y rabia contenida. Fue entonces cuando una silueta se despegó del vidrio del compartimiento. El niño de lentes, con la corbata torcida y una sonrisa imposible de borrar, salió al pasillo dando palmaditas en el aire. —Hey, tú, perro bravo —dijo con descaro—, acá hay un vagón libre si no vas a volver a pelearte. —No soy tu perro —gruñó Sirius, todavía con la respiración encendida. El muchacho de lentes soltó una risa franca, divertida, como si acabara de encontrar un juguete nuevo. —Bueno, pareces uno, no me culpes. No se rindió. Dio un paso más, empujándole apenas el hombro, pero Sirius se lo sacudió con brusquedad y regresó al compartimiento que había tomado a golpes minutos antes, cerrando la puerta de un portazo. El prefecto, cansado de la escena, lanzó un último gruñido sobre castigos medievales y se perdió en dirección al quinto vagón. El muchacho se quedó recargado en el vidrio, esperando a que la autoridad desapareciera de escena. Apenas el pasillo volvió a ser suyo, sonrió de oreja a oreja y se escabulló tras Black. —Bueno, eso fue glorioso —soltó como quien comenta un partido de Quidditch. Sirius se dejó caer en el asiento, tirando la túnica hecha un nudo a un lado y mirando por la ventana con los dientes apretados. —Vete al demonio —espetó sin girarse. Pero el muchacho ya había abierto la puerta como si fuera suya y se dejó caer en el asiento de enfrente, estirando las piernas con desparpajo. —Nah. Este vagón está mucho mejor. Más espacio, mejor vista… y con perro guardián incluido. —Te dije que no soy tu perro —gruñó Sirius, fulminándolo con los ojos. El otro solo rió, levantando las manos como si se rindiera. —Vale, vale. Entonces… socios de pelea. Eso sí que no me lo vas a negar. Sirius arqueó una ceja, con una mueca entre incredulidad y fastidio. —¿Y qué mierda significa eso? El de lentes se encogió de hombros, como si fuera lo más evidente del mundo. —Fácil: yo empiezo la pelea, tú la terminas. ¡O al revés! —¿Por qué diablos tendría que terminar lo que ni siquiera es mío? El muchacho se inclinó hacia adelante, con esa sonrisa de quien ya tenía la respuesta lista. —Porque a veces no se trata de empezar nada, sino de saber que siempre vas a tener a alguien para terminar lo tuyo. Sirius lo miró en silencio, los ojos ardiendo de desconfianza… Un silencio breve se tensó entre los dos, hasta que la comisura de Sirius se curvó apenas, mitad burla, mitad incredulidad, mitad aceptación. La furia todavía embebía en Sirius, pero esa insolencia descarada —esa manera de invadírselo todo sin pedir permiso— le arrancó una mueca que no supo si era un gruñido o una sonrisa torcida. Entonces el niño de lentes se inclinó hacia adelante, sin perder la sonrisa, y le extendió la mano como si nada hubiera pasado. —James Potter. Sirius lo miró en silencio. Los dedos apretados sobre su rodilla, la respiración aún agitada, los ojos entornados con desconfianza. Potter tenía la corbata torcida, las gafas manchadas de huellas, y aun así irradiaba la seguridad de alguien que creía que todo el mundo iba a seguirle el juego. —¿Y bien? —insistió James, moviendo apenas la mano, paciente como si supiera que tarde o temprano se la aceptarían. Sirius dudó un segundo más. Un Potter. Un Gryffindor seguro. Un apellido que su padre le había prohibido siquiera pronunciar con simpatía. Justo por eso, por el puro placer de contradecirlo, sintió el impulso de aceptar. Algo en ese descaro —en esa falta de miedo— le tocó un nervio que no sabía que tenía. Al fin, con un resoplido brusco, levantó la mano y se la estrechó con fuerza, casi como si fuera un reto. —Sirius Black. James sonrió aún más, satisfecho, como si hubiera cazado justo lo que quería. —Perfecto. Ahora sí: socios de peleas~ En el pasillo, el ruido poco a poco se fue apagando, dejando solo el eco de lo ocurrido. Algunos todavía cuchicheaban, otros reían como si hubieran presenciado el mejor espectáculo de la mañana. El tren avanzaba, temblando con cada golpe de rueda, arrastrando consigo la certeza de que aquel año no sería tranquilo para nadie. Y entre el humo, el bullicio y las miradas atónitas, la paz volvió, al menos por unos segundos. Lily y Severus encontraron al fin un compartimento vacío. Mientras Severus se sentaba junto a la ventana, pensó que, si ese era el primer día, Hogwarts iba a ser una locura. —Con gente así, Hogwarts va a ser un circo —escupió Severus, todavía molesto. Cerró la tapa de su maleta de golpe y se dejó caer frente a Lily, cruzando los brazos con un chasquido seco—. Ojalá los echen. Lily soltó una risita incrédula. —¡Sev! Apenas subimos y ya empiezan a golpearse. Esto va a ser de locos… Se inclinó un poco hacia la ventana, como si buscara ordenar sus pensamientos. Bajó la voz, pensativa: —Pero se notaba que no era la primera vez. Tenían demasiada rabia acumulada. Como si viniera de antes… Severus arqueó una ceja, con gesto agrio. —Claro que sí. Las familias de sangre pura se conocen todas entre sí. Banquetes privados, bodas arregladas, reuniones solo para presumir túnicas o recordar qué antepasado mató más trasgos. Se odian en secreto, pero se saludan con reverencias en público. Una farsa que repiten desde hace siglos. Lily lo miró un instante, luego suspiró. —Una vez fui a un cumpleaños… era del hijo de un compañero de mi papá. Pero en esa fiesta terminaron más adultos que niños. Todos hablaban como si estuvieran en un juicio. Frío, sofocante. Al final nos fuimos temprano, incómodos… No me gustaría vivir así. Yo no lo soportaría. Severus apretó los labios, incómodo de solo imaginarla en un ambiente que no fuera el suyo. —¿En serio vamos a perder tiempo hablando de idiotas con apellido largo? —bufó, con un deje de celos que apenas logró disimular. Lily rió, ligera. Y fue justo entonces cuando el tren se sacudió con un traqueteo profundo, como si despertara después de un largo sueño. El silbido resonó en el andén y, poco a poco, la mole roja comenzó a deslizarse entre la niebla. El andén quedó atrás, junto con todo lo que habían conocido hasta ahora. Lily pegó la frente al vidrio, fascinada por cómo el mundo empezaba a moverse; Severus, en cambio, no miraba afuera. La miraba a ella. La luz del mediodía caía suave sobre su rostro, y por primera vez en toda la mañana esbozó una sonrisa que no era fingida. —Te dije que vendríamos, Lily —murmuró. Ella se giró, con las mejillas levemente ruborizadas, y lo miró con esos ojos verdes enormes y brillantes que él nunca olvidaría. —Sí —dijo simplemente, como si esa palabra arrastrara consigo un recuerdo entero. El día en que se conocieron. La promesa en aquel parque de Cokeworth. Lily suspiró y se recostó contra el respaldo, riendo un poco. —Estas últimas semanas han sido las más movidas de mi vida. Y también las más cansadas. Nunca había viajado tanto… Desde Cokeworth hasta Londres fueron más de cuatro horas en tren. Y eso después de haber ido al Callejón Diagon. Aún no estreno nada de lo que compramos, ¿puedes creerlo? —Estamos aproximadamente a doscientos cincuenta kilómetros de casa —dijo Severus de inmediato, con esa seguridad que usaba cuando podía lucirse—. Y ahora iremos unos setecientos más hacia el norte. Técnicamente, bajamos primero… para luego subir mucho más. Lily parpadeó. —¿Bajamos al sur para después ir al norte otra vez? Severus asintió con una media sonrisa altanera. —Exacto. King’s Cross está en Londres. Todo el protocolo de embarque de Hogwarts está centralizado allí. Lo absurdo es que, si vivieras en Inverness, tendrías que recorrer medio país hacia abajo solo para después volver a subir. Pero existen portales ocultos en otras estaciones grandes que conectan directamente con el andén de este tren. —¡Eso es espectacular! —exclamó Lily, fascinada. Severus se encogió de hombros. —Mamá dice que la magia y la logística rara vez se encuentran, pero que al menos se han esforzado los últimos años para que el andén mágico funcione casi bien para todos, independientemente de dónde vivas. Lily volvió a mirar por la ventana, con los ojos brillantes, como si cada árbol fuera parte de una postal mágica. —Nunca había estado en Londres. De hecho, nunca había subido a un tren como este. Hicimos todo el camino desde casa en coche… —se quedó pensativa—. Tú dijiste que viajarías con tu mamá con algo llamado… ¿Fuel? ¿Floo? Severus asintió, con una leve sonrisa. —Con polvos Flu —la corrigió. —¡Eso! Incluso nos lo ofrecieron, ¿recuerdas? Pero papá dijo que no, que confiaba más en su propio coche que en un método mágico. ¿Cómo funciona exactamente? —Es simple. Te metes en una chimenea, dices el destino en voz alta y el polvo te lleva. Claro, si pronuncias mal, terminas en la casa de algún desconocido. Mamá una vez apareció en una casa abandonada en Manchester. —¿Y tú? ¿Nunca te pasó? —preguntó Lily, inclinándose con curiosidad. Severus ladeó la cabeza con una sonrisa algo nostálgica. —Una vez acabé en una tienda de escobas usadas. Me quedé atrapado entre un perchero y una caja de trapos mágicos. El dueño pensó que era un ladrón y me lanzó un cubo de agua helada. Tenía seis años. Mamá tuvo que venir a buscarme mientras yo tiritaba, cubierto de escobas y telarañas. Lily soltó una risa tan genuina y luminosa que Severus no pudo evitar mirarla de nuevo. Había algo en esa risa que borraba, por un instante, el humo, el hollín y la grisura del mundo. —¿Ves? —dijo en voz baja, con una ternura que rara vez dejaba escapar—. Por eso no me gusta viajar. —Lo entiendo —respondió Lily, aún sonriendo, sin apartar la mirada de él—. Pero si vamos juntos… no suena tan terrible. El silencio que siguió no fue incómodo, sino lleno de algo que no sabían nombrar. El tren avanzaba, mecánico y vasto, como si cargara secretos de todos los tiempos. —¿Y los demás? —preguntó Lily al fin, girándose hacia él—. Los magos, digo. ¿Siempre tienen que venir a este tren? —Los viejos magos tienen trasladores. Otros viajan por chimeneas que conectan directo con King’s Cross. Además, como te dije antes, hay portales escondidos en estaciones grandes, invisibles para los muggles. Da igual desde dónde vengas: siempre acabas entrando por el mismo andén mágico para tomar el tren cada primero de septiembre para llegar a Hogwarts. Lily frunció el ceño, pensativa. —¿Y por qué obligar a todos a pasar por Londres? Severus la miró de reojo, con una mueca amarga. —Para que creas que todos empezamos igual. Tradición. Control. Un poco de teatro. —¿Teatro? —Una mentira bien decorada —dijo, dejando caer la cabeza contra el respaldo—. Algunos nacen dentro de este mundo. Otros solo lo visitamos cuando nos abren la puerta. Lily guardó silencio, mirando el paisaje que huía por la ventana. —Igual… es increíble. Severus la observó otra vez, y en su voz no hubo reproche, solo una certeza frágil: —Lo increíble… es que estemos aquí, tú y yo. Y por un momento, el tren avanzó sin sobresaltos, como si les concediera un instante de paz antes del torbellino que los esperaba. Las horas pasaron envueltas en un zumbido constante, el traqueteo del tren como un latido regular que marcaba el avance hacia lo desconocido. Severus se mantuvo junto a Lily todo el tiempo, y aunque no lo admitiría en voz alta, se sentía más cómodo de lo que había previsto. Habían sacado del equipaje una baraja mágica que compraron en el Callejón Diagon, un juego cuyas cartas cambiaban de rostro según los pensamientos del jugador. Lily reía cada vez que una carta le mostraba su reflejo con coletas o le sacaba la lengua. Severus, entre curioso y fastidiado, intentaba seguir las reglas mientras las cartas le respondían con burlas silenciosas. Fue después, cuando el sol empezó a descender y la luz dorada llenó el compartimento, que Lily se levantó de pronto y apoyó las manos en la ventana. Sus ojos brillaban como si acabara de ver el cielo por primera vez. —¡Sev, mira! —dijo, con la voz temblando de emoción—. ¡El paisaje se ve precioso! ¿Lo ves? ¿Ves lo hermoso que se ve esto? Severus levantó la mirada, pero no miró la ventana. La miró a ella. Sus manos pequeñas pegadas al vidrio, su cabello cobrizo encendido por el atardecer, esos ojos verdes amplios y asombrados que parecían contener todo el mundo. Se sonrojó, apenas, y bajó la mirada antes de atreverse a responder. —… Sí —murmuró con suavidad—. Lo veo. En algún punto, la mujer del carrito de golosinas apareció, empujando su estante encantado por el pasillo. Vendía ranas de chocolate, calderos crujientes, grageas de todos los sabores y otras rarezas dulces del mundo mágico. Severus, que no tenía mucho dinero, pensó en negarse… pero cuando vio los ojos de Lily iluminados como si todo eso fuera un tesoro, carraspeó, metió la mano en su bolsillo y sacó las pocas monedas que tenía. Le compró una rana de chocolate y una caja de grageas, y se las tendió con una torpeza orgullosa. —No tenías que… —empezó Lily. Severus alzó el mentón, sin mirarla directamente. —No es nada —dijo, fingiendo indiferencia. Ella no insistió, pero la sonrisa que le regaló lo dejó desarmado por varios minutos. La rana de chocolate saltó apenas Lily abrió la caja. Dio un brinco y cayó por debajo del asiento, escondiéndose como si supiera que había sido comprada. Lily, riendo, se arrodilló para buscarla, metiendo el brazo debajo del banco mientras Severus sujetaba el borde del asiento para ayudarla. Fue entonces cuando lo escucharon. Un golpeteo suave. Tac. Tac. Tac. Algo había tocado el cristal. Severus alzó la vista, esperando ver a alguien. Pero no había nadie. Lily también lo notó. —¿Tocaron la puerta…? —preguntó, aún medio inclinada. Severus se levantó con el ceño fruncido y abrió con cautela. Nada. Solo el pasillo vacío. Y entonces, algo pequeño y oscuro se deslizó rápidamente por el suelo y saltó al interior del vagón. Un cuervo. Lily se sobresaltó. —¿Qué hace un cuervo aquí? La criatura se posó en el respaldo del asiento frente a ellos, sus garras negras firmes como si reclamara el lugar. Era un cuervo pequeño pero ágil, más veloz de lo que esperaban para su tamaño, con alas que cortaban el aire con una precisión inesperada. Tenía las plumas tan negras que brillaban con reflejos azulados bajo la luz mágica del vagón, como tinta derramada sobre metal bruñido. Sus ojos, brillantes y de un rojo tenue como rubíes encendidos, los observaban con una fijeza inquietante, hipnótica. No graznó. No parpadeó. Solo ladeó la cabeza como si pensara, como si entendiera, igual que un personaje escapado de un poema de Poe. Desde ahí, inmóvil sobre el respaldo, evaluaba. Y juzgaba. Lily, encantada, se inclinó hacia él con los ojos brillantes. —Holaaa, pequeñito... Dios, ¡qué bonito es, Severus! —dijo con voz suave, estirando una mano para intentar acariciarle el piquito. El cuervo la observó fijamente, ladeando la cabeza una vez más… y luego, en un movimiento tan rápido que ninguno de los dos alcanzó a seguir con la vista, saltó a su hombro. Lily soltó un pequeño chillido de sorpresa, pero no se apartó. El ave se había posado con suavidad, sin agresión, con una elegancia casi calculada. Desde allí, más cerca de Severus, lo miraba aún más fijamente. —… Creo que le agradas —se rió Lily—. Te mira con intensidad~ En ese momento, el cuervo ladeó ligeramente la cabeza, sin apartar la mirada de Severus, como si hubiese comprendido perfectamente lo que Lily acababa de decir. Un gesto tan sutil como perturbador. Severus tragó saliva, sin poder evitar una extraña incomodidad bajo esa mirada. El cuervo bajó de un salto, aterrizando en el asiento más cercano. Dio dos pasos y volvió a mirar a Severus directamente a los ojos. No se movió enseguida. Lo observó. Lo analizó. Parpadeó una vez, ladeando la cabeza lentamente, como si buscara entender algo profundo y oculto en él. El silencio se volvió espeso. Luego giró sobre sí mismo con elegancia contenida… y en lugar de marcharse, se acomodó en el asiento frente a ellos, como si hubiese decidido quedarse un rato más. Lily, fascinada, dejó escapar una risa suave. —¡Mira eso! No quiere irse. Está cómodo… como si este fuera su vagón también. —O como si estuviera... vigilando —murmuró Severus, aún tenso. Lily le lanzó una mirada divertida. —¿Te imaginas que fuera un espía? Un cuervo espía. Encantado por algún mago siniestro para espiar a los alumnos de primero. ¡Me encantaría tener uno así! Se rió, acariciando suavemente las plumas del ave. El cuervo cerró los ojos brevemente, aceptando el contacto. —¿Sabes? Me encantan los animales. Pero los cuervos… —dijo Lily, mirándolo de reojo—. Siempre me han fascinado. No sé por qué. Tal vez porque me recuerdan un poco a ti. —¿A mí? —replicó Severus, arqueando una ceja. —Negros, misteriosos, observadores... y con mala reputación, aunque no siempre la merecen —le guiñó un ojo. Severus entrecerró sus ojos, profundamente ofendido. —¿Crees que sea el familiar de alguien? —preguntó Lily, acariciando al cuervo que seguía sobre su hombro, fascinada con su brillo oscuro y sus ojos como rubíes brillantes. —No debería estar aquí —replicó Severus, cruzando los brazos—. El protocolo de Hogwarts permite solo tres tipos de animales: lechuzas, gatos y sapos. Si alguien quiere traer otra criatura mágica, necesita permisos especiales del colegio, y en primer año no suelen concederlos. —Pero... ¿y si es un animal especial de alguien más grande? —insistió ella, sin dejar de mirar al cuervo con ternura. —Podría serlo —admitió Severus, algo incómodo por lo encantada que estaba Lily—. Pero no es común que los cuervos sean familiares. No se venden en las tiendas como si fueran lechuzas amaestradas. Los cuervos tienen alma independiente. No obedecen. No se domestican. Te siguen solo si deciden hacerlo. —¿Y tú cómo sabes tanto? —sonrió Lily, divertida. —Porque leo —respondió Severus con aire de sabelotodo, alzando un poco el mentón—. Los cuervos tienen una inteligencia notable, reconocen rostros humanos, pueden guardar rencor... y según algunos magizoólogos, son capaces de comunicarse con su dueño sin necesidad de magia verbal. Pero nunca lo hacen si no quieren. —Me gusta más así —dijo Lily, acariciando con más cariño al animal, que seguía sin moverse, como si hubiera encontrado el sitio perfecto—. Aunque no quiera mi galleta... El cuervo, en efecto, no mostraba interés por la galleta casera que Lily había sacado del paquete que su madre le había preparado. Aun así, parecía disfrutar de su cercanía. Cada tanto, giraba lentamente la cabeza para mirar a Severus, como evaluándolo con atención. Por alguna razón, a Severus le molestó aquella mirada. No del cuervo. Sino de Lily. De cómo le hablaba, cómo le sonreía. Y sintió una punzada inesperada, absurda, como si algo —o alguien— le robara la atención que hasta hace un momento había sido solo suya. —¿Estará perdido? —preguntó Lily en voz baja—. Tal vez su dueño no se dio cuenta, o se fue a otro vagón... Pobrecito. —No sé... —murmuró Severus, retomando las cartas mágicas entre sus dedos—. Se ve muy cómodo como para estar perdido. En ese momento, un sonido sordo y leve surgió desde debajo del asiento. Un ruido arrugado, como papel frotándose con tela. El cuervo se tensó de inmediato, girando la cabeza con atención depredadora. —¿Qué haces? —preguntó Lily, justo cuando el animal bajaba del respaldo de un salto y se metía bajo el asiento con movimientos ágiles. Ambos lo observaron en silencio. El cuervo rebuscó entre pelusas y envolturas olvidadas, hasta que algo crujió. Luego emergió triunfante, con una rana de chocolate entre las patas. Pero antes de dejarla, la sostuvo con una de sus garras, tocándola dos veces con el pico para que no se escapara, como asegurándose de que estaba bien. Finalmente la colocó sobre el cojín frente a Lily y regresó con un par de saltitos a su sitio. Lily, encantada, tomó la rana con cuidado, pero arrugó la nariz. —Tiene pelusa y cosas pegadas... —dijo, insegura. Severus, sin decir palabra, sacó su varita y la apuntó con precisión. Murmuró algo entre dientes —un susurro casi inaudible— y un suave destello limpió el dulce en segundos, dejándolo reluciente. El cuervo, que observaba de cerca, inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado, como si hubiera entendido la acción. No dijo nada, pero dio un leve picotazo al aire, como aprobando el gesto. —Gracias —sonrió Lily, más tranquila, y se la comió con gusto—. ¡Estaba buenísima! Ella miró al cuervo… —...Creo que le agradas tú también —murmuró entonces, mirando al cuervo—. ¿Lo viste? Te escuchó. Te trajo tu rana. Severus, por su parte, solo frunció el ceño, sin saber si sentirse intrigado... o superado. —De seguro es de alguien de Ravenclaw —dijo Lily con una sonrisa. Tanto Severus como el cuervo giraron la cabeza para mirarla, perplejos. —Ya saben... RAVEN–CLAW~ —repitió ella, haciendo un gesto con las manos como alas—. ¡Como la casa de Hogwarts! Es su emblema, ¿no? —Es un águila real de las tierras altas escocesas —corrigió Severus con tono pedante—. Aquila chrysaetos. Pero entiendo tu chiste. —¡No te reíste! —protestó Lily, haciendo un puchero. —Ja... ja... —Severus forzó una risa seca y sarcástica. Ella le dio un leve golpe en el brazo con la envoltura de la rana de chocolate y, al verlo sonreír por primera vez en minutos, estalló en una risa suave que lo contagió sin querer. Severus bajó la mirada, pero el cuervo, aún sobre su hombro, lo observó de cerca… y ladeó la cabeza una vez más. El resto del camino fue, en apariencia, tranquilo. Tranquilo si uno ignoraba el escándalo que estalló en el pasillo cuando el elegante alumno de primero metió un petardo mágico en el vagón de Black junto con el muchacho de lentes. Afortunadamente, los prefectos lo controlaron antes de que se saliera de proporción. Severus y Lily, por su parte, no se perturbaron. Comieron el resto de la comida casera, jugaron los dos o tres juegos que llevaban consigo, y el cuervo —hasta ese momento— permaneció en el hombro de Lily, aunque ya no observaba a Severus, para su tranquilidad. De hecho, parecía casi dormitando con los ojos brillantes entrecerrados. En algún punto, Lily sacó un pequeño ajedrez mágico de viaje. —¿Quieres jugar? —preguntó, entusiasmada. Severus esbozó una sonrisa segura. —Claro. Pero advierto que soy muy bueno. —¡Eso suena como un reto! —rió ella, comenzando a acomodar las piezas. Jugó con tanta torpeza que, por momentos, parecía que sus piezas se movían solas por error. Aun así, lo intentó con una sonrisa decidida. Pero Severus le ganó tres veces seguidas sin siquiera despeinarse. Cada partida fue un despliegue humillante de precisión: jaque mate en tres o cuatro movimientos, como si no necesitara más. Ni siquiera pensaba mucho. Solo movía, y Lily perdía. Para alguien que no sabía jugar ajedrez, lo que Lily sufría una y otra vez era conocido como el mate del pastor, una trampa simple pero eficaz que permite ganar en apenas tres o cuatro movimientos. Es una estrategia común entre jugadores experimentados para vencer a principiantes desprevenidos. Y Severus la usaba con tal soltura que parecía automático. —¿Quieres que te deje ganar, Evans?~ —bromeó él. —Ni te atrevas, Snape... —lo amenazó ella, con el orgullo herido. El cuervo miraba fijo el tablero desde su posición. —Es más… podríamos hacerlo interesante —dijo Severus, relajando los hombros—. Si me ganas, te contaré algo mío... vergonzoso. Lily lo miró boquiabierta. —¡Pero tú odias contar cosas vergonzosas! —Lo sé. Pero es para ver si te esfuerzas. Así te lo tomarás en serio —se enderezó en su silla. —¡Pero ya voy en serio! —se quejó. Apenas sabía mover un peón. El ajedrez no era lo suyo. Severus miró al cuervo. —Él parece interesado. Pregúntale a él qué mover, Lily. Capaz entre ustedes dos logran algo. Los ojos de Lily brillaron de emoción. —¿Me ayudarías a ganarle? —le susurró al cuervo. Para sorpresa de ambos, fue la primera vez que el animal emitió un sonido. —Ark —soltó, bajito. Y saltó a la mesita donde estaba el tablero. —...¿Entendió...? —murmuró Severus. —Creo que sí... —Lily sonrió encantada—. ¡Te dije que eran inteligentes! —Es un animal, Lily. Capaz solo quiere robar las piezas porque son brillantes. Cría cuervos y te sacarán los ojos, ¿no? —¿No te dije hace unos momentos que tú me recordabas a uno? —¿Y qué? ¿Yo no soy capaz de quitar ojos? —Touché. A ver, amiguito… ¡ayúdame, por favor! —dijo ella, juntando las manos con expresión suplicante—. Apúntame con el pico qué mover, ¿sí? —Esperas un milagro… —¡Quiero que me cuentes cosas vergonzosas de ti! —Si tú lo dices… Blancas primero —dijo Severus. Él siempre usaba las negras. Lily tragó saliva y miró al tablero, decidida. Miró al cuervo con intensidad. El cuervo, con movimientos veloces, saltó a su mano. Ella lo acercó al tablero desde arriba, y él bajó el pico para empujar un peón blanco. Solo ocupaba un toque, y el tablero se movía solo, facilitándole al cuervo los movimientos coordinados con las piezas. —¿Es en serio...? —musitó Severus, observando cómo acomodaba perfectamente la pieza. Despreocupado, Severus replicó su jugada clásica: el mate del pastor. No ocupaba más para vencerla. Aun si típicamente el mate del pastor se hace con la apertura de blancas, perfectamente puede haber una variante con las negras; solo era cuestión de acomodar bien el alfil y la reina, con un par de turnos extras. —¡Sabe jugar! —gritó Lily. —Tsk… solo está imitando lo que vio antes. Total, te hice jaque mate exactamente igual las últimas tres veces. ¿Tal vez más? —¡Vamos, cuervito! ¡Tú gánale! El cuervo movió otra ficha. Severus respondió confiado. Estaba a un movimiento de ganar cuando… el cuervo hizo una jugada que rompía el patrón. Un bloqueo inesperado. —…Tú no hiciste ese movimiento antes —murmuró Severus, desconcertado. —¿P-perdimos…? —preguntó Lily. —…Aún no —respondió Severus, entrecerrando los ojos. Movió otra pieza, buscando una ruta rápida, confiado de más. Y por eso mismo… descuidado. Dos, tres, cuatro movimientos después… Severus palideció. —¿Q-qué pasó? —preguntó Lily. —… Perdí —dijo Severus, casi sin creerlo. Un caballo, un alfil y una reina lo tenían acorralado. Masacrado. Aniquilado. —¡Antes dame algo secreto tuyo! —gritó Lily con triunfo. —Se irán acumulando, ¿bien? ¡Otra! ¡Esta me la tomo en serio! —Muy bien~ Pero espera cuando tengas que contarme tus cosas más vergonzosas durante horas. ¡Vamos, cuervito! —exclamó ella, acomodando las piezas. El cuervo, de paso, reacomodó un par de fichas que Lily había colocado mal sin querer. —... Eso no es normal… —murmuró Severus. —¡Vaya, vaya~! ¡Esto me agrada! Las siguientes horas… fueron un suplicio. Una partida tras otra. Y por más serio que se pusiera, por más que se esforzara… Severus Snape perdió. Y no solo perdió. Fue humillado por un cuervo. Llegó a enderezarse en el asiento, a pensar cinco minutos por movimiento, a desajustarse la corbata y quitarse el saco, como si el calor del esfuerzo lo asfixiara. Sudaba. Su mandíbula se apretaba. Había momentos en que se quedabab completamente inmóvil, analizando posiciones, memorizando jugadas posibles, intentando leer una mente que no hablaba. Y el cuervo, mientras tanto, movía con la naturalidad de quien no tenía nada que probar. Un toque de pico, un paso al lado. Ni una pizca de tensión. Snape pensaba que iba ganando. Se confiaba. Atacaba. Y entonces… de nuevo: enroque, peón coronado, jaque y mate. Una. Otra. Y otra vez. Hasta que finalmente, Severus soltó un quejido débil, casi inaudible. —… No puedo ganarle… No gritó. No lloró. Solo lo dijo con los labios apretados por dentro, la respiración pesada. Lo había intentado todo. Cada estrategia. Cada truco que conocía. Y no bastó. Lily lo tomó entre sus brazos, lo elevó como un trofeo… y empezó a dar vueltas en círculos por el compartimento. —¡¡Eso, cuervito!! ¡¡Ganamos!! ¡¡Ganamos!! —gritaba como una niña emocionada, riendo con su animal favorito en brazos. El cuervo soltó un suave ark. Severus seguía mirando el tablero como si lo hubiese atropellado un tren. Y quizás, de algún modo, así había sido. Una sonrisa de picardía y malicia en su estado más puro se dibujó en el rostro de Lily. Severus tembló. —Severus…~ —canturreó ella. —No… —Ahora me debes muchas historias vergonzosas de ti…~ Una por derrota…~ —¡No, me niego! —¡Vas a hacerlo! Snape se quería matar. Se tapó la cara con ambas manos mientras se dejaba caer sobre el asiento, desparramado como un cadáver emocional. Su túnica desacomodada, el cabello más revuelto de lo usual, y un tic apenas perceptible en la comisura del ojo izquierdo. La derrota no era solo ajedrecística: era personal, espiritual, y ahora física. Mientras tanto, Lily giraba feliz en su lugar, con el cuervo entre los brazos como si se tratase de un peluche viviente. Reía, canturreaba una tonada sin letra y acariciaba con dulzura su pequeña cabeza negra. —¡Ganamos! ¡Ganamos!~ —exclamaba como una niña con su trofeo favorito. El ave, por su parte, mantenía la compostura. Aunque tenía los ojos entrecerrados, uno de ellos seguía atento, con un leve destello rubí filtrando luz entre sus plumas. Un ojo que nunca parecía apagarse del todo. Y entonces, ocurrió lo impensable. Con el cuervo aún en brazos, Lily bajó la voz y se acercó, como quien tiene un secreto con una criatura mágica. Sus labios tocaron suavemente el pico del animal en un beso que, para cualquiera, habría sido apenas un gesto tierno y torpe. Snape se incorporó de golpe, como si le hubieran lanzado un hechizo de electrochoque. Tiró un libro al suelo, se desajustó la túnica sin querer y golpeó su rodilla contra la mesa del compartimento. —¡¿LILY?! —gritó, lívido, con la voz quebrada entre la indignación, el horror y una especie de traición infantil. —¿Qué? ¡Es que está muy tierno! ¡Y, además, te ganó a ti! ¡Es el mejor animal de todos! —dijo, defendiendo su gesto con una risa traviesa. Pero el cuervo… se había quedado quieto. Congelado. No se movía. No parpadeaba. No respiraba. Literalmente parecía una estatua de plumas negras. —¿Cuervito...? —susurró Lily, bajando la voz con preocupación. Le tocó suavemente una alita. —¿Estás bien? Snape se acercó, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. Dio un par de golpecitos con el dedo en la cabeza del ave. Nada. —Felicidades —dijo con tono seco—. Lo mataste con tu beso. —¡No digas eso! —chilló Lily, horrorizada. Lo movió, lo sacudió un poco. Pero nada. El cuervo estaba duro como una figura encantada. Justo en ese momento, un silbido largo y metálico resonó a lo largo del tren, seguido de un golpeteo en las puertas. Estas se abrieron de forma automática, comandadas por las varitas de los prefectos que estaban acomodados a lo largo de todos los vagones. —¡Atención! —gritaban los prefectos desde los pasillos—. ¡Todos en pie, por favor! ¡Revisen que lleven todas sus pertenencias! ¡Primer año, permanezcan juntos y bajen con orden en el andén! ¡No se separen del grupo! El vagón se llenó de murmullos, pasos apurados, baúles arrastrándose. Una sensación de urgencia se apoderó del ambiente. Mochilas chocaban entre sí, una jaula cayó al suelo con un gato bufando dentro, y un sombrero de copa voló por los aires sin que nadie supiera de quién era. Snape y Lily se pusieron de pie a medias, aún con el cuervo en las manos de ella. La cual ya no sabía si llorar, pedir disculpas o buscar un encantamiento reparador en su maleta para auxiliar al animal. Y entonces, sin aviso alguno, sucedió. El cuervo revivió. Sus alas se desplegaron con violencia, los ojos brillaron como carbones encendidos, y de un salto poderoso, escapó de los brazos de Lily como un rayo viviente. —¡No, espera! —chilló ella, instintivamente, estirando los brazos mientras trastabillaba con su maleta y tropezaba con el borde del asiento. Snape casi se cae hacia atrás por la sorpresa, estirando su brazo para agarrarla a ella y evitar que se golpeara. El cuervo pasó como una sombra veloz entre las piernas de dos prefectos que venían abriendo los compartimentos, provocando un grito y una caída aparatosa de uno de ellos, que terminó sentado encima de su propio sombrero. —¡Por Merlín, ¿qué fue eso?! —se oyó desde otro vagón. Lily salió corriendo al pasillo, empujando una mochila sin querer y haciendo que el gato dentro de la jaula bufara con furia. La escena era un caos: alumnos cargando cosas, una chica correteando a un cuervo que ya no estaba, y Snape recogiendo las pertenencias de ambos con expresión de hombre derrotado por la vida y por las aves. —¡Señor Cuervo, espere! —llamaba Lily por los pasillos, agitando una galleta en la mano como si eso fuera suficiente. Snape se asomó también, arrastrando las maletas y con la túnica mal puesta. Sus ojos seguían buscando la sombra con alas, aunque su orgullo ya estaba por los suelos. —Capaz fue con su dueño... —murmuró, sin mucho convencimiento. Lily volvió junto a él, resignada, abrazando la galleta a modo de consuelo. —Yo... quería quedármelo... —susurró. Y, sin poder evitarlo, Snape la miró de reojo con algo parecido a ternura. Pero claro, no dijo nada. Solo se ajustó la túnica, se pasó la mano por el cabello en vano y la siguió en silencio mientras el tren comenzaba a vaciarse. El cuervo, como todo lo que perturba el alma, había desaparecido justo cuando se había vuelto imprescindible. _________________________________________________ NOTA DEL AUTOR Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. Puedes encontrar versiones ilustradas, videos y contenido extra de este mismo fanfiction en mis redes sociales: MuninnMasbath [ Wattpad | Fanfiction.net | AO3 | TikTok | Instagram | Reddit | DeviantArt ]
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