Miércoles 1 de septiembre - 1971
Nadie lo dijo, pero todos lo sintieron: era un momento solemne. El bullicio que hasta entonces llenaba los pasillos, los empujones nerviosos y los cuchicheos entre los alumnos de primero se fueron apagando a medida que las gigantescas puertas del Gran Comedor se abrían con un crujido encantado. La primera visión del Gran Comedor de Hogwarts fue un hechizo en sí misma. El techo alto, encantado para reflejar el cielo exterior, mostraba una noche estrellada de septiembre tan perfecta que se podía jurar que las constelaciones titilaban con intención. Las velas flotantes llenaban el aire con una luz cálida y temblorosa, como si el castillo respirara suavemente. Las cuatro largas mesas de las casas estaban repletas de alumnos mayores con sus túnicas impecables, que miraban a los nuevos con curiosidad, indiferencia o desdén. Algunos de los más pequeños tragaron saliva. Lily Evans dio un paso adelante, y sus ojos verdes se abrieron como los de una niña en Nochebuena. —Es hermoso —susurró, más para sí que para los demás. Severus, a su lado, asintió con los ojos entrecerrados. No la miraba a ella, sino al techo. Siempre le había gustado ese detalle: el hechizo reflejante, el estremecimiento sutil de magia constante. Pero ahora, con ella tan fascinada, dejó de gustarle tanto. James Potter frunció el ceño, como si no supiera bien si debía sentirse impresionado o aburrido. Se cruzó de brazos, mirando hacia arriba. —No está mal —murmuró. Sirius, a su lado, sonrió con sorna. —A ver si llueve y te mojas esa cabeza de troll —dijo, con un tono burlón. El muchacho enfermizo no dijo nada, pero sus ojos, profundos y cansados incluso a esa edad, recorrían el espacio con un respeto silencioso. El niño de cabello castaño, el mismo que estuvo a punto de un colapso nervioso en los botes, en cambio, parecía no saber si correr o desmayarse de pura emoción. Crowley Prince caminó al final, como si el mundo le perteneciera y no tuviera prisa. Su túnica estaba perfectamente reparada, y un encantamiento lanzado sobre su cabello hacía que brillara con reflejos verdes bajo la luz de las velas. Cuando alzó la vista, se detuvo un segundo. Su rostro, casi siempre burlón, se suavizó levemente, apenas perceptible, como si algo dentro de él se hubiese silenciado. A su lado, Corvus levantó la cabeza por primera vez desde que había pisado el castillo. Y entonces lo vio: el cielo encantado, el reflejo perfecto de las estrellas. Su expresión no fue de sobrecogimiento ni de sorpresa, sino de genuina atención. Se quedó completamente quieto, con la mirada clavada en el techo, como si intentara memorizar las constelaciones una por una. Había una precisión matemática en su forma de observarlo, como si buscara descifrar el hechizo que sostenía la ilusión. Su mente, siempre analítica, parecía por fin encontrar algo digno de detenerla. —Increíble —susurró apenas, no a nadie en particular. Por un momento, hasta Crowley lo miró de reojo con una ceja arqueada, sorprendido. Entonces, sin previo aviso, comenzó la música. Era un coro. Voces. No adultas, sino voces de niños y adolescentes, limpias y armoniosas. Venían de una esquina elevada del Gran Comedor, donde un grupo de estudiantes del Coro de Hogwarts, dirigidos por un profesor diminuto con aspecto de duende, entonaban un canto encantado acompañado por los croares acompasados de sapos mágicos vestidos con pequeñas bufandas escolares. Cada uno parecía tener una nota asignada. La canción hablaba de la llegada, del primer paso en un mundo nuevo, del inicio de todo. Y algunos sintieron que se les erizaba la piel. Una melodía navideña en pleno otoño. Una bienvenida que parecía salir del alma del castillo mismo. La canción terminó entre aplausos, y el pequeño profesor dio una reverencia elegante. Como detalle curioso, la mayoría de los alumnos del coro vestían túnicas azules; al regresar, ocuparon un amplio sector de la mesa de Ravenclaw, que se llenó de inmediato con voces aún emocionadas, mejillas coloradas y risas contenidas. Fue entonces cuando el director alzó la mano. El silencio descendió con rapidez. Un silencio denso, no por magia, sino por expectación. En el centro del gran espacio, un sombrero viejo y raído reposaba sobre un taburete de tres patas. Parecía insignificante, hasta que abrió una grieta a modo de boca y comenzó a cantar con voz grave y antigua, como si arrastrara los ecos de mil generaciones. El estornudo del algún alumno resonó con tal fuerza que rebotó en las paredes, arrancando sonrisas reprimidas y un par de codazos cómplices. El Sombrero carraspeó como si también lo hubiera oído, y el Gran Comedor recuperó el silencio a medias.Prestad oído, jóvenes almas, que cruzáis el umbral del saber. Soy el Sombrero de mil historias, y vengo, una vez más, a escoger.
De cuatro llamas se forjó el fuego que aún arde en este salón encantado: Gryffindor, con su espíritu fiero; Slytherin, sutil y enmascarado.
Hufflepuff, que alzó con manos firmes la nobleza de lo cotidiano; Ravenclaw, con mirada de estrella, genio eterno y sueño humano.
No creas que el alma es simple o recta, ni que el destino es línea trazada; pues cada uno lleva dentro más de una casa entrelazada.
¿Eres astuto? ¿Sabio? ¿Valiente? ¿Leal, quizá, de temple constante? A veces, lo que más temes es lo que arde más brillante.
Yo veré dentro de tu mente, leeré lo que no sabes decir: tus secretos, tus quiebres, tus metas… y allí, decidiré dónde ir.
Pero escucha este verso final, guárdalo en tu memoria interior: Unidos, brilláis como el alba. Divididos... os devora el temor…
Cuando terminó, todos aplaudieron. Algunos lo hicieron por nervios, otros por respeto, y unos más solo porque vieron que los mayores lo hacían. Pero entre las mesas comenzaron a escucharse susurros emocionados: —¡Siempre dice algo distinto cada año! —comentó un alumno de segundo, con los ojos brillantes. —Sí, nunca repite la canción... —añadió otro. —¡Cómo me encanta eso! —exclamó una chica de túnica azul, aplaudiendo con entusiasmo genuino, como si hubiese asistido a un espectáculo que solo ella pudiera comprender del todo. Esa chispa de tradición impredecible dejó una vibración en el aire, como si el castillo se riera para sí mismo, encantado de sorprenderlos una vez más. Fue entonces cuando se oyó la voz fuerte y clara de una mujer que parecía tener acero en la garganta y una escoba por columna vertebral: —¡Atención! Soy la profesora Minerva McGonagall. Ustedes, los de primer año, serán seleccionados ahora por el Sombrero para una de las cuatro casas. Esta decisión marcará su vida escolar. Sean respetuosos. Sean dignos. Los relojes de arena de las casas, aún vacíos, brillaron a la distancia con una luz contenida. Las piedras preciosas dormidas en su interior parecían aguardar el primer mérito, el primer fallo, el primer grito. Minerva McGonagall prosiguió: —Cada casa valora distintas cualidades, pero todas forman parte de la historia de este colegio. Sean donde sean asignados, lleven su insignia con honor. Y recuerden: perder puntos por mal comportamiento en su primer día sería una verdadera deshonra. Miró con dureza a James y Severus antes de carraspear. —La ceremonia comenzará. El primer nombre fue llamado. A medida que los alumnos avanzaban, uno por uno, hacia el taburete, el ambiente adquiría un aura ritualística. El Sombrero Seleccionador, desgastado por siglos de servicio, pero aún vibrante de vida mágica, parecía observarlos con un ojo invisible y antiguo mientras se aproximaban. Algunos se sentaban temblando. Otros, con sonrisas nerviosas. Uno que otro, con descaro. Los nombres avanzaban en orden alfabético y el patrón se repetía: unas cuantas sorpresas, algunas decisiones obvias, y un silencio expectante que se renovaba con cada elección. Entonces ocurrió algo distinto. —Black, Sirius —pronunció McGonagall. El Gran Comedor se estremeció. No por volumen, sino por lo que el nombre significaba. Los Black. Linaje, pureza, Slytherin. Nadie dudaba dónde iría. El muchacho caminó con las manos hundidas en los bolsillos. Tenía una soltura insolente que parecía un desafío. Su cabello era una tormenta oscura; su sonrisa, apenas contenida, chisporroteaba como un incendio mal apagado. No saludó, no vaciló. Se sentó en el taburete como si fuera un trono robado. El Sombrero apenas rozó su cabeza y la voz lo inundó de inmediato. —Ajá… otro Black. Qué fácil sería. Lo tienes escrito en la sangre: astucia, orgullo, ambición. En Slytherin serías grande. Tu apellido te abriría todas las puertas… y tu ingenio se encargaría de atravesarlas. Hubo una pausa. Un susurro tentador. —Serías temido. Respetado. Una serpiente entre serpientes... ¿No lo sientes, Sirius? Encajarías como ninguno… —Ni lo digas —interrumpió Sirius con fiereza—. Antes muerto. Te tiraré al maldito fuego si lo intentas. El Sombrero dejó escapar una risa baja, antigua. —Oh, pero si eres lo más Slytherin que he visto en años. Mira tu mente: ves el tablero antes que empiece la partida. Eres rápido, astuto, desconfiado. Incluso tu rebeldía es puro veneno de serpiente. Te fascinaría ese poder. Y lo sabes. —¡Jamás! —le escupió Sirius en silencio rabioso—. ¡Jamás seré uno de ellos! —Slytherin te describe más de lo que admites —susurró el Sombrero, con voz que se arrastraba como humo—. —Si fueras a Hufflepuff, quizá aprenderías lo que significa pertenecer… pero no durarías ni una semana antes de aburrirte. En Ravenclaw, sí, brillarías… pero no por estudio ni nobleza. Brillarías por romper cada regla con descaro, por hacer de la rebeldía un arte. No encajas en Gryffindor por nobleza ni por sacrificio, eso no está en ti. No sigues reglas, ni siquiera las de tu propia manada. Tienes un código propio… hecho de orgullo, de celos, de esa hambre por demostrar que vales por ti mismo. Hubo una pausa. —Slytherin te describe más de lo que admites… Haces alianzas por lealtad, pero también por territorio. Y cuando alguien te hiere, no buscas justicia… buscas devolver el golpe. —¡Eso no es crueldad, es defensa! —escupió Sirius en su mente, con los puños apretados bajo la tela. —Puedes ser cruel, Sirius. Cruel con los débiles, despiadado con los que llamas traidores.... —¡No soy cruel! —replicó de golpe, aunque algo en su pecho ardió porque sabía que no era del todo mentira. —¿Seguro? Porque la venganza que le harías contra los traidores es digna del filo de una serpiente… El muchacho apretó los puños bajo la tela, sudando frío. —No. No. No. ¡No! ¡¡NO!! ¡No seré uno de ellos! ¡Prefiero quemarme vivo antes que llevar ese nombre en las catacumbas! El Sombrero lo examinó en silencio, disfrutando de esa furia infantil como si fuera un festín. Y al fin murmuró: —Muy bien… tu corazón late en verde, no lo niego. Te pintaron de verde antes de nacer, y tu sombra lo será siempre. Pero solo un Gryffindor tendría la obstinación suficiente para escupirle a su propia sangre y elegir rojo, aunque le cueste todo. Esa rebeldía es lo único que ningún Slytherin comprendería jamás… porque solo un Gryffindor se atreve a vivir su vida entera en guerra con su propia sombra. Un silencio pesado. Y entonces el Sombrero bramó: —¡GRYFFINDOR! El eco retumbó en las paredes. Sirius se quitó el Sombrero de un manotazo, como si hubiera vencido a un enemigo invisible. El silencio fue inmediato. Total. Como si el castillo necesitara un parpadeo entero para procesarlo. Los murmullos estallaron después, primero como un murmullo ahogado y luego como un oleaje. En la mesa de Slytherin, las miradas se cruzaron con un asombro que oscilaba entre el horror y la incredulidad. Había más de un Black sentado allí, y tres hermanas, alineadas como un retrato en vivo, se miraban sin palabras, incapaces de ocultar la mezcla de rabia y confusión. La mesa de Gryffindor rugió como un león desorientado: exclamaciones, aplausos nerviosos, risas quebradas. En cambio, en Slytherin no hubo sonido. Solo rostros endurecidos, susurros mínimos, algún gesto de vergüenza al bajar la vista. Sirius Black descendió del taburete con la sonrisa más ancha, más cínica. Como quien no solo acepta el escándalo, sino que lo firma con gusto. Pasó frente a su mesa predestinada sin desviar la mirada; al contrario, alzó el mentón y sostuvo los ojos de los suyos —y de los que ya no lo eran— como si dijera sin voz: rompo con todo, y no me arrepiento. Cuando pasó junto a Crowley Prince, se cruzaron las miradas. Sirius lanzó una daga silenciosa; Crowley, con los brazos cruzados y una sonrisa torcida, movió apenas los labios: ¿En serio? Escéptico, burlón. Aunque en el fondo —algo que nunca admitiría—, Crowley respetó aquella rebeldía. Sirius no se detuvo. Caminó con más fuerza, dejando tras de sí una estela de provocación. Severus sintió un nudo áspero en el pecho. No era solo molestia: era visceral. Ver a alguien romper un linaje entero con esa insolencia fue como una bofetada al orden. No necesitaba conocerlo más, pues no tenía ni la menor idea de quién era; pero le bastaba escuchar los susurros del aire para entenderlo. Era bueno reconociendo el ambiente, hábitos de su supervivencia. Black no era una sorpresa. Era una grieta. Una revelación violenta en mitad de un rito sagrado. Y Severus Snape no soportaba las grietas. Eran el inicio del cao Cuando llegó el turno de “Evans, Lily”, no hubo murmullo, ni tensión, ni ruptura. Solo un nombre más. Hija de muggles, desconocida para la mayoría, se adelantó sin pretensión, con la calma que solo da la ignorancia de las expectativas ajenas. La muchacha de cabello rojo avanzó con determinación tranquila. No caminaba: flotaba. Subió los escalones y se sentó en el taburete como si hubiese estado esperando ese momento toda su vida. Sin embargo, sus manos se aferraban levemente a la tela del uniforme. El Sombrero se posó sobre su cabeza y emitió un murmullo gutural, como si se desperezara. Luego, solo ella pudo escuchar: —Vaya... Qué mente tan despierta tenemos aquí. Qué hambre... hambre de comprender. Curiosidad peligrosa... Exigente. Exigente contigo, con el mundo, con todos... Hubo un breve silencio. —Y hay valor, sí. También hay lealtad. No buscas gloria... pero no aceptarías mediocridad. Y esta necesidad tuya de preguntarlo todo... fascinante. Serías una gran Ravenclaw, sin duda. Muy grande. Oh, pero también veo ese fuego cuando alguien a quien amas está en peligro. Veo la furia que aún no has probado. No es rencor: es fuerza. Otro silencio. Casi íntimo. —Slytherin te haría poderosa, muy poderosa… pero no feliz. —No necesito ser poderosa, necesito ser yo —respondió ella al instante, con firmeza casi infantil. —No es que la rechaces: simplemente no resuena contigo. Tú buscas construir. Mejorar. Cambiar. —¡Exacto! —saltó Lily, como si le hablara a alguien que por fin la entendía. Una pausa más. —Será mejor enviarte a... … —¡GRYFFINDOR! Hubo vítores. Aplausos. La mesa de túnicas escarlatas se agitó, recibiéndola como una ola cálida. Lily sonrió y bajó con esa misma gracia decidida que la llevó allí arriba. Antes de llegar a su mesa, lanzó una mirada a Severus. No fue una disculpa, pero sí un reconocimiento silencioso. Pena, comprensión... y algo más que no podía explicarse en palabras. Él, en su lugar, no aplaudió. Apenas tragó saliva y desvió la vista hacia la mesa de Slytherin, todavía vacía para él. Aun así, Lily se sentó entre los leones con una sonrisa radiante, saludando a quienes la recibían como si, al fin, estuviera en casa. Fueron pasando más alumnos. Nombres, casas, aplausos. Pero para Severus, después de ver a Lily sentada en Gryffindor, nada más tuvo importancia. Cada nuevo nombre era solo ruido de fondo. Hasta que llegó uno que no pudo ignorar. —Potter, James —llamó McGonagall. El chico de gafas desordenadas se puso de pie con una sonrisa. No era una sonrisa amable. Era la de alguien que sabe que el mundo lo está mirando… y lo disfruta. Caminó hasta el taburete con paso seguro, el mentón alto, los ojos brillantes de una confianza casi escandalosa. Al llegar, hizo una reverencia exagerada —mitad broma, mitad presentación— y se sentó como si tomara el trono de un escenario que ya era suyo. El Sombrero descendió. Apenas rozó su cabeza, y ya parecía exasperado. —Ah… por supuesto. Un Potter. Qué maravilla. Otro niño que no teme a nada… porque aún no ha tenido que enfrentarse a sí mismo. Silencio. —Veamos… astuto no eres, aunque a veces juegas a serlo. Ambicioso, sí, pero solo cuando hay público. Inteligente… sí, en el modo en que lo son los que no toleran perder. Y tu ego… ah, tu ego es una sala con espejos por paredes. James rodó los ojos, divertido, y sonrió con descaro. —¿Terminaste? —murmuró en voz baja, con burla apenas contenida—. Qué intenso eres para ser un sombrero viejo… ¿Quieres que te firme un autógrafo también? Lo haré sobre el trono, cuando me lo den. Se recostó en el taburete, disfrutando cada palabra más que el veredicto final. Para él, el análisis era entretenimiento. No una advertencia. El juicio era solo una broma que ya conocía. —Te gusta ganar. No por maldad, sino porque perder no está en tu diccionario. Y aún no sabes lo que es mirar hacia abajo sin burlarte. Narcisista. Elitista. Y, para colmo, encantador. De esos que destruyen sin querer. O peor: creyendo que hacen bien. Tu ego… ah, tu ego… es una sala con espejos por paredes… James rodó los ojos. —Pues que reflejen bien, así todos me ven guapo. El Sombrero suspiró, cansado. —Podrías ser un gran Slytherin… —¡Puaj! —James hizo una mueca—. Eso sí que no. El sombrero quedó pensativo, leyendo con cuidado la mente del muchacho. —Tu apellido abriría puertas, tu carisma las dejaría abiertas. Pero no te interesa el poder por sí mismo… sino el aplauso. Lo que quieres no es mando. Es ser el mito. Un cosquilleo recorrió la frente de James. Una pequeña incomodidad. Solo eso. —Hay valentía aquí, sin duda. Y osadía. Pero no sabes aún que la audacia sin causa es solo vanidad disfrazada de fuego. La grandeza te llama… pero si no aprendes a respetarla, también te quemará. Y sin esperar más, como si el Sombrero ya supiera que era inútil sugerir otro camino: —¡GRYFFINDOR! James alzó los brazos como un campeón y bajó entre aplausos. Sirius silbó desde la mesa leona, y Lily lo miró con resignación cuando llegó a su sitio, como todo un triunfador. Luego fue el turno de un chico bajo, con cabello castaño y expresión nerviosa. —Pettigrew, Peter. Subió lentamente, arrastrando un poco los pies, como si quisiera disolverse en el suelo. Cuando se sentó, el Sombrero cayó sobre sus ojos y, tras unos segundos, habló con una voz más reflexiva: —Ajá… Ahora, esto es interesante… Veo muchas cosas aquí. Deseos contradictorios. Tienes miedo, sí. Mucho miedo. Pero no eres un cobarde. Hay una diferencia. Quieres ser valiente. No lo eres aún, pero lo deseas con fuerza. Te ves pequeño al lado de los otros… y, sin embargo, tienes un instinto de supervivencia impresionante. Casi demasiado. No por maldad… por necesidad. Un silencio largo. —¿Hufflepuff, tal vez…? No, no. No te basta la tranquilidad. No soportarías la falta de reconocimiento. El Sombrero parecía tantear rincones más oscuros, más inseguros. —¿Slytherin…? Astuto, silencioso, determinado en el fondo. Tienes madera. Pero no quieres estar solo, y allí lo estarías, ¿no es así? El Sombrero mismo dudó. —¿Gryffindor…? Mmm… aquí también hay algo. No por lo que ya eres… sino por lo que ansías ser… El tiempo se volvió espeso. Casi cinco minutos. —Tú tienes muy en claro qué quieres… pero no sabes cómo. Y harás lo imposible para conseguirlo. Lo que sea. Slytherin o Gryffindor… Hmmmm… difícil, difícil… Otro minuto. La sala murmuraba, sin entender la demora. Incluso los maestros se miraban entre sí, susurrando que habían pasado ya cinco minutos… —No es falta de valor. Es falta de guía. Falta de límites sin escrúpulos… Te daré una oportunidad, Peter Pettigrew. No porque ya seas un león… sino porque quizás, solo quizás, podrías aprender a serlo. Porque, aunque tengas una ambición brutal, lo que más admiras, amas y deseas, es la valentía... Hizo un denso silencio. —Tienes miedo, sí. Mucho miedo. Pero no eres un cobarde. —¿Y cómo sabes tú eso…? —pensó Peter, con un nudo en la garganta. —Quieres ser valiente. No lo eres aún, pero lo deseas con fuerza. —¡Quiero, sí quiero! —replicó, como si se lo jurara al sombrero, o quizá a sí mismo. —… Muy bien… Finalmente he tomado una decisión, muchacho. Mucha suerte con esto, la necesitarás… … —¡GRYFFINDOR! Peter se quitó el Sombrero con manos temblorosas y bajó del taburete lo más rápido que pudo, como si temiera que el juicio fuera a cambiar si se demoraba. No entendía del todo lo que le habían dicho, pero entendía una cosa: no estaba solo. El ritual continuó, pero ya comenzaba a pintar el destino de algunos. Y el nombre “Snape, Severus” aún no se pronunciaba. La lista avanzaba. Ya habían llamado a Potter y a Pettigrew. Quedaban pocos. La mancha de alumnos sin seleccionar se había reducido a una hilera delgada al fondo, como si el tiempo mismo se agotara con cada paso. Severus permanecía en primera fila, rígido, como si esperarlo todo fuera lo mismo que no esperar nada. Sabía que su turno estaba cerca. Lo presentía con cada latido. Cerró los ojos. No estaría Lily con él, eso era un hecho. Pero ya encontraría la manera de arreglarlo. Ya pensaría qué decirle. Qué prometerle. Qué demostrarle. Respiró hondo. Recordó entonces las palabras de su madre. Las verdaderas. No las dulces, sino las necesarias. Aquellas que le decía con firmeza, incluso con crudeza, en los días que más lo necesitaba: “Tú no eres como ellos, Severus. No dejes que el mundo te pisotee. Jamás bajes la cabeza. No importa lo que digan, lo que crean, lo que vean. Los mediocres ladran. Nosotros caminamos. Recuerda quién eres.” Él era su legado. Y en ese legado había fuerza. Magia. Orgullo. Aun odiando el apellido Snape, llevaba en las venas la sangre de su madre con todo el peso del mundo: la mitad mágica, la mitad que lo salvaba. Recordaba los ruidos, los gritos, los golpes. Cerró los ojos un instante, aferrándose a lo que importaba: aquella voz seca, aquella boca apretada que le enseñaba a resistir el barro con orgullo, aunque en silencio arrastrara culpas que jamás confesó. Severus la había creído. Con todo su corazón. Y ahí estaba, preparado para entrar en Slytherin, la mejor casa de todas, en donde ella creció en aquel castillo repleto de magia. Hasta que escuchó algo que le desgarró el pensamiento de raíz: —Prince, Corvus. El nombre lo golpeó como un bofetón invisible. Severus parpadeó, rígido, con los dedos cerrándose en puños húmedos contra la tela. ¿Prince…? _________________________________________________ NOTA DEL AUTOR Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. 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