Miércoles 1 de septiembre - 1971
El salón entero se removió con un leve murmullo. Algunos alumnos mayores se miraron entre sí con reconocimiento, y un par de profesores alzaron la vista, atentos. No era un apellido desconocido: Prince tenía peso, aunque no la resonancia de un Black. Un linaje que muchos habían oído nombrar, pero no uno que llenara salas con su sombra. Para Severus, en cambio, fue como si le vaciaran un cubo de hielo sobre la nuca. Volteó, perplejo. Desde el fondo del grupo avanzaba un muchacho alto, delgado, de rostro sereno y andar impecable. Su túnica parecía hecha a medida; incluso la caída de la tela obedecía a una elegancia entrenada. Caminaba con la certeza de quien no tiene nada que demostrar, solo algo que reclamar: su lugar. Como si hubiera nacido para estar ahí. Como si el suelo mismo le perteneciera. Al pasar junto a Severus, lo miró de soslayo. Una sola vez. Sin bajar la cabeza. Fue una mirada sin voz, que no gritó ni susurró: observó. Como quien examina algo que no encaja. Como quien mira una enfermedad en un frasco. El corazón de Severus se apretó, confundido, helado. ¿Escuchó bien? ¿Prince…? ¡¿Prince?! Ese apellido lo conocía desde niño. Su madre lo había susurrado más de una vez con la boca apretada, como si doliera nombrarlo. Prince era un eco incómodo en su casa: una palabra que nunca traía explicaciones, solo silencios. Era el apellido de soltera de su madre, después de todo. Ese mismo que figuraba en los libros usados que ella le había dejado. El que él mismo heredaría en este colegio… … ¡¿PRINCE?! La familia de su madre era un tema tabú que ella evitaba casi siempre. Por ese motivo, jamás se habló de parientes, y mucho menos de parientes en Hogwarts. Para Severus, “Prince” era un rumor de familia, un secreto enterrado. Aunque, viéndolo bien… el desconocido no era ese muchacho. El verdadero desconocido era él, con su apellido muggle y torcido: un tal Snape. No podía apartar la mirada. ¿Cómo nunca imaginó la posibilidad de otros Prince en Hogwarts? ¿Por qué su madre nunca…? Y lo peor: ¿por qué ese chico caminaba como si fuera todo lo que él no era? Snape, menudo, pálido, con el cabello pegado al rostro y una túnica que no terminaba de quedarle bien. Contra ese otro… Un corcel real frente a un caballo de trabajo. Injusto. Inexplicable. Y, sin embargo, ahí estaba. Un Prince. De verdad. Severus tragó saliva, sin moverse. El mundo, de repente, se había torcido sobre sí mismo. El muchacho subió los escalones con calma. Se sentó. El Sombrero cayó sobre su cabeza. Y entonces… silencio. Una voz ancestral vaciló: —Ah… tu mente… Una pausa, como un suspiro que arrastraba siglos. —Tantos años tengo, tantos siglos… y aún puedo decir con certeza: tu mente es tan extraordinaria como maldita. Un caos estructurado. Una tempestad disfrazada de estanque. Corvus no se inmutó. Lo esperaba. Quizá peor. —Una arquitectura prodigiosa… levantas muros, dibujas orden, pero debajo todo vibra. Todo tiembla. La magia en ti resuena con ecos antiguos… como si el mundo hablara dentro de ti en demasiadas frecuencias. No es un don: es un eco perpetuo. Algo innato, roto y perfecto a la vez. La voz bajó, grave, íntima. —Brillante, sí. Pero huyes. Tus memorias te cortan. Piensas para anestesiarte. Cuando diseccionas el mundo, las voces callan. El zumbido baja. El pecho aprieta menos. Pero lo sabes: es placebo. Corvus cerró los ojos bajo la tela. —¿Algún día… mi mente se arreglará? —murmuró. El silencio pareció humano. —Muchos de tu linaje han pasado por mí. Magos formidables… y quebrados. Prodigiosos en artes mentales, imposibles de leer incluso para mí. Eres el cúmulo de todo lo bueno y lo malo de atreverse a tocar la magia que manipula recuerdos, que distorsiona voluntades. Una corriente recorrió la copa del Sombrero. —Y el precio siempre es el mismo: brillar como faro, consumirse desde dentro. Silencio. —No eres Gryffindor: detestas el azar. Ni Hufflepuff: tu paciencia es hambre. Ravenclaw… tampoco. No buscas verdad, sino quietud. Sobrevivir al ruido. Un latido mágico. —¿Slytherin…? No quieres poder ni gloria. Solo que todo funcione. Aquí podrías esconderte tras los libros, fingir que el silencio es paz. Corvus sonrió, sin humor. —Hace un momento me dijeron que ninguna casa me quedaría… que lo mejor para mí sería una quinta opción. El Sombrero se estremeció, como si la frase hubiera despertado un eco olvidado. —Ah… la quinta casa… Hace tanto que nadie me recuerda eso… Sí… tú hubieras encajado. Lo veo tan claro… Corvus abrió los ojos, muy despacio. —¿Q-qué…? La voz casi rió. —Ese brillo… hambre de conocimiento, incluso si tu motivación para saber cosas proviene de una zona densa y oscura… Pero aquello es pasado… Enfoquémonos en ti. Espero que logres diseccionar a tus demonios sin convertirte en uno... Y entonces, el grito resonó, grave y claro: —¡RAVENCLAW! Hubo un murmullo leve antes de que los aplausos llenaran el espacio. No fue un estallido, sino un rumor suave, casi administrativo. Los alumnos lo comentaban con naturalidad, como si lo hubieran esperado. Un par de profesores apenas asintieron, sin sorpresa alguna. Severus alcanzó a atrapar fragmentos al pasar: “Ravenclaw, por supuesto”, “se veía venir”, “sin novedad”. Corvus se quitó el sombrero con lentitud, observándolo un instante más. Más preguntas que respuestas. Lo entregó con cuidado, con el respeto que merecía, y caminó hacia la mesa azul, sin vacilar. Esa naturalidad fue lo que más lo heló. Corvus parecía encajar sin esfuerzo, como si todos hubieran sabido de antemano que allí pertenecía. Todos menos él. Para Severus, aquello era un abismo. Descubrió, con un nudo en la garganta, que carecía de un mapa: salvo los libros heredados de su madre, no tenía claves para entender ese mundo. Todo alrededor parecía compartir un código secreto, un entendimiento común en el que él no figuraba. El apellido Prince llevaba consigo un peso que los demás reconocían de inmediato. Él no. Para él, era solo una sombra incómoda en la voz de su madre, nunca explicada, nunca compartida. Y en esa normalidad ajena, Severus comprendió lo más cruel: que incluso en su propia sangre había un idioma al que no tendría acceso. Se quedó en su sitio, rígido, con la sensación de que el suelo mismo había decidido dejar de sostenerlo. —Prince, Crowley. El nombre se deslizó por el Gran Comedor como una chispa breve, suficiente para que las miradas giraran hacia la entrada. Crowley avanzó con una calma que no era arrogancia pura, sino una imitación demasiado lograda de ella. Sus pasos eran fluidos, medidos, como si hubiera ensayado la forma correcta de caminar hacia su destino. Había en su porte algo elegante, sí, pero también un matiz inquietante: el de un niño que finge ser mayor de lo que es, y lo hace tan bien que resulta incómodo. Su túnica caía con precisión estudiada; cada pliegue parecía colocado a propósito. Sus ojos, brillantes y astutos, recorrían el comedor con una chispa de ingenio y desafío que no pedía permiso para existir. Y esa media sonrisa —leve, torcida, casi imperceptible— tenía algo de truco, de escenario. Severus Snape palideció. Lo reconoció. Era el mismo que se había enfrentado a golpes con Black en el tren. Pero ahora… era peor. Era real. No entendía cómo, pero ahí estaba: avanzando como si cada paso fuera parte de un guion secreto. Y, sin embargo, los mayores de Slytherin empezaron a intercambiar miradas: alguno arqueó una ceja, otro se recargó en el respaldo con un suspiro cansado, como si dijera sin palabras “otro aspirante a estrella”. Crowley se sentó sin apuro, midiendo cada gesto. No hubo exageración ni teatralidad burda, pero tampoco naturalidad: todo estaba demasiado calculado. Y aun así, esa torpeza en su perfección —la obviedad de querer ser visto— era lo que lo hacía imposible de ignorar. Desde la mesa azul, Corvus suspiró. Lo había visto ensayar esa misma entrada una y otra vez en los pasillos de la mansión, fácilmente desde el otoño pasado... la caída de la túnica, el giro de la cabeza, incluso la forma de posar la mano antes de sentarse. No le sorprendía verlo ejecutarlo ahora… lo que sí le sorprendía era lo bien que le salía frente a todo Hogwarts. Ladeó la cabeza con esa media sonrisa cargada de veneno suave y humor cruel. El murmullo del Gran Comedor disminuyó cuando el Sombrero Seleccionador descendió sobre su cabeza. —Ah… un segundo Prince…~ —ronroneó el Sombrero, con un deje burlón que a cualquiera le habría parecido casual. La sonrisa de Crowley se desvaneció. Sus labios se tensaron, y su mirada se volvió gélida, perforando la nada con un filo invisible. —Vaya… “un segundo Prince”… —murmuró, apenas audible, con un veneno ácido en la voz—. Iniciamos perfecto. —Te fastidia—dijo el Sombrero, divertido—. Te carcome. “Segundo”. Como si esa palabra estuviera grabada a fuego en tu esternón y ardiera cada vez que la escuchas. No es modestia lo que te encoge: es rabia contenida. No hubo respuesta. Solo un latido tenso en su cuello. El Sombrero prosiguió, saboreando cada rincón de su mente con voz antigua y sibilante. —Qué energía tan caótica… Un ego herido, brillante, hambriento. Detectas las mentes de los demás como si fueran puertas entreabiertas, en donde tu puedes entrar y salir de ellas a voluntad. Lo haces para explorar… Para invadir… Crowley no negó nada. Tampoco asintió. Su silencio se volvió un arma. Sus ojos, entornados, no mostraban miedo. Solo cálculo. —Tu nivel de invasión mental no es normal —musitó el Sombrero, con oscura fascinación—. Tienes una afinidad aguda, innata, con la magia de la mente. Abusas de ese poder. Lo utilizas como quien usa mapas, atajos, o trampas… El silencio entre ambos se densificó, como una habitación sin aire. —Te infiltras en las grietas del alma como si fueran rendijas mal cerradas... ¿Pero por qué?—el sombrero se divertía, analizando el caso—.¿Por qué esa necesidad de interceptar…? ¿Por qué te dedicas a invadir, eh…? Ah… claro… No esperas a que te lleguen primero con algún golpe. Prefieres provocarlos para saber cuándo llegará este y esquivarlo… Oh, sí, en eso sí que eres muy astuto… Prefieres conjurar el daño para evitarlo a tiempo… Pero, ¿eso alguna vez te ha funcionado? Crowley iba hablar, pero el sombrero no le dejó. —Decides por los demás antes de que ellos decidan. Porque te da miedo las decisiones ajenas. Porque estás cansado de que decidan y controlen todo por ti, como siempre, ¿o me equivoco? El Sombrero calló un segundo, como si saboreara cada fibra de esa mente. —Y, sin embargo…—continuó, con voz casi curiosa—, estás exhausto. ¿Lo sabías? Tu mente no descansa. Porque no puedes dejar de leer. Porque si no te adelantas… duele. Crees que, si logras anticipar el golpe, dolerá menos. Pero te equivocas. Adelantarte no te protege. Te aísla. Te deforma. Te arranca la posibilidad de que otros decidan quién quieren ser contigo. Has convertido tu habilidad en una espada de doble filo… donde sales cortado tú también. Siempre aislado. Siempre vigilante. Sin permitir que nadie elija nada, porque tú ya te alejaste… o peor: los alejas antes de que puedan acercarse. Llevaba ya un par de minutos bajo la tela raída, y el Sombrero no terminaba de escoger. Se demoraba, paladeando cada rincón de su mente como si no quisiera soltarlo, como si estuviera saboreando un vino extraño. —Basta —masculló Crowley, con los dientes apretados. —No lo haré—replicó el Sombrero, implacable—. Porque tú tampoco paras. No soportas que te lean con la misma facilidad con que tú lees a los demás. Te hace rabiar. Tu mente es brillante, y ya estás diseccionando cada palabra que digo, buscando fisuras, midiendo intenciones… Qué niño hace eso, dime… y con solo diez años. Crowley no se movió. Su voz salió baja, cargada de veneno suave. —Uno que aspira a la grandeza, claro. El Sombrero casi pareció sonreír. —Oh, sí. Pero dime… ¿por qué quieres grandeza? ¿Para sobresalir? ¿Para llenar tu ego herido? ¿Para sobrevivir a qué? ¿A quién? ¿A una sombra? ¿A un hermano? ¿A una ausencia? ¿A un juicio que te taladra cada vez que lo escuchas en voz alta…? Crowley vaciló. Y, huyendo a la respuesta real, le confrontó con ironía. —¿Eres acaso así de molesto con todos? ¡Llevas más de un minuto y solo sigues y sigues parloteando! ¡Ya tomé una decisión! ¡Mándame a la casa que yo quiero! El Sombrero se deleitó, como quien paladea un veneno dulce, sabiendo que el ardor era parte de la esencia de ese muchacho. —Y así será. Sin embargo, contigo no es tan sencillo. Esto lo hago solo porque eres un lector de mentes, al igual que yo. Y cuando dos mentes con ese mismo de habilidad chocan, las lecturas no son tan obvias entre ambas. Leo tu mente con ruido, con estática… Mi lectura no es tan clara ni tan obvia, así que, si me apresuro, sería un error de mi parte. Ese es mi problema contigo. Así que solo estoy asegurándome de hacer bien mi trabajo, para no tomar una decisión precipitada. El sombrero hizo una leve pausa, acomodando sus pensamientos. —No me confundas. Yo no tengo sentimientos ni nada personal contra nadie; esa no es mi función. Mi deber es leer e interpretar la psiquis de cada uno, descubriendo cuáles son sus ideales más ocultos, para ver cómo son afines a los de mis antiguos maestros, para honrar y seguir con su legado… Como que, por ejemplo, logro captar una profunda, aunque oculta nobleza en ti… y que, por algún motivo, insistes en negarla. Eres alguien tan potencialmente leal como egoísta… ¿Ves mi dilema? Me cuesta mucho deducir tu dualidad. Eres alguien capaz de arder por los tuyos… Pero también eres capaz de quemar a otros, o, peor aún, inclusive eres capaz de quemarte a ti mismo si es necesario… Ya sea por justicia, por deseo, rabia, egoísmo, valentía o posesión… Que complicado… Que complicada decisión tengo contigo… Crowley respiró, apenas. —Haznos un favor a ambos y envíame a Slytherin, te lo dejaré así de sencillo —demandó, con una calma venenosa. El Sombrero soltó un murmullo divertido, como si probara una fruta demasiado ácida. —Te diré mi dilema, muchacho. Tu dices Slytherin. Pero si fuera por mí, te mandaría a Gryffindor. La sonrisa de Crowley se borró en seco. —Ni lo sueñes. —Lo veo, lo veo… Gryffindor es la decisión correcta para ti…—prosiguió el Sombrero, implacable, casi disfrutando de alargar el momento—. Eres fuego, criatura. Impulsivo, rabioso, capaz de lanzarte a la hoguera sin mirar atrás. No eres paciente como una serpiente, sino que actúas como un león que se quema y aun así muerde. Crowley apretó la mandíbula. El murmullo lejano del Gran Comedor se había desvanecido en su mente: solo quedaban el peso del Sombrero y el paso lento de los segundos. Ya iban varios minutos. Demasiados. El silencio comenzaba a ser incómodo incluso para él. —Podrías ser un héroe, si te lo propusieras—susurró el Sombrero, su voz grave como piedra antigua—. Uno de esos que se lanzan al fuego, aunque te consuman. Tomas riesgos sin dudarlo. Eres capaz inclusive de chocar contra la misma roca varias veces, si debes hacerlo en tus extrañas estrategias. —No me interesa ser un héroe, ¡y mucho menos ser imprudente! —siseó Crowley, seco. —Pero lo eres. Tienes alma de uno en el fondo… Capaz algo torcido y autodestructivo, pero no olvidemos lo evidente. Así que Gryffindor es mi veredicto: Eres un fuego que consume a todos, incluso a ti mismo. Y es miedo lo que te mueve: miedo a que, si no dominas tú primero, alguien más lo haga, y por rabia actuarias impulsivamente sin medir consecuencias, con la tenacidad de todo lo que ello implica. Crowley palideció. —Mándame a Slytherin —repitió, sin súplica. Era un mandato. El Sombrero permaneció en silencio un instante más, como si lo observara desde una altura imposible. —¿Seguro? Gryffindor te va perfecto. —¡NO! ¡Yo escojo Slytherin, joder! ¡Es mi maldita decisión! ¡Yo quiero esa casa! ¡Y yo voy a ir a donde yo decida ir, no a donde tu ni nadie me diga a donde ir! ¡Es mi decisión! ¡No tuya! Por más legeremante que fuera Crowley e interfiera con habilidad innata de la del Sombrero, este último pudo leer perfectamente que la rabia que provenía en ese momento del muchacho era bastante vieja. Era todo lo que necesitaba para finalmente comprender aquella mente. —… Ya te entiendo. En el fondo, buscas más libertad que poder. Y en vez de un campo abierto, escoges un nido oscuro. Piensas que ser “bueno” es ser débil. Que mostrar el corazón es invitar al cuchillo. Tienes sentido de lo justo, sí, pero solo si está bajo tu propia definición. Prefieres la máscara a exponerte. Prefieres manipular el miedo antes que enfrentarlo. Hubo un leve murmullo mágico, como un eco que se apaga en piedra antigua. —Quieres estar entre los que usan cuchillos, porque tú también los portas. Porque entre ellos sabrás cuándo viene el golpe. Nunca soportarías estar rodeado de quienes se desarman al primer brindis. Crowley cerró los ojos, su respiración calma, pero sus manos tensas sobre los muslos. —Mándame a Slytherin —repitió, más duro. El Sombrero suspiró. No de cansancio, sino como quien contempla un cuadro imposible determinar. —Eres contradictorio… pero fascinante. Lo mejor y lo peor de dos mundos. Rabia emocional, impulsividad escénica, pasión arrebatada… combinadas con frialdad estratégica y veneno suave. Un Gryffindor de alma… pero un Slytherin por elección. No eres león, ni serpiente. Una pausa final, cargada de un susurro que parecía un secreto. —Eres un zorro. Y eso serás con tus decisiones: un zorro entre serpientes, fingiendo que mudas de piel… mientras observas quién se atreve a tocarla. Crowley sonrió apenas. —Esa imagen me gusta… Y entonces, con un grito seco y sin adornos: —¡SLYTHERIN! Crowley no se levantó con timidez. Ni siquiera con orgullo simple. Se irguió con un movimiento felino, y de pronto trepó sobre el taburete como quien asciende a un estrado que ya le pertenecía. Con el Sombrero aún en sus manos, lo alzó sobre su cabeza como si fuera una corona usurpada a los fundadores mismos. Su voz, clara y vibrante, desgarró el aire: —¡YA LO ESCUCHARON! ¡SLYTHERIN! ¡LA CASA DE LA GRANDEZA! ¡DE LOS QUE NO PIDEN PERMISO, PORQUE NACEN CON SU PROPIO TRONO! —su sonrisa se torció, venenosa—. ¡Y ESCÚCHENME BIEN! ¡JURO ANTE USTEDES QUE SERÉ EL PRÓXIMO MINISTRO DE MAGIA! ¡SEAN TESTIGOS! ¡YO SOY CROWLEY PRINCE, Y DESDE HOY ESTE CASTILLO RECORDARÁ MI NOMBRE! El silencio fue inmediato. Pesado, como si un dragón hubiera desplegado sus alas sobre el salón. Nadie respiró. Desde la mesa de Slytherin se alzó un único aplauso: seco, calculado. Después, otros lo siguieron, no con fervor, sino con un asentimiento medido. No era acogida: era un veredicto en suspenso. Las demás mesas guardaron la quietud de una sala que no sabe si ha presenciado un acto de genio o de locura. Los profesores tampoco intervinieron: Dumbledore arqueó una ceja con un brillo inescrutable; McGonagall lo observó como si acabara de ver entrar a un incendio con rostro humano. Crowley descendió del taburete con la calma de un rey que acaba de sellar su destino. Devolvió el Sombrero a la profesora con un ademán burlonamente cortés y caminó hacia la mesa de Slytherin como si ya perteneciera al corazón mismo de sus sombras. Severus Snape lo siguió con la mirada, un nudo ácido en el estómago. No era envidia. No era admiración. Era la certeza de que aquel niño no solo rompía reglas: pretendía reescribirlas. Sintió desconfianza en su estado más puro. Ese niño —Crowley Prince— parecía libre. Y Severus no confiaba en nada que se moviera sin miedo. Crowley descendió del taburete con la corona invisible aún sobre la cabeza, como si todo el Gran Comedor fuera ya su corte. El murmullo se desató al instante: en la mesa de Gryffindor, James Potter se reía a carcajadas, incrédulo pero divertido, como si lo del “futuro Ministro de Magia” hubiera sido una promesa solemne y no una fanfarronada. A su lado, Sirius Black lo miraba con el ceño fruncido, hastiado, como quien contempla a un loco empeñado en llamar la atención. Alrededor, los murmullos crecían, escandalizados, como un enjambre de voces incapaces de decidir si habían presenciado un acto de genialidad o de pura insensatez. En la mesa de Slytherin, en cambio, reinaba la seriedad. Algún aplauso seco, algún gesto contenido, nada más. Ni rechazo, ni entusiasmo: solo un reconocimiento frío. Y Crowley lo había conseguido. Todo Hogwarts lo miraba. Desde la mesa azul, Corvus suspiró con frustración. Le había repetido una y mil veces que no hiciera esa locura del “Ministro de Magia”. Y ahí estaba: convertido en espectáculo, grabado en las paredes mismas del castillo. Crowley llegó a la mesa de Slytherin como quien regresa a casa, aunque nunca hubiese puesto un pie allí. Miró alrededor con calma, repasando rostros. Algunos le devolvieron miradas cautelosas, otros apenas lo ignoraron. Pero no todos eran hostiles. Encontró en la mesa a tres rostros familiares. Tres figuras que destacaban entre la multitud: las hermanas Black. Bellatrix, con una sonrisa oscura que parecía medirlo; Andrómeda, más reservada, pero con un brillo curioso en los ojos; y Narcissa, la más joven, rubia y delicada, que alzó la vista hacia él con una mezcla de sorpresa y elegancia innata. Crowley no pidió permiso. Se sentó a su lado, como si el asiento le hubiera sido reservado de antemano. Inclinó levemente la cabeza en un saludo impecable. —Ministro de Magia… ¿Tu? ¿En serio? —murmuró Narcissa, arqueando una ceja con una incredulidad casi delicada—. Es la mayor tontería que he escuchado viniendo de ti. Y mira que te he escuchado varias. Le habló con íntima confianza, como quien se saluda a un viejo conocido. Crowley ladeó la sonrisa, encantador y burlonamente dulce. —Jamás he hablado más en serio en mi vida, querida Narcissa. Bellatrix rió, baja y afilada, como un chasquido de fuego. —Si es verdad, al menos promete que harás arder medio Ministerio en el proceso. —Oh, tenlo por seguro —replicó Crowley con un destello travieso en los ojos. Andrómeda, en cambio, lo observó con cierta seriedad. —Conociendo lo imprudente que puedes llegar a ser, es probable que ardas tú primero. Cuidado con eso, Crowley. Crowley rió entre dientes, acomodándose con la gracia de quien ya se sentía dueño de la mesa. El resto de los Slytherin lo observaba en silencio, evaluando. Pero las hermanas Black, en cambio, ya lo habían aceptado en su pequeño círculo con una conversación que parecía tan antigua como natural. Mientras el bullicio se reacomodaba tras la última selección, Severus se permitió escanear discretamente las mesas. Sus ojos, filosos y breves, buscaron hasta dar con los hermanos Prince. Uno, con la insignia verde sobre el pecho, ya estaba instalado como si hubiera nacido allí. Crowley Prince se inclinaba hacia adelante, riendo entre susurros con tres muchachas mayores que parecían acogerlo sin esfuerzo. Lo irritante no era solo que ellas lo escucharan, sino cómo lo hacían: con atención, con gestos de complicidad, como si lo hubieran estado esperando. No parecía un recién llegado; parecía un invitado reclamando lo suyo. Severus apartó la mirada, con un amargor ácido en la boca. Apenas llevaba minutos en Hogwarts, y ya conseguía lo que a él siempre le había sido negado: ser visto. Era absolutamente molesto. Iba a terminar matándolo si pretendía que compartiera habitación con ese sujeto. El otro, en Ravenclaw, estaba en las antípodas. Corvus Prince permanecía inmóvil, la insignia azul brillando bajo la luz de las velas. No hablaba. No lo necesitaba. Los de su mesa guardaban la misma quietud académica, apenas un murmullo contenido y conversaciones en voz baja entre ellos, en grupos pequeños y discretos sin llamar mucho la atención. Y, sin embargo, él encajaba con exactitud inquietante, como una pieza diseñada para ese lugar. Su silencio no era incómodo: era natural, como si hubiera habitado esa calma toda la vida. Severus sintió un nudo que no supo nombrar. Uno lo desconcertaba por exceso; el otro, por ausencia. Los dos, de maneras distintas, se movían como si Hogwarts no los estuviera descubriendo, sino confirmando algo que ellos ya sabían. En el fondo, entre el rumor de las mesas, aún se deslizaba la palabra que el tal Crowley Prince había gritado con descaro minutos antes: “Ministro”. Repetida con burla, con asombro o con incredulidad, flotaba como un eco que se resistía a apagarse. —¡Orden, por favor! —la voz de McGonagall cortó el aire con firmeza, devolviendo a todos al centro de la ceremonia. El Gran Comedor se acalló poco a poco. Y entonces, con solemnidad, la profesora pronunció el siguiente nombre: —Lupin, Remus. Corvus giró apenas la cabeza. Reconoció al instante al chico enfermizo de la barca: el que tosía en silencio, el que había evitado hasta su propio reflejo en el agua. Remus Lupin subió al taburete con movimientos lentos, casi culpables. El rostro surcado de cicatrices, la espalda encogida como si temiera quebrar el asiento. Y entonces ocurrió. El dolor llegó como un hachazo. Un latido brutal le partió el cráneo en dos. Dissonantia. Un relámpago negro le recorrió la frente hasta la base del cuello. Náuseas al instante. El aire frente a sus ojos se quebró en mil líneas, un cristal explotando. Todo vibraba: mesas, cuerpos, rostros. Colores imposibles, ruido, números flotando como vidrio suspendido. El Sombrero apenas rozó la cabeza de Lupin y el mundo se destrozó. Corvus tragó saliva, la garganta golpeada por un espasmo seco. Vio jirones negros reptando bajo la piel del niño, sombras adheridas a su columna como parásitos. Una mancha lunar, pálida y pulsante, colgaba sobre su nuca como un péndulo de hambre. El suelo respiraba. El techo se hundía. Las velas parpadeaban en ritmos que no existían. Todo olía a hierro. A sangre. NO. NO. NO. NO. Corvus cerró los ojos con violencia. NO PIENSES. NO ANALICES. NO ESCUCHES. Pero la Dissonantia no obedecía. Nunca obedecía. Su cerebro ardía. Cada sinapsis un látigo de fuego. La bilis trepó por su garganta como veneno. Cuando volvió a abrir los ojos, el tal Lupin ese ya bajaba del taburete con ese paso arrastrado que cargaba un secreto demasiado grande para su espalda. Gryffindor rugía aplausos. Corvus apenas oía. Los latidos en sus sienes eran martillazos. La presión detrás de sus ojos, insoportable. La Dissonantia murmuraba en lenguas imposibles, palabras que no existían. Y su mente las guardaba igual, sin querer. Apoyó la frente contra los nudillos, conteniendo una arcada seca. Claro. Luna llena en días. Ese chico— NO. NO. NO AHORA. CÁLMATE. NO AQUÍ. Su respiración era errática. Sus pupilas vibraban como agujeros negros, devorando la luz. Y mientras Hogwarts seguía con la ceremonia, para él la realidad ya estaba rota en cien ángulos imposibles. Sin hacer ruido, casi con disciplina militar, se inclinó hacia adelante. Hundió la cabeza entre sus manos, con los codos apoyados en la mesa. Desde fuera, parecía simplemente cansado, aburrido, pensativo. Nadie notó el temblor mínimo en sus dedos, ni cómo sus hombros se crisparon para contener un estremecimiento que no era físico, sino algo mucho más hondo, imposible de describir. Respira. Resiste. Sólo cállate… Distráete con cualquier otra cosa… Lo que sea… Silencio. Silencio, maldita sea… Necesitaba silencio. Desesperadamente. Pero la Dissonantia no hacía caso. El mundo era un glitch de luces, sombras y zumbidos inhumanos. El aire olía a hierro, a hueso seco, a luna. Un sudor helado le perló la frente. La piel de sus sienes latía con tanto dolor que cada gota parecía sangre destilada. Los dientes apretados le vibraban dentro del cráneo, y la lengua le sabía a cobre. Una arcada seca le sacudió el estómago, obligándolo a tragar bilis como si fuera ácido. Cerró los ojos con fuerza. Su respiración se volvió breve y afilada, cada inhalación un corte en los pulmones. Luchaba contra sí mismo para no soltar un jadeo, para no romper la imagen de quietud que aún le quedaba. Sus nudillos estaban blancos de tanto presionar la frente contra ellos. Debía aguantar. No aquí. No ahora. No frente a todos. Se quedó así, hundido en su propio silencio, invisible en la ordenada mesa de Ravenclaw, mientras el resto del Gran Comedor vibraba con cada nuevo nombre. Remus Lupin, por su parte, estaba sentado ya entre los Gryffindor. Sus manos descansaban sobre las rodillas, quietas, como si temiera que el temblor en el pecho se filtrara hacia afuera. Respiraba despacio, contando cada inhalación para domar el desorden de su cuerpo. Suspiró. Y alzó los ojos. El Sombrero Seleccionador reposaba ahora sobre el taburete, mudo, como si no guardara memoria de lo que acababa de decirle. Pero Remus lo observó un instante, con una quietud casi dolorosa. En su memoria, la voz resonaba todavía: "Qué joven… y ya conoces el miedo como si fuera familia. Qué curioso… podrías destacar en muchas casas. Astuto como un tejón acorralado. Brillante como un cuervo en tormenta. Pero lo tuyo no es la ambición ni el ingenio. Lo tuyo es la culpa. Y la culpa solo se sobrevive con coraje. Ser valiente no es rugir. Es resistir en silencio. Y tú… ya lo haces desde antes de llegar aquí. No te voy a exponer. Ya lo has vivido bastante.” Bajó la mirada, clavándola en la mesa roja frente a él. Sus ojos, febriles y hundidos, no mostraban alivio. Había en ellos un agradecimiento callado, pero también un cansancio viejo, imposible de disimular. A su alrededor, los vítores y risas de los Gryffindor lo envolvían, como un fuego cálido al que él no sabía arrimarse. Sonaban lejanos, casi ajenos. Él solo respiraba. Silencioso. Resistiendo. —Snape, Severus —dijo entonces la profesora McGonagall con voz clara. El taburete parecía más alto de lo que era. Subió al escenario con la torpeza contenida de quien ha aprendido a hacerse pequeño sin dejar de existir. Había algo encorvado en su andar, no por debilidad, sino por costumbre. La postura de quien ha pasado más tiempo esquivando que caminando. Sus zapatos estaban desgastados. La túnica, ligeramente más larga de lo que debía. Y su cabello, ese cabello que parecía absorber la luz, le caía como una sombra sobre el rostro. No saludó. No fingió. No tembló. Subió al taburete como quien se sienta ante el juicio de su propia sangre. Y entonces, el Sombrero descendió. —Vaya… eres una mente muy interesante, muchacho… El tono no era de sorpresa, sino de extrañeza genuina. Un silencio vibrante lo siguió. —Curioso… realmente curioso… Otro silencio. Más largo. Más denso. —Tienes una mente inclinada, de forma natural, hacia las magias mentales… No diseccionas buscando ecos. No invades para abrir cerraduras. Tú levantas muros. Eres resistencia pura. Y lo curioso es que no lo aprendiste. Naciste con ello. Como si tu misma mente hubiera decidido que revelar es peligroso. Severus se quedó quieto. Muy quieto. Su respiración apenas movía el Sombrero. —Tus pensamientos se pliegan hacia dentro, se esconden. Como si los rodeara una niebla espesa. Y lo sostienes con una disciplina que no corresponde a tu edad. Es instinto. Es defensa. Una pausa más, casi respetuosa. —Tu mente es dolorosamente clara… como una habitación sin muebles. Fría. Hueca. Llena de ecos que rebotan contra las paredes que tú mismo alzaste. No hay caos en ti. Hay vigilancia. Cada idea pide permiso antes de existir. Es admirable… y asfixiante. El mundo exterior desapareció. Las voces, las risas, incluso el latido de su pecho. —No eres máscara aún. Eres la piel antes de endurecer. Una herida abierta con forma de niño. Una frontera sin bandera. Severus no respondió. Pero su garganta se cerró como si guardara un grito antiguo. —Aprendiste a odiar antes que a jugar. Tu infancia no fue un bosque, ni un cuarto. Fue una trinchera. Te hicieron observador, no por talento, sino por defensa. Contabas cuchillos, puertas, miradas. Te adelantabas al golpe. Escupes tus palabras como filo, porque a veces eso te salvó. El Sombrero meditó, bajando su voz. —Podrías ser un Ravenclaw. Serías brillante, intocable, invisible. Pero no buscas verdad. Buscas sobrevivir a ella. Podrías ser un Gryffindor. Tu coraje existe, pero no es impulso: es aguante. Y tu fuego se apagaría demasiado pronto… No, no… tu hambre es otra… Un silencio distinto, grave… No deseas fama ni gloria. Deseas ser escuchado. Deseas que alguien, por una vez, no te calle. En Slytherin podrías forjarte una máscara. Allí encontrarías armas. No te harán menos daño… pero tendrás con qué devolverlo. Severus murmuró entonces, tan bajo que incluso el Sombrero tardó en oírlo: —¿Alguna vez… seré lo suficientemente bueno? El Sombrero esperó. Y cuando respondió, no ofreció consuelo: —No lo sé. Pero lo que veo en ti es grandeza… aunque aún no lo creas. Lo único que puede detenerte… eres tú mismo. Y entonces, con voz firme y definitiva, gritó: —¡SLYTHERIN! La palabra lo expulsó de su interior como si la realidad se quebrara otra vez. Los aplausos volvieron. El mundo también. Pero nada encajaba del todo. Severus bajó del taburete sin mirar a nadie. No era arrogancia: era defensa. Porque si levantaba los ojos, quizá alguien alcanzaba a ver lo que el Sombrero ya había visto. Y con eso bastaba. Caminó hacia la mesa de su nueva casa con pasos tensos, midiendo cada baldosa como si no supiera si iba a sostenerlo. Crowley Prince —verde en el pecho, sonrisa fácil, mandíbula inquieta— lo miró de soslayo al llegar. Fue un vistazo breve, calculador, el tipo de mirada con que se evalúa una herramienta. Y después lo descartó, como si no mereciera más espacio que una nota al margen. Severus se sentó entre las sombras verdes, rodeado de rostros que no lo miraban o que lo miraban demasiado. Ninguna de las dos opciones le servía. La madera del banco estaba fría, y aun así sentía la nuca arder. No habló. No podía. Solo levantó la vista lo suficiente para encontrarla. Allí estaba. En la mesa roja. Lily. Sonriendo. No a él. A la niña recién llegada, de ojos encendidos y voz clara que parecía llenar el aire como una campana. “Von Karma, Kassandra”, había dicho McGonagall. Y esa tal von Karma se inclinaba hacia Lily con una efusividad tal que incluso ella —la Lily que siempre irradiaba calma— se sobresaltó, riéndose con un temblor nervioso, como si aquella energía fuera demasiado de golpe. Severus sintió un hueco extraño en el estómago. No celos todavía, no en el sentido pleno. Más bien una incomodidad corrosiva: la evidencia de que, apenas terminada la ceremonia, ya había alguien ocupando un espacio que él había creído suyo. Y ese brillo que ella mostraba, esa risa compartida… lo hacían sentirse aún más ajeno en la mesa que lo había recibido sin celebración. Desde Gryffindor, Lily sí lo buscó con la mirada. Un instante apenas, lo justo para reconocerlo entre las túnicas verdes. Pero la intensidad de ese cruce no alivió nada. Si acaso, dolió más. Porque en cuanto Kassandra volvió a hablarle, Lily giró de nuevo la cabeza, atrapada por esa presencia arrebatadora que la había sorprendido. Severus bajó la vista, apretando los labios. No era solo estar en otra mesa. Era estar en otro mundo. Lily se había hecho un pequeño hueco en el banco rojo, entre aplausos y voces que todavía la aturdían. La sonrisa le temblaba en los labios, no de inseguridad, sino de puro exceso: demasiada gente, demasiada luz. Y entonces, un tirón repentino en la mano. —¡Lily Evans, ¿verdad?! ¡Tengo buena memoria para los nombres! —exclamó una voz chispeante a su lado. La niña de ojos verdes y cabello oscuro se dejó caer en el asiento como si siempre hubiera pertenecido allí. Kassandra von Karma le apretaba los dedos con fuerza, agitándolos arriba y abajo con entusiasmo contagioso. —¡Soy Kassandra von Karma! ¡No puedo creerlo, quedé en Gryffindor! ¡Por un momento pensé que iba a ser Hufflepuff como mi hermano mayor, que entró ahora a cuarto año! ¡Pero está bien por mí! ¡Gryffindor suena espectacular! La energía la envolvía, como un fuego nuevo. Saludaba a los de enfrente, reía, movía la cabeza para captar a todos a la vez. Cada palabra suya vibraba como si llevara campanas escondidas en el pecho. Las otras chicas de primer año se habían sentado más lejos, intercambiando apenas palabras entre ellas, en cambio Kassandra no soltaba a Lily, y su voz clara eclipsaba todo el resto. —S-sí… hola —respondió Lily, riendo a medias, sorprendida por el ímpetu. El temblor en su voz la traicionó, porque la intensidad de esa bienvenida la había desarmado más de lo que esperaba. Kassandra aún no había soltado la mano de Lily cuando, de golpe, se inclinó hacia delante, estirando el brazo sobre la mesa. —¡Hola! ¡Soy Kassandra von Karma! ¡Un gusto! —dijo con voz clara, dirigida al chico enfrente—. ¿Remus Lupin, verdad? Remus levantó la vista apenas, con gesto fatigado. Miró la mano extendida, pero no la tomó. —… Hola —murmuró, bajando los ojos otra vez. —¡Te dije que tengo buena memoria para los nombres! —dijo, volteando a Lily, sonriendo feliz de par en par. Lily sintió un cosquilleo incómodo en el estómago. El silencio que quedó tras ese “hola” fue cortante. Kassandra, en cambio, sonrió como si nada. —¡Encantado, estoy segura! —respondió ella misma, alegre, retirando la mano sin perder el entusiasmo. Entonces, al girarse hacia Lily, la vio. Lily había ladeado la cabeza, mirando hacia la mesa verde. Severus la observaba desde lejos, con sus ojos oscuros fijos en ella, tan tensos como siempre, pero… cuando sus miradas se encontraron, él se permitió un gesto mínimo: una media sonrisa, contenida, casi torcida, y un leve movimiento de la cabeza. Un saludo. Lily sintió el pecho apretado, tanto que tuvo que devolverle la sonrisa con un nervio tembloroso. Kassandra ladeó la cabeza, notando la mirada que Lily había lanzado hacia la mesa verde. —¿Es tu amigo? —preguntó, con esa curiosidad sin filtro—. ¡Vaya! ¡Entonces ya conoces a alguien aquí! Eso es genial. Yo, salvo a mi hermano, no conozco a nadie. Lily parpadeó, sorprendida. El calor le subió a las mejillas. —S-sí… —murmuró, asintiendo rápido, casi con alivio de poder afirmarlo—. Es… es mi amigo. —¡Genial! —exclamó Kassandra, como si acabara de confirmar la mejor noticia de la noche—. ¿Cómo se llama? —Severus… Severus Snape. El nombre salió con un leve temblor, como si temiera que alguien lo escuchara y lo juzgara. Kassandra, en cambio, lo celebró con una sonrisa enorme, sin notar nada. —¡Perfecto! —dijo, como si todo encajara—. Entonces ya tenemos una base. Eso es importante, ¿sabían? Mi papá siempre dice: “los amigos que hagas en la escuela te acompañarán toda la vida”. Y yo me lo voy a tomar muy en serio. Lily la miró con una mezcla extraña: una sonrisa amable en los labios, pero un nudo apretado en el pecho. Porque, en verdad, ella no tenía más amigos. Nunca había tenido un “grupo”. Ni en el barrio ni en la escuela. A Petunia todos la buscaban, mientras que a ella, a Lily, la miraban raro. Y ese pequeño refugio que había sido Severus… ahora estaba sentado lejos, entre túnicas verdes al otro lado de aquel enorme salón. Kassandra, ajena a todo, se inclinó hacia Remus y hacia Lily con un brillo de decisión en los ojos. —¡Va a ser increíble! ¡Vamos a ser un equipo los tres! Remus arqueó una ceja, seco: —¿Nosotros tres al azar, solo porque estamos sentados cerca de ti? —¡Exacto! —rió Kassandra con frescura ingenua—. Así empiezan las mejores amistades. Remus suspiró, encogiéndose de hombros: —No creo poder ayudarte en esa idea. Lo siento. Hay muchos otros al azar en este mismo salón. Todavía no hemos pasado ni cinco minutos aquí. Ni siquiera empezó el banquete. Confío en que encontrarás a alguien más entusiasmado. —¡Está bien! —sonrió Kassandra, como si el cinismo hubiese chocado contra un muro de sol—. ¡No pasa nada! ¡Solo hay que insistir! —No lo hagas. No insistas —dijo Remus quedamente, entrecerrando los ojos, con un tono más cercano a la súplica que a la burla. Lily dejó escapar una risa breve, nerviosa, mirando de reojo a Severus, que en su mesa verde lucía igual de incómodo que ella. Y lo entendió con un nudo en el pecho: eso era lo que los unía. La incomodidad compartida, la rareza que solo con él no dolía. Con todos los demás, siempre había sido la niña rara. Con él, era simplemente Lily. El Gran Comedor vibraba con murmullos bajos y el chisporroteo de las velas flotantes. Afuera, el aire otoñal olía a hojas húmedas y piedra fría. El techo encantado mostraba un cielo azul oscuro, moteado de nubes finas como velo de bruja. Los alumnos de primer año ocupaban ya sus mesas, separados por casas, con la incomodidad aún palpable en sus movimientos. Hufflepuff se acomodaba con timidez, Ravenclaw se inclinaba hacia sus compañeros murmurando teorías sobre horarios y profesores, Gryffindor reía en manada y Slytherin observaba con quietud altiva, como serpientes enroscadas midiendo presas. Cuando Albus Dumbledore se puso de pie, el murmullo general se aplacó de inmediato. Con su túnica púrpura bordada de lunas y nebulosas plateadas, el director alzó suavemente las manos. Sus gafas de media luna centellearon con la luz de los candelabros. —Bienvenidos a Hogwarts, recién llegados —dijo con su voz cálida y profunda, que parecía envolver hasta los muros—. Han cruzado sus primeras puertas… y apenas han comenzado a caminar. Un leve temblor de expectación recorrió el aire. —Antes de comenzar el banquete, me gustaría presentarles a un nuevo miembro del profesorado. —Su mirada se paseó con un destello casi travieso—. Algunos de ustedes, estoy seguro, reconocerán su nombre… otros quizás lo escuchen por primera vez, pero les aseguro que se llevarán una fuerte impresión con él. Un murmullo vibró como un bajo latido en las mesas. Muchos alumnos rodaron los ojos: otro profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, como cada año. Pero algo en el tono de Dumbledore los obligó a alzar la cabeza. —Con ustedes —continuó, su sonrisa ahora cargada de brillo cómplice—, su nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras… Lionel Thorne. El silencio fue inmediato. Y entonces, con un destello cortante en la voz, Dumbledore añadió: —Será también el encargado de inaugurar la actividad extraescolar que nos acompañará durante todo este año escolar… hablo de nada más y nada menos que la inauguración del Club de Duelos. _________________________________________________ NOTA DEL AUTOR Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. Puedes encontrar versiones ilustradas, videos y contenido extra de este mismo fanfiction en mis redes sociales: MuninnMasbath [ Wattpad | Fanfiction.net | AO3 | TikTok | Instagram | Reddit | DeviantArt ]CAPÍTULO 6. LOS TRES PRINCIPES
18 de septiembre de 2025, 11:28