ID de la obra: 967

THE PRINCE'S TALES

Mezcla
NC-21
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3
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planificada Maxi, escritos 207 páginas, 73.954 palabras, 10 capítulos
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CAPÍTULO 7. NIDO DE SERPIENTES

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Miércoles 1 de septiembre - 1971

El Gran Comedor vibraba con murmullos bajos y el chisporroteo de las velas flotantes. Afuera, el aire otoñal olía a hojas húmedas y piedra fría. El techo encantado mostraba un cielo azul oscuro, moteado de nubes finas como velo de bruja. Los alumnos de primer año ocupaban ya sus mesas, separados por casas, con la incomodidad aún palpable en sus movimientos. Hufflepuff se acomodaba con timidez, Ravenclaw se inclinaba hacia sus compañeros murmurando teorías sobre horarios y profesores, Gryffindor reía en manada y Slytherin observaba con quietud altiva, como serpientes enroscadas midiendo presas. Cuando el director Albus Dumbledore se puso de pie, el murmullo general se aplacó de inmediato. Con una túnica púrpura bordada de astros y nebulosas plateadas, el director alzó suavemente las manos. Sus gafas de media luna centellearon con la luz de los candelabros. —Bienvenidos a Hogwarts, recién llegados —dijo con su voz cálida y profunda, que parecía envolver hasta los muros—. Han cruzado sus primeras puertas… y apenas han comenzado a caminar. Un leve temblor de expectación recorrió el aire. —Antes de comenzar el banquete, me gustaría presentarles a un nuevo miembro del profesorado —su mirada se paseó con un destello casi travieso—. Algunos de ustedes, estoy seguro, reconocerán su nombre. Otros quizá lo escuchen por primera vez. En ambos casos, les aseguro que se llevarán una impresión clara de él. Un murmullo vibró como un bajo latido en las mesas. Varios alumnos rodaron los ojos: otro profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, como cada año. Pero algo en el tono de Dumbledore los obligó a alzar la cabeza. —Con ustedes —continuó Dumbledore, con una sonrisa cómplice que apenas disimulaba el brillo divertido en sus ojos—, su nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras… Lionel Thorne. El silencio fue inmediato. Y entonces, con un destello cortante en la voz que obligó a todos a alzar la cabeza, añadió: —Será también el encargado de inaugurar una actividad extraescolar que nos acompañará durante todo el año escolar… hablo de nada menos que la apertura oficial del Club de Duelos. Por un segundo, el nombre cayó como una piedra en un lago de cristal. Y después, el rugido fue inmediato. Los Gryffindor saltaron de sus asientos; algunos de los mayores, como Fabián y Gideon Prewett, gritaron al unísono: —¡¡NO PUEDE SER!! —¡¡ESTÁS DE BROMA!! Las carcajadas y palmadas resonaron como si hubiera entrado un jugador de su propio equipo. James Potter casi se atragantó con su propia saliva mientras sacudía a Sirius por el brazo, por ser el pobre diablo sentado justo a su lado. —¡Es Lionel Thorne! —balbuceó, con la voz temblando entre emoción e incredulidad—. ¡¡Lionel Thorne, aquí!! ¡¡LIONEL THORNE!! Los Ravenclaw se inclinaron hacia adelante, mirando al susodicho con curiosidad. E incluso algunos Hufflepuff entendidos del tema se miraban boquiabiertos, conteniendo sonrisas nerviosas y comentándose cosas sin dudarlo ni un instante. En cambio, entre los Slytherin, el murmullo fue distinto. Algunos alzaron cejas, otros se miraron entre sí con incredulidad. —¿Dijo Club de Duelos? —preguntó uno en voz baja. —¡¿Siete años en esta escuela y justo ahora que voy a graduarme inauguran un club así?! ¡En serio que este lugar me odia! —se quejó otro, casi al fondo de la mesa, con toda la frustración del universo. Mientras tanto, los nacidos de muggles parpadeaban desconcertados. Una “actividad de duelos de magia” podían imaginársela… Pero el revuelo por el nombre de un hombre que la mayoría de ellos jamás había oído, los dejó aún más perdidos. Por ejemplo, cuando el rugido estalló entre los Gryffindor, Lily Evans parpadeó, sobresaltada. Miró a los lados, perdida entre los gritos de emoción, mientras el nombre del nuevo profesor se repetía como un eco. A su lado, Kassandra von Karma no fue la excepción. Se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, observando al hombre en la mesa de los profesores con un respeto atento, como quien evalúa a un rival en la cancha. —¡Vaya! —exclamó, casi para sí, sorprendida—. ¡No puedo creer que sea él! Lily la miró, más confundida que antes. —¿Quién? —preguntó, un poco cohibida, temiendo sonar ignorante. Kassandra giró la cabeza hacia ella, directa, como si la respuesta fuera obvia. —¡Es el cazador de los Galar Falcons! —explicó sin rodeos—. Desde que lo ficharon, han ganado todos los partidos gracias a él. ¡Eso es todo un récord! Lily parpadeó, confundida. No entendió ni una sola palabra de lo que dijo. —¿Partidos… de qué? Kassandra arqueó una ceja, genuinamente sorprendida, pero sin burla. —¡Quidditch! Al ver la expresión aún más perpleja de Lily, Kassandra se inclinó un poco hacia ella, ahora ella también confundida. —¿Nunca has oído hablar de Quidditch? Lily, algo avergonzada, negó con la cabeza. Frente a ellas, Remus Lupin las miró de reojo. El gesto de Lily era puro desconcierto; el de Kassandra, sincera incredulidad. Suspiró, resignado, y alzó la voz lo justo para romper el silencio incómodo: —Es… un deporte popular entre los magos —dijo con calma, sin entusiasmo—. Se juega en el aire, sobre escobas. Kassandra asintió enseguida y retomó, agradeciendo sin decirlo que alguien hubiera aclarado lo básico: —¡Sí! Dos equipos, siete jugadores cada uno. Hay un guardián, dos bateadores, tres cazadores y un buscador, que persigue una pelotita dorada que parece imposible de atrapar —asintió con una sonrisa sencilla—. Es de lo mejor ¡Mi hermano juega de bateador en el equipo de Hogwarts desde tercero! Lily parpadeó de nuevo, con mezcla de curiosidad y timidez. —Oh… no tenía idea de que también hubiera deportes mágicos. —¡Ya lo conocerás! —dijo Kassandra, con el mismo tono franco y amistoso—. ¡Es divertido! Remus volvió a callar, como si con esa única frase hubiera saldado su cuota de participación en la conversación. Lily, por su parte, bajó un poco la mirada, dándose cuenta de que el mundo mágico aún guardaba rincones enteros que le eran desconocidos. En la mesa de Slytherin, Severus Snape alzó una ceja con gesto neutro. No conocía el nombre, pero la exaltación de los demás le resultaba insoportable. Algunos de los mayores de su casa también observaban en silencio, sin unirse al clamor, evaluando con ojos fríos la reacción de las demás mesas. Y desde la mesa de los profesores, Lionel Thorne sonreía con aplomo. Se incorporó apenas, inclinando la cabeza como si saludara a un estadio lleno, disfrutando el momento sin exageración, con esa energía franca que parecía natural en él. —¿Quién es… él? —preguntó Peter Pettigrew, con la boca entreabierta. —¡¡EL BUSCADOR ESTRELLA DE LOS GALAR FALCONS!! —soltó James, atropellado, casi gritando—. ¡Ganaron la Copa Mundial este mayo! ¡280 a 270 puntos contra los Montrose Magpies… aun cuando fueron los Montrose quienes atraparon la snitch! ¡Lo vi con mis propios ojos! ¡¡Fue increíble!! Sirius Black frunció la nariz, dejando escapar un bufido. —Fantástico. Un héroe de Quidditch como profesor. Justo lo que faltaba… —murmuró con verdadero fastidio y hasta un poco de asco. Peter se quedó con los ojos redondos, apretando suavemente las manos sobre el regazo, como si de pronto el aire se hubiera vuelto demasiado grande para él. —Así que el este profesor que mencionan… es bueno jugando Quidditch… —¡¡TAN BUENO!! —repitió James, agitándose como si lo hubiera atravesado un rayo—. ¡Es una bestia en la cancha! ¡Y ahora va a darnos clase…! ¡Nunca pensé que vería esto! De pronto, se puso a rebuscar en todos los bolsillos de su túnica y su chaqueta. —¡Por Merlín! ¿Alguien tiene ya el horario? ¿Cuándo tenemos la primera clase de Defensa? ¡Díganme que es mañana! Un pelirrojo de unos catorce años, más alto y con aire bonachón, que estaba sentado unos asientos más allá, carraspeó para hacerse oír. —Los horarios de clase se entregarán recién esta noche, en los dormitorios —aclaró con una sonrisa paciente—. Van a encontrar el tuyo sobre una mesita de noche al lado de tu cama, acompañado a un mapa del castillo que te indica dónde están las aulas. James se detuvo un instante, como si el dato lo devolviera a tierra, y luego soltó una risa breve antes de volver a agitarse. —¡Entonces que sea de noche ya! —exclamó, sin perder el brillo en los ojos. Por más que se lo dijeran, en la cabeza de Peter no terminaba de encajar que jugar bien al Quidditch fuera lo mismo que ser buen profesor. No veía relación alguna. Sin embargo, no dijo nada. No interrumpió. Solo asintió, tragándose su comentario mientras miraba cómo el muchacho de lentes, delante suyo, se ponía como todo un loco. Mientras tanto, en la mesa de Slytherin, Crowley Prince alzó una ceja con leve sorpresa. Sus labios apenas se curvaron en una mueca silenciosa de reconocimiento, sin mayor comentario. No parecía emocionado, solo… atento. Corvus también lo observaba. O más bien, lo escuchaba. Su cabeza descansaba sobre sus brazos cruzados sobre la mesa, el cabello cayéndole en cortina oscura, ocultándole casi por completo el rostro. Desde afuera, parecía aburrido, agotado tras un viaje largo. Pero la verdad era otra. Estaba drenado. Había logrado calmar la Dissomantia casi a golpes internos, obligando su mente a cerrar puertas que se abrían solas. Ahora solo quedaba el temblor leve en sus manos y el pulso desigual detrás de los ojos. Su respiración era baja, contenida, como quien teme que un suspiro agite de nuevo el avispero. Y, aun así, incluso en ese estado frágil, su atención permanecía fija en Lionel Thorne. No lo pensaba como un nombre ni como un rostro: lo analizaba como un conjunto de patrones estables. La postura erguida, el mentón firme, la manera en que distribuía el peso entre ambos pies. Su respiración era tranquila. Medida. Precisa. En su mundo de vibraciones distorsionadas, aquello era casi un alivio. Un punto de estabilidad en medio de un entorno que no dejaba de crujir. Dumbledore giró hacia él con un gesto elegante. —Profesor Thorne, si gusta… —dijo Dumbledore con ese tono suave que nunca suena a orden. Después miró al comedor con una leve sonrisa, los ojos brillando con un destello casi cómplice—: Le he pedido al profesor Thorne que comparta unas palabras con ustedes. Será la mejor manera de que les hable de un proyecto que, estoy seguro, terminará involucrando a todo el colegio durante el resto del año escolar. Mientras Lionel caminaba hacia el frente, los murmullos crecieron como un oleaje contenido. Su paso era seguro y natural; los hombros rectos, el mentón erguido sin rigidez. La túnica negra de profesor dejaba ver, en cuello y puños, bordados discretos en rojo y dorado, como brasas dormidas sobre la tela. El cabello oscuro, algo rebelde, le caía con descuido natural sobre la frente. Al llegar junto a Dumbledore, inclinó apenas la cabeza en un saludo breve. Sonrió con franqueza, con la calidez espontánea de alguien acostumbrado a las multitudes y a los aplausos. Sus ojos ámbar recorrieron el salón con atención tranquila. Cuando habló, su voz sonó clara y firme, proyectándose con facilidad. Era la voz de alguien que se ha dirigido a estadios enteros y sabe llenar el espacio con pocas palabras. —Buenas noches a todos. Soy Lionel Thorne, y a partir de este año seré su profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. El murmullo residual se apagó. —Seguramente algunos me conocen por otra faceta… —comentó con un brillo cómplice en los ojos, lo que arrancó un murmullo y algunas risas nerviosas en la mesa de Gryffindor—. Y supongo que otros se estarán preguntando qué hace un jugador profesional de Quidditch frente a ustedes con una túnica de profesor. La respuesta es sencilla: este año no estoy aquí como cazador ni como deportista. Fui invitado para enseñarles, y pienso tomar ese papel en serio. Y créanme: estoy aquí para darles lo mejor de mí… y para que ustedes descubran lo mejor de ustedes mismos. Lionel alzó la mano derecha. Lo justo para reclamar silencio sin hacer espectáculo. —Cuando yo era estudiante aquí, solía imaginar que Hogwarts tuviera un verdadero Club de Duelos. No solo prácticas improvisadas, sino un espacio estructurado, donde uno aprendiera no solo a lanzar hechizos, sino a mantener la cabeza fría bajo presión. Hizo un breve silencio. —En aquellos años lo comentaba con mis amigos, con profesores… incluso llegué a compartir mis ideas con el director. Hicimos algunos intentos entre compañeros: duelos en aulas vacías, ensayos que nunca pasaron de ser algo informal. Nada clandestino ni temerario… —una sonrisa nostálgica asomó en sus labios— bueno… a veces sí, y en ciertas ocasiones no tan acordes a los reglamentos. Su mirada se desvió hacia la mesa de los profesores. Se detuvo un instante en la profesora McGonagall, que lo observaba con los brazos cruzados y una expresión pétrea. La sonrisa de Lionel se volvió más viva, casi cómplice. McGonagall, en respuesta, lo fulminó con la mirada de quien dice sin palabras: “No te atrevas a recordar más de lo necesario, Thorne.” Un par de estudiantes notaron el cruce silencioso y se contuvieron la risa. Lionel carraspeó, como quien cambia de tema. —Hace poco más de un año, el director se puso en contacto conmigo y me ofreció volver a Hogwarts… junto con la oportunidad de convertir aquel viejo proyecto en algo real. No fue una decisión inmediata: tenía compromisos profesionales, pero la idea siempre me había acompañado. Así que acepté. Durante meses revisé esas viejas ideas, las ajusté, pedí consejo a colegas y antiguos maestros, y con el apoyo del director logramos trazar un plan que no solo fuera seguro, sino también útil para todos ustedes. Hizo una pausa breve, respirando hondo. Pasó la mirada por las cuatro mesas como si quisiera asegurarse de que cada alumno lo escuchara. —Este verano, trabajé de la mano con varios de los profesores para finiquitar los últimos detalles y dejar todo listo. Será algo que pondrá a prueba su magia, su mente y su carácter. Por eso les confirmo que esto es real: el Club de Duelos se reinaugurará en Hogwarts, y comenzará en menos de un mes a partir de hoy, para que todos los interesados tengan tiempo de inscribirse. Un murmullo expectante recorrió el salón. El entusiasmo se avivó como fuego seco. James Potter golpeó la mesa con el puño, incapaz de contenerse. —¡Yo voy a ser el primero en inscribirme! A su lado, Peter Pettigrew tragó saliva y miró al profesor como si lo hubiera visto sacar un dragón del bolsillo. —¿D-duelos… reales? Sirius, que hasta entonces había permanecido recostado con aire sombrío, dejó escapar una media sonrisa torcida. —Ni se emocionen tanto. Somos de primer año… ¿en serio creen que nos van a dejar entrar? —¿Qué? ¿Te da miedo? —replicó James con una sonrisa divertida, señalándolo con el dedo. Sirius rodó los ojos. —Solo puntualizo lo obvio, genio. Seguro ponen una edad mínima, como en el Quidditch. En casi todo lo emocionante de Hogwarts te exigen ser de tercero en adelante… clubes, torneos, equipos… O a saber, quizá para los duelos pidan ser de sexto o séptimo. James chasqueó la lengua, exagerado. —Para alguien que dice que todo esto es aburrido, sabes un montón de reglamentos. —Ajá… —murmuró Sirius, encogiéndose de hombros y guardándose los verdaderos motivos: los insoportables sermones familiares y su memoria demasiado buena para esas “normas inútiles”. En el fondo recordó, con desagrado, lo que el Sombrero Seleccionador le había insinuado: “Tienes más cabeza de Slytherin que de Gryffindor… Ves todo el panorama completo sin problemas. Evalúas por instinto... Piensas más como una calculadora serpiente que como un ingenuo león…” Qué asco. ¿De ahí que pensara dos pasos adelante en lugar de saltar de emoción como todos los de esa mesa? Qué horrible y qué asco. Sirius empezó a tamborilear los dedos sobre la mesa, inquieto. Al darse cuenta de lo que hacía, apretó la mano, clavándose las uñas en la piel para obligarse a detenerse. —Escuchen bien —continuó el profesor—. Hogwarts no ha tenido un Club de Duelos en casi 80 años. Se cerró tras una serie de incidentes… algunos fueron errores, completas negligencias y, ultimadamente, también ocurrieron verdaderas tragedias que hizo que desde entonces nunca más se abriera el club de manera formal en si, por respeto a familiares. Hubo un silencio denso, el tipo de silencio que hace que hasta los cuchillos de mesa se sientan más pesados. —Esta vez será distinto. Estoy aquí para asegurarme de que lo sea —su tono no subió ni un ápice, pero ganó peso, como un hierro apoyado sobre la mesa—. Será completamente voluntario. Nadie los obligará a quedarse si no quieren. Pero quienes lo hagan encontrarán más que práctica y más que teoría. Encontrarán disciplina. Encontrarán respeto. Y conseguirán gloria. Una leve sonrisa cruzó su rostro, ese destello de ser un ex alumno de la casa Gryffindor que Lionel no podía ocultar. —No les prometo que será fácil. Ni cómodo. Pero sí les prometo que será real. Y que todos serán testigos de lo que logren hacer, demostrándose tanto a sí mismos como al colegio mismo. La palabra quedó flotando como un eco grave. Fue una nota firme, limpia, que cada alumno escuchó en su propio pecho. El Gran Comedor estalló en reacciones diversas. En Gryffindor, algunos golpearon la mesa con puños y nudillos, rostros encendidos por la emoción, siendo la mesa más ruidosa. En Slytherin, los mayores se inclinaron hacia sus compañeros, murmurando en voz baja con ojos calculadores. En Ravenclaw, las cabezas ya se agachaban entre ellos, cuestionándose directamente cosas. En Hufflepuff se miraban con determinación discreta y hasta cierto nerviosismo, como si se hubieran hecho una promesa silenciosa y asentían entre ellos, mirando al profesor con atención nuevamente. Lionel los observó a todos, sin prisa y sin necesidad de dramatismos. —El Club estará abierto para todos los estudiantes. Todos —la pausa fue clara, sin necesidad de elevar la voz—. No importa de qué año sean. Serán bienvenidos desde primer año hasta séptimo. El efecto fue inmediato. En la mesa de Gryffindor, James Potter abrió los ojos como platos, su sonrisa creciendo hasta casi dolerle las mejillas mientras alzaba los brazos en señal de triunfo. —¡¡¡SÍ!!! —exclamó, completamente eufórico. A su lado, Sirius Black arqueó una ceja, irguiéndose, sorprendido e incrédulo. Peter Pettigrew tragó saliva con un ruido audible. La sola idea de tener que medirse en un duelo con otros le encogía el estómago; sintió un vértigo en las manos, casi un hormigueo que lo obligó a frotarlas sobre las rodillas. Remus Lupin bajó la cabeza apenas, pensativo, con el ceño fruncido. No compartía la euforia de Potter, siendo el muchacho que tenía al otro lado de la tal von Karma. Remus calculaba los riesgos de entrar o no a esos duelos, como si ya estuviera sopesando las implicaciones más allá de las risas. Lily Evans, más sobria que todos, se quedó inmóvil. No conocía a Lionel Thorne ni comprendía la magnitud de la emoción de sus compañeros, pero algo sí entendía: aquello no sonaba a un simple club. La seriedad del profesor le recordó a las convicciones que ella misma respetaba. Aún no sabía si se atrevería, pero la idea se le clavó como un reto personal. Un poco más allá, Kassandra von Karma tenía los ojos brillantes: no era solo la emoción, era el instinto de atleta. La sola mención de un club de duelistas había encendido en ella la misma chispa competitiva que sentía en un campo de juego. En la mesa de Ravenclaw, solitario, Corvus Prince permaneció inmóvil, los dedos entrelazados sobre la mesa, la expresión neutra pero los ojos fijos en el profesor. No compartía la euforia ni el escepticismo burlón de los demás: mientras el resto veía un reto emocionante, él solo veía un sistema en el que jugaba con una sintonía distinta al resto… y por eso mismo, en un terreno desigual. Tenía una ventaja injusta, y esa idea le incomodaba más de lo que admitiría. Hizo una leve mueca, apenas perceptible, como si el entusiasmo de los otros le resultara ajeno. Después de tantos años midiéndose solo contra Crowley en los duelos que su tutor les imponía en la mansión, ganar nunca le había sabido a verdadera victoria. En la mesa de Slytherin, Crowley Prince se inclinó hacia adelante, los codos en la mesa, como un pequeño depredador al acecho. Una chispa viva, casi eléctrica, le cruzó los ojos: era hambre. Por años había chocado contra el muro que era su hermano en los entrenamientos de la mansión; no importaba cuánto se esforzara, Corvus siempre encontraba la manera de anticiparse. Pero aquí, frente a decenas de rivales de su edad, el tablero cambiaba por primera vez. Se le dibujó una sonrisa lenta, torcida, que no tenía nada de amable: no de burla, sino de alguien que acaba de oler su oportunidad de brillar en público, de ganarle al destino que siempre lo relegó a segundo lugar. No veía un sistema que estudiar. Veía una arena que, por fin, podía incendiar. A su derecha, Bellatrix Black lo observó con el mentón apoyado en la mano, una sonrisa filosa. —Vaya, Crowley… pareces un chiquillo a punto de lanzarse sobre un juguete nuevo —murmuró, con ese tono burlón que nunca era del todo amable. Crowley ladeó un poco la cabeza, con media sonrisa. —¿Y no lo estás tú también? Se te nota en la cara que esto de los duelos te entusiasma más de lo que finges, Bella~ El brillo en los ojos de Bella lo confirmó antes que su voz. —Por supuesto. Espero romperle un par de huesos al pobre diablo que me toque en el primer turno. Andrómeda, arqueando una ceja, añadió con una media risa: —No entiendo cómo les puede entusiasmar tanto pelearse en un duelo mágico. Crowley se encogió de hombros, aún con esa sonrisa torcida. —Para mí, la mitad de la diversión es tener público —replicó con picardía. Bella chasqueó la lengua con gusto. —Para mí, es poder darle un escarmiento a alguien que lo merezca. Narcissa, más fría pero con los ojos entrecerrados con interés, intervino: —¿Y tu hermano? ¿Competirá también? Dime, Crowley… ¿ya lograste ganarle? Tengo entendido que el señor Conway los hace entrenar juntos. Sé que tienes talento… pero ¿en serio crees que superarás a Corvus? Crowley entrecerró los ojos, ladeando la sonrisa. —He estado practicando en secreto. Ni el insufrible de mi hermano sabe lo que tengo preparado… Así que, sea como sea, pienso sorprender. Narcissa lo observó de reojo, con una ceja alzada, apenas escéptica. —Claro… ya veremos. —¿Y ustedes? —se volteó el joven Prince hacia las hermanas Black—. ¿Se van a animar a entrar, o solo vendrán a ver cómo nos destrozamos entre todos? Narcissa negó con calma, enderezándose con elegancia. —No es lo mío. Prefiero mirar desde un lugar seguro… y juzgar. Andrómeda sonrió, divertida, pero sacudió la cabeza. —Tampoco es lo mío. Estoy segura de que se me caería la varita antes de lanzar el primer hechizo. Crowley volvió a fijar la vista en el profesor, el brillo en los ojos inalterable. —Entonces procuren no perderse el espectáculo~ En la misma mesa, Severus Snape dejó escapar un resoplido incrédulo, los labios tensos en una línea ácida. La idea de ver a los de su curso lanzando chispas torpes frente a los mayores le parecía casi ridícula… y, sin embargo, algo en su interior reaccionó distinto: un interés frío, casi bizarro, como si aquel anuncio tocara un resorte que siempre había estado listo. Había pasado años hojeando —y releyendo hasta el cansancio— los viejos libros de duelo de su madre. Algunos los conocía de memoria: podía recitar párrafos enteros al revés, podía imaginar la cadencia de los movimientos sin abrirlos. No lo decía en voz alta, pero sentía que llevaba preparándose para algo así mucho antes de pisar Hogwarts. Por un instante, mientras el murmullo del Gran Comedor se desbordaba, sus dedos se crisparon levemente sobre el borde de la mesa. No sonrió; solo inclinó un poco la cabeza, con los ojos fijos en el profesor Thorne, como quien evalúa un tablero que por fin reconoce. El Gran Comedor vibraba en un murmullo creciente: mitad miedo, mitad euforia. Para los mayores, era el aviso de algo casi legendario. Para los de primero, la primera promesa de que Hogwarts sería mucho más de lo que habían imaginado. —Se dividirán por bloques, según sus años. Competirán con rivales de su nivel y avanzarán con honor… o aprenderán a caer con dignidad. Tendrán todo septiembre para inscribirse oficialmente. Quien no lo haga no podrá unirse más adelante. Hizo una breve pausa, midiendo el efecto más que el dramatismo. —El Club de Duelos iniciará el domingo 3 de octubre y se celebrará todos los domingos hasta final de semestre. Seguiremos un sistema de ranking inspirado en la Asociación Internacional de Duelos, adaptado a Hogwarts. —Las primeras semanas serán combates de evaluación —añadió, con un gesto abierto y voz firme—. Después, el propio ranking decidirá quién se enfrenta a quién cada semana. Así que, si quieren ver su nombre en los primeros puestos… tendrán que ganárselo. Se irguió un poco, con la energía franca de alguien acostumbrado a explicar reglas en un vestuario. —La próxima semana encontrarán folletos en los tablones de cada casa y en los corredores principales. Ahí tendrán el reglamento completo, ubicación del aula asignada, horarios, fechas previstas y toda la logística completa del club. Apoyó las manos en el atril con forma de búho enfrente de él, inclinándose hacia adelante con naturalidad, no como un juez, sino como un entrenador que mira a su equipo. —Para inscribirse, encontrarán un cáliz encantado frente al Aula de Duelos. Escriban su nombre en un pergamino y tírelo al fuego. La magia sellará su decisión. Sonrió, con esa chispa Gryffindor que convertía la tensión en entusiasmo. —Y para los que busquen un incentivo extra… —su tono bajó, cómplice, casi travieso— habrá premios: varitas de duelo personalizadas, grimorios útiles, kits de entrenamiento, alguna que otra poción de Felix Felicis, medallas con encantamientos protectores… y, sobre todo, el título de Duelista de Honor. Un distintivo que pesará dentro de Hogwarts… y también fuera de estas paredes. El murmullo que siguió fue distinto: menos caótico, más grave, como un tambor que todos compartían en el pecho. Expectación, miedo, ambición, victoria, orgulloso y gloria. —Y recuerden algo más —añadió Lionel, con voz clara—: todo será parte de un ranking público. Cada victoria o derrota contará. Todo Hogwarts los verá… y sabrá también de qué casa provienen. El murmullo que siguió no fue de gritos, sino de respiraciones contenidas. Algunos se tensaron con ansias de probarse; otros, con miedo a fallar frente a todos. Entre los mayores, hubo miradas de cálculo. Entre los más pequeños, un shock apenas disimulado: la idea de medirse tan pronto contra la escuela entera se sintió demasiado grande. El Gran Comedor vibraba con ese rumor profundo, mitad promesa, mitad amenaza. En Gryffindor se encendieron sonrisas ansiosas, en Ravenclaw cabezas inclinadas murmurando planes, en Hufflepuff dudas mezcladas con coraje… y en Slytherin, silencio. Un silencio pesado, expectante, que decía más que cualquier rugido. Severus Snape no dijo nada. No podía. Por fuera, mantenía el gesto hermético, los labios sellados en una línea dura. Por dentro, sin embargo, algo ardía. Un Club de Duelos abierto a todas las edades. Un ranking público. Una oportunidad para demostrar que lo que sabía no eran solo palabras en libros viejos. Que su madre no le había enseñado en vano. Que, incluso en primer año, podía hacer frente a quien fuese. Ese silencio no se rompió ni con el banquete que vino después. Los platos aparecieron, las copas se llenaron, y aun así los Slytherin comieron en orden austero, las voces bajas, los ojos fijos en nadie y en todos. Cuando finalmente se pusieron de pie para seguir a la prefecta, no hubo risas ni charlas desbordadas. Solo pasos acompasados, un rumor seco de túnicas arrastrándose. Fue entonces cuando el silencio del comedor se volvió de piedra. El castillo descendía, y con él, Severus Snape. Nadie más lo notó. Solo él veía los detalles. Solo él escuchaba la música callada de ese lugar. El pecho le latía con la tensión de un animal que ha hallado su hábitat, pero aún ignora si será aceptado. Pasaron junto a una escultura cuarteada: una cabeza serpentina tallada en mármol verdoso, con runas gastadas sobre los ojos. Nadie se detuvo. Nadie preguntó. Severus sí. No con palabras. La miró como quien mira a un oráculo al que no tiene derecho… y siguió andando, como si ya hubiera recibido la respuesta. El corredor terminó en una pared de piedra negra y lisa. La prefecta se detuvo, alzó el mentón y pronunció, con entonación medida: —Pura Voluntad. La piedra se apartó. No se quebró ni se partió: se abrió, revelando algo que no era oscuridad, sino la presencia de algo más antiguo. La sala común de Slytherin no los recibía. Los evaluaba. No era un simple salón: era un linaje esculpido en roca, una memoria que pesaba en el aire como un juicio. Bajo un techo abovedado, sostenido por columnas que parecían serpientes dormidas, el salón se extendía sin principio ni final visible. Todo parecía tallado en piedra viva. El fuego de las chimeneas ardía en verde jade. El aire olía a ceniza fina y a incienso seco, a poder filtrado. Y al fondo, el lago. Un ventanal inmenso, sin marco ni cortinas, se abría al agua oscura. No era una vista: era una advertencia. Tentáculos y sombras pasaban al otro lado del cristal, lentas, rituales, como si también observaran a los recién llegados. Severus se quedó quieto. No por miedo, sino porque algo en su pecho no sabía cómo asimilar tanto. Todo lo que había imaginado. Todo lo que su madre le había dicho que no debía desear. Estaba allí. Y ahora podía verlo. Los sillones de cuero oscuro, las mesas de patas afiladas, las alfombras con tramas de escamas entretejidas: nada permitía el descuido. Este lugar exige presencia. Y no perdona si la finges. Sintió que cada grieta lo miraba. Que cada sombra lo pesaba. Y, por primera vez, no sintió miedo. Sintió reto. Sintió deseo. Sintió algo parecido a pertenencia… pero con dientes. La sala no lo rechazaba. Lo ponía a prueba. Y algo dentro de él —silencioso, visceral— empezó a tomar forma: un compromiso, un instinto, una certeza muda. Que dominaría cada rincón. Que aprendería sus reglas. Que un día, esa sala lo miraría y lo reconocería como uno de los suyos. El fuego de la gran chimenea pareció agitarse levemente, como si hubiera escuchado… y lo aprobara. Cuando dio un paso hacia el interior, una figura lo rebasó, ligera como humo y tan inevitable como una marea. No lo rozó, pero su presencia fue un empujón que le robó el aire. Cabello oscuro con destellos verdosos al roce de la luz, andar fluido, capa que parecía flotar. Crowley Prince. Avanzó hasta el centro del salón sin mirar atrás ni esperar señal alguna. Cada paso suyo era una afirmación de pertenencia, como si el lugar fuera suyo por derecho natural. Severus detuvo el gesto de apoyar la mano en el respaldo de un sillón. La retiró, no por duda, sino por un reconocimiento instintivo: la sala no estaba vacía. Desde los sofás, los escalones laterales y las sombras de las columnas, los alumnos mayores ya estaban allí, repartidos con la naturalidad de quienes siempre han sido dueños del espacio. Y lo hacían sentirlo en cada mirada. Algunos estaban recostados con un libro abierto en el regazo, sin fingir interés por los recién llegados. Otros charlaban en voz baja, con sonrisas que no mostraban los dientes. Al fondo, alguien había estado tocando el piano —una pieza lenta, disonante— y se interrumpió solo para volverse con un desinterés calculado. Un chico mordisqueaba una manzana verde, de esas ácidas, con un ritmo constante, sin dejar de observarlos. Nadie los recibió. Pero todos sabían que estaban ahí. No se alzaron. No se formaron. No pronunciaron nombres. Solo miraron. Y esa mirada, sin esfuerzo alguno, pesaba más que cualquier bienvenida. Severus lo sintió como una agresión silenciosa, como si la luz misma lo expusiera, como si cada par de ojos dijera sin hablar: no eres de aquí. Su espalda se encorvó apenas. Su cuello buscó un ángulo para desaparecer, casi diluyéndose en el aire. Era un gesto aprendido. Así sobrevivía en Spinner’s End. Así lo hacía en los pasillos estrechos de su escuela primaria. En las esquinas de la cocina, donde su madre callaba. Volverse sombra había sido su mejor talento. Pero aquí… El silencio no era refugio. Era escrutinio. La sala no lo ignoraba. Lo diseccionaba. Aquí, el que no brillaba… se apagaba. Aquí, el que no respondía… desaparecía. Lo supo de inmediato. Y la hermosura del lugar era cruel: el ventanal sumergido, las sombras danzantes, el fuego de jade. Todo era arte. Todo era amenaza. Todo parecía preguntar: ¿Eres digno de permanecer aquí? El mundo que había idealizado… Era más hermoso de lo que jamás imaginó. Y más cruel, también. El muchacho que leía fingiendo desinterés cerró el libro con una lentitud deliberada y se levantó. Su figura era alta, esculpida en una elegancia que no necesitaba esfuerzo. El cabello rubio caía liso sobre los hombros; la túnica negra estaba delineada con hilos de plata tan sutiles como venenosos. No sonrió. No saludó. Caminó como si la sala lo recibiera a él, no al revés. Y cada paso lo confirmaba. Severus no sabía su nombre. Pero bastó con ver cómo los demás giraban la cabeza hacia él, cómo el silencio se espesaba apenas ponía un pie fuera del círculo de luz, para intuir que aquel rubio impecable no era cualquiera. Tenía el aura de quien no necesita preguntar. Los mayores que lo rodeaban se pusieron en movimiento sin que él lo pidiera. No como soldados, sino como cortesanos que sabían hacia dónde mirar. Uno se deslizó desde el respaldo de un sillón; otro giró sobre el brazo de un sofá con la manzana verde en la mano; un tercero descendió los escalones con los brazos cruzados, lento, con aire de inquisidor. Al fondo, alguien dejó de tocar el piano. No porque se lo ordenaran, sino porque sintió que debía escuchar lo que vendría. Crowley Prince alzó el rostro. No hubo temblor. No hubo reverencia. Solo ese brillo en los ojos de quien parece haber nacido mirándose desde arriba, como si no hubiera entrado en una casa nueva, sino en un escenario que ya le pertenecía. El rubio lo observó de arriba abajo sin disimulo. —Un Prince en nuestra casa… —dijo finalmente, degustando el linaje en la lengua—. ¿Qué no por tradición tu familia es por lo general de la Torre de Ravenclaw? —Históricamente, sí —se encogió Crowley de hombros, como si no escuchara la gran cosa—. Pero yo quise ser único y especial~ Así que escogí para variar el color verde. El azul me tiene ya un poco enfermo. —Ese espectáculo que diste en el Gran Comedor, de gritar como un maldito loco con el sombrero en mano de que serás el siguiente Ministro de Magia… ¿fue idea tuya? ¿Por qué hacer tanto el ridículo? —preguntó otro, ladeando la cabeza. Su sonrisa era ácida; sus ojos, de predador. Crowley arqueó una ceja, teatral. —¿Acaso no merecía yo entrar en esta casa con una entrada digna? Además, no solo dije que sería el siguiente Ministro de Magia que, por cierto, sí lo seré. Sino también le eché flores a mi ahora alma mater, la casa Slytherin. La única y mejor elección de todas las casas que existen. —Presumido —murmuró el que bajaba las escaleras, sin rencor pero sin calidez. El rubio no se rió. Solo asintió, casi con aprobación. Luego se giró ligeramente hacia el grupo y, con voz medida, se presentó: —Mi nombre es Lucius Malfoy. Y ustedes acaban de entrar al corazón de la casa que no olvida. Por su apariencia, parecía de cuarto año. Y, aun así, el resto de la casa Slytherin lo respetaba a tal punto que le dejaban hablar, hasta los que estaban en cursos mayores. Su voz era suave, firme, como un conjuro que no necesitaba alzarse para dominar. Dio un paso más, acercándose al grupo de primer año. —Y una de nuestras formas más antiguas es esta: la presentación de los recién llegados. Una tradición. Un rito. Una pequeña… audición. Desde la penumbra, una voz baja surgió como un corte fino: —¿Para entretenerlos a ustedes? Lucius giró el rostro sin apurarse. Localizó al muchacho flacucho de rostro pálido que se mantenía ligeramente encorvado, como si aún no creyera merecer el espacio que ocupaba. En los ojos de Severus Snape ardía algo: una mezcla de sarcasmo, incomodidad férrea y un rechazo instintivo hacia rituales que no entendía… y que tampoco aspiraba a venerar. Aquella teatralidad dorada le revolvía el estómago, igual que las reuniones donde su padre bebía sin medida y todos fingían que eso era normal. No era timidez. Era desconfianza. Era saber que lo que empieza con sonrisas suele terminar con alguien riéndose de ti. Lucius sostuvo su mirada un instante. Intrigado, no ofendido. Como quien observa un insecto raro que se ha atrevido a levantar la voz en un salón de purasangres. —Para saber quién es digno o no a esta casa, y ver quién es merecedor de recibir que solamente una cama —respondió sin perder el aplomo. Un murmullo bajo recorrió a los presentes. No era burla. Era aceptación. Así funcionaba allí. Las serpientes no muerden porque sí: observan, juzgan, y luego eligen si vales la pena. De pronto, una figura emergió del diván más amplio como una flor venenosa que al fin decide abrirse. Era una chica de cabello oscuro en cascada y ojos de sombra líquida. Su andar era felino, rápido y sinuoso. Había estado ahí todo el tiempo, mirando, esperando. Y cuando se movió, lo hizo con la certeza de quien no necesita permiso. —¿Y tú? —le dijo a una niña de primero junto a Severus, que intentaba hacerse más pequeña con cada segundo—. ¿Qué sabes hacer, pequeña criatura? Antes de que la niña respondiera, la muchacha de ojos de sombra líquida le rozó el mentón con la punta de la uña. Un gesto suave… pero con filo. La niña se encogió, y Snape, por reflejo, también se retrajo. —Bella, no los espantes tan rápido —bromeó uno de los mayores, mordiendo su manzana. Crowley Prince dio un paso al frente con naturalidad, con la calma de quien no entra como invitado sino como parte inevitable de la escena. Sus ojos verdes se deslizaron, de reojo, hacia un rincón de los sofás donde Narcissa, sentada junto a Andrómeda, fingía no mirar, pero mantenía la espalda erguida con atención helada. La menor de las Black apartó apenas la vista cuando los ojos de Crowley la encontraron, como si no quisiera participar de lo que estaba a punto de ocurrir. Bellatrix inclinó apenas la cabeza, sonriendo con un brillo casi depredador. —Bellatrix Black… —saludó Crowley con su media sonrisa de veneno dulce, inclinando la cabeza en un gesto cortés que era más provocación que respeto—. Vaya, tanto tiempo sin verte —añadió con ironía ligera, pese a que había cenado con ella momentos atrás. —¿Piensas que por conocerte voy a dejar de evaluarte, pequeño mocoso? —replicó ella con voz baja, el borde de la sonrisa tan afilado como un cuchillo. —Todo lo contrario. No esperaría a nadie mejor que tú para empezar conmigo —contestó Crowley, midiéndola con los ojos. —Habla el gemelo malvado… —ronroneó Bellatrix, grave, juguetona y peligrosa a la vez—. ¿Sabes? Mi madre siempre decía que mi tía Walburga te tenía una tirria especial. No soportaba la idea de que siguieras apareciendo en las reuniones familiares, por tus espectáculos molestos y ruidosos. Hizo una pausa breve, ladeando la sonrisa con un destello frío. —Hoy, en el Gran Comedor, creí que harías otro. Por un momento pensé que tirarías el Sombrero al suelo y lo pisotearías… hubiera sido lo más entretenido de esa aburrida y soporífera ceremonia. Crowley dejó escapar una risa baja, sin vergüenza y con un matiz cómplice. Sabía que Bellatrix no lo atacaba: lo estaba probando frente a todos. Y eso, lejos de incomodarlo, le resultaba tentador. —Créeme —replicó con voz suave, el veneno envuelto en humor—, ¡estuve tentado de tirar el Sombrero! Más que pisotearlo, quise mandarlo a volar… Alzó una ceja con gesto pícaro. —Mandarlo a volar como aquella vez en el cumpleaños de tu querido primo Regulus, ¿recuerdas? ¡Cuando lo levanté cinco metros y reventó en el aire como un fuego artificial! Parecía una palomita explotando. Bellatrix rió de inmediato, con un brillo salvaje en los ojos. Esa carcajada no era cálida: tenía filo y un eco oscuro que electrizó el aire. —Oh, ese cumpleaños… —murmuró, casi ronroneando el recuerdo—. Derramaste la limonada sobre la mesa, gritaste que el ministro no debía comer pastel tan insulso… Y antes de que nadie reaccionara, el pastel entero salió volando junto con el pobre Regulus, como si los hubieras disparado con un cañón. Reventaron contra el jardín, cubriendo de crema a medio salón… Y mi pequeño primo terminó a cinco metros de altura, chillando como un gato mojado. Valió la pena asistir solo por eso. Fue la primera y única vez que agradecí que me obligaran a ir a una de esas aburridas reuniones familiares… Ver ese caos fue espléndido… Crowley se inclinó apenas, teatral, con esa sonrisa torcida que insinuaba gratitud falsa. —Fue un servicio público —dijo con un destello de malicia—. A nadie le gustan las fiestas aburridas. Prácticamente me obligaron a hacerlo… era eso o quedarme dormido. Así que no fue mi culpa~ Cuando Bellatrix se acercó un paso más, su sombra le cayó encima como una pluma negra. Crowley sintió —por pura intuición entrenada— que ella iba a decir algo más; en el instante previo a que abriera la boca, se deslizó un fragmento de su mente hacia la de ella, como un dedo tanteando el filo de una daga. Bellatrix se detuvo a medio paso, ladeando apenas la cabeza. En sus ojos oscuros cruzó un destello breve, como si se preguntara —sin decirlo— si aquel zorro descarado seguía oliendo a cerezas negras con vainilla, la fragancia que él solía usar antes. Crowley, que ya había sentido la pregunta formarse en ella, sonrió con una calma que era respuesta. —He cambiado de fragancia~ —dijo en voz baja, adelantándose antes de que ella pudiera abrir la boca—. Lavanda y sándalo… con un toque de jazmín suave y un cítrico amargo. —Le sostuvo la mirada con un brillo lento, casi felino—. Más acorde a Hogwarts~ Ella dejó escapar una risa suave, apenas un siseo de cristal. Se inclinó con la lentitud de una gata que mide la distancia. El murmullo de la sala siguió, pero el aire entre ambos se volvió privado. Se acercó lo bastante como para que la sombra de su cabello rozara el hombro de él. Su voz fue un susurro que dejó un rastro frío en el aire entre ellos: —Si sigues husmeando así, un día te vas a asomar demasiado… y me divertiré viendo la cara que pondrás cuando tropieces con algo que ni siquiera tu cabeza está lista para mirar. Se retiró igual de despacio, con la sonrisa intacta y los ojos brillando con un desafío que no necesitaba palabras. Crowley no reaccionó con gesto amplio. Solo inclinó un poco la cabeza, con media sonrisa contenida, como si aceptara la advertencia… o la invitación. —Supongo que ese es el precio de mirar demasiado de cerca, Bella —murmuró, bajo, sin apartar los ojos de los suyos—. Me gusta eso de que el abismo ve de vuelta. Va muy bien contigo. Bellatrix lo observó un segundo más, con los ojos oscuros brillando como si midiera la distancia entre un desafío y una invitación. Luego soltó una carcajada breve, filosa y musical, que cortó el aire con el filo de un cristal, antes de apartarse con la misma gracia peligrosa con la que había llegado, encarándose al grupo de primero ahora de manera general, poniendo sus manos sobre la cintura. —Bienvenidos a Slytherin. Nosotros nos encargaremos de que los débiles desaparezcan de esta casa~ De su parte, había terminado con Crowley. Si alguien iba a seguir asediándolo, no sería ella. Fue entonces que el muchacho que masticaba una manzana, se inclinó, mirando a Crowley. Era imposible no criticar tan insolente y molesto muchacho que pedía a gritos atención. Luego seguirían los otros. Primero ajustar al llamativo. —Tu presentación fue totalmente innecesaria. Tenía los ojos negros fijos en Crowley con un brillo de juicio burlón. La insignia de prefecto en el pecho parecía menos una obligación que un trofeo que usaba para disfrutar del espectáculo. Crowley no se inmutó. Sostuvo la mirada con esa media sonrisa suya que nunca era de cortesía, sino de provocación descarada. —¿Dije algo que no fuera verdad? —replicó, encogiéndose de hombros con cierta teatralidad—. Slytherin es la mejor casa. ¿Por qué no recibir mi asignación como se merece? —No hablaba de eso —replicó el de la manzana, con un dejo de diversión maliciosa—. Hablaba de que dijeras ser el futuro Ministro de Magia. Crowley ladeó la cabeza, evaluando sus palabras con calma serpentina. Luego sonrió más amplio, dejando que la luz de las velas dibujara un filo venenoso en sus facciones. —Eso tampoco fue mentira —dijo con suavidad casi insultante—. Algún día lo seré. El de la manzana dejó escapar una risa corta, baja, más un resuello que un gesto de alegría. Desde el rincón, otro joven —más alto, con porte severo y la misma insignia de prefecto, posiblemente de séptimo año— que estaba sentado y recostado en un sillón cerca del fuego. Se inclinó apenas hacia delante y habló por primera vez, con voz firme y pausada: —Rabastan, deja que el nuevo termine de fanfarronear antes de que lo descuartices. El muchacho de la manzana frunció el ceño, pero no replicó. El que acababa de hablar sostuvo la mirada de Crowley apenas un instante, sin hostilidad pero con la distancia de quien marca jerarquía. Bellatrix, volteó hacia el que estaba sobre el sofá, riendo con un chasquido suave. —Siempre tan diplomático, Rodolphus~ La mención bastó. El mayor no respondió. Se limitó a mantener la calma de un animal que no necesita imponerse para ser respetado. Crowley desvió un instante la mirada hacia él, reconoció la jerarquía silenciosa y volvió al menor con un gesto ladino. —Supongo que no todos disfrutan los discursos sobre grandeza —dijo con suavidad, sin perder la sonrisa—. Pero incluso para brillar… hay que tener público. El de la manzana entrecerró los ojos, como si saboreara la réplica. —¿Y por qué habría de importarnos escucharte? —preguntó, sin quitarle la vista de encima. Crowley se giró hacia él con la misma calma serpentina, y su sonrisa se tornó más peligrosa, más viva, cargada de un brillo que no era de diversión, sino de amenaza dulce. —Porque ustedes… —miró alrededor, con lentitud, como un rey paseando la vista por su corte—, ustedes aman todo lo que brilla. —Hizo una pausa breve, los ojos verdes ensombreciéndose—. Aunque sea para odiarlo después. Una risa suave, clara y letal, brotó entre los mayores. No era alegría: era reconocimiento. Habían encontrado a alguien interesante en aquel primer año. —No tienes miedo, ¿eh? —preguntó alguien más, con un dejo de curiosidad venenosa. Crowley los miró uno por uno, sin bajar la barbilla, y respondió con una calma brillante: —No tengo miedo. Tengo gusto. Tengo ganas. Y tengo un apellido… que exige ser digno de él. —También exige saber obedecer —intervino Rabastan desde el sillón, mordiéndole otro pedazo a la manzana con desgana, los ojos hundidos de aburrimiento afilado. Crowley arqueó una ceja, como si la frase fuera un chiste mediocre, y sonrió apenas, con un filo dulce. —Obedezco al estilo —dijo—. A lo que me hace valer. A lo que construye legado. A nada más. Lucius Malfoy, que hasta entonces observaba en silencio a un lado del ventanal, asintió. Una vez. Lenta. Calculada. Sin emoción en el rostro, pero con la aceptación mínima de quien reconoce potencial. —Bravo —musitó Lucius con suavidad—. Veamos si lo mantienes cuando los exámenes sean reales. Crowley Prince sabía que la corona no se mendigaba. Se ensayaba desde el primer paso. Y él llevaba ensayando toda su vida para Slytherin… y para todo lo que conlleva. Con una sonrisa apenas insinuada —más sentencia que alabanza—, Lucius dio un paso atrás y se giró, rompiendo el hechizo de su atención para pasar al resto de los niños de primero. Snape, que había permanecido al fondo, casi invisible, bajó la mirada. No por timidez, sino por instinto de supervivencia. Había aprendido que ser ignorado era a menudo la mejor defensa. Pero esta vez el silencio no lo protegía. Lo delataba. A su alrededor, los mayores formaban un cerco sin moverse, como humo condensándose alrededor del fuego. Ocupaban sillones, descansaban en las escalinatas, cruzaban los brazos en rincones oscuros. Sus posiciones parecían casuales, pero cada mirada era un filo, cada susurro un veneno. Desde una repisa alta, un muchacho de rostro anguloso hacía girar un anillo plateado entre los dedos. —¿Qué te parece ese que tiene completo de protagonista, Avery? —preguntó con voz baja, sin levantar la vista del anillo. En el sofá más próximo, Avery alzó una ceja antes de morder su manzana verde con desgano. —¿Además de histriónico? —preguntó con sorna—. Un excelente farsante. —No me agrada —añadió Travers desde la baranda del segundo piso, balanceando la pierna con aire ocioso—. Demasiado escénico. Los que entran queriendo llamar la atención me parecen ridículos… Bueno, todos menos Mulciber, claro. El aludido, tendido en un sofá como si dormitara, abrió apenas un ojo. —Tiene el descaro necesario para sobrevivir aquí —murmuró con voz arrastrada. —Vamos, Mulciber, no te hagas el dormido —replicó Avery, lanzando el corazón de la manzana al fuego con puntería cruel. —Mucho ruido, poca mordida —gruñó Mulciber sin moverse—. Pero admito que tiene estilo. Al menos no es otro crío asustado… a diferencia de los que están allá atrás. No soporto a los que huelen a miedo. —¿Y qué tal ese otro? —preguntó Travers, ladeando la cabeza hacia el fondo—. Ese que parece un escarabajo sin caparazón. —¿El de la túnica que parece robada de un tendedero? —añadió con desdén ligero Avery. Snape sintió las miradas como agujas finas contra la nuca, pero no levantó la vista. —¿Y qué tiene en el cabello ese? —murmuró Nott desde su rincón, con desgano—. No lo toco ni con tus manos. No eran los únicos comentarios. La sala entera murmuraba, curiosa, testigo de la escena. Las risas se deslizaron entre los mayores como serpientes bajo la hierba húmeda. Bellatrix, entretanto, caminaba en un semicírculo lento, observando a los nuevos como una gata que mide a los ratones. —Bella, tu olfato nunca falla —comentó Rosier desde lo alto, con esa complicidad ácida que no une, pero quema. —¿Para oler el miedo? Nunca~ —respondió ella, mostrando apenas los dientes en una sonrisa que tenía más de advertencia que de humor. Se apartó del centro con un giro suave, rodeando al grupo de los de primero como un perfume oscuro, hasta detenerse frente a una niña que se escondía justo detrás de Snape. Le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. Un gesto suave… que quemaba. Snape sintió el estremecimiento de la muchacha a su espalda, un temblor que pareció rozarlo también a él. Detestaba esa intromisión física. Reconocía en ella la naturaleza de un depredador. No se movió, pero lo sintió casi como si esa burla hubiera atravesado a toda la fila de los que aún no tenían nombre en aquel lugar. —¿Tu nombre? —Thassia Burke… —¿De la tienda Borgin & Burke? Ella asintió, sin bajar la barbilla. Crowley la miró de reojo. El apellido, aunque mermado por viejas deudas, aún pesaba en los círculos donde importaba. Pero allí, en ese instante, Thassia era solo la primera que quedaba expuesta al escrutinio. Un chico más alto que Snape, de facciones duras y ceño fijo, intentó mantenerse erguido cuando Travers se le plantó delante. —¿Y tú? ¿Vas a hablar… o a evaporarte como poción mal hecha? —Lowe —respondió el muchacho, con un dejo de resentimiento que endureció su mandíbula. —¿Lowe? —repitió Avery desde el sofá, girando apenas la cabeza con desprecio lánguido—. No me suena en lo más mínimo. Y suena a nota baja. Ojalá no lo seas. Desde un asiento alto, Rosier se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. Sus ojos fríos y brillantes se clavaron en una niña de cabello rubio, perfectamente trenzado, cuyo porte era demasiado pulcro para pasar inadvertido. —¿Y tú, muñeca de escaparate? —Brioni —respondió ella, sin parpadear, con voz tan afilada como su mentón—. Y prefiero no hablar si no es con alguien importante. Rosier sonrió despacio, como quien paladea un veneno de sabor exquisito. —La familia Brioni siempre ha sabido hacerse respetar… —murmuró, dejando que sus ojos vagaran hacia Lucius, que observaba en silencio. Lucius asintió apenas. Bastó ese gesto; en Slytherin, un asentimiento suyo valía por un tratado tácito. Dicho sea de paso, tenían parientes políticos casados desde hace generaciones. Wilkes descendió unos escalones y se detuvo frente a los niños de primero, mirándolos de lado a lado... Terminó con Crowley. Este entrecerró sus ojos, pensando que su turno había terminado. Pero igualmente, iba a seguirle el juego. Wilkes lo estudió con descaro, ladeando la cabeza como quien evalúa una criatura exótica. —Tu pelo… es... Raro... no es negro... Es como verde oscuro… —arqueó una ceja, con un deje de burla—. ¿Por qué ese capricho? Obviamente no es natural. Crowley sonrió, suave y teatral, como si hubiera esperado la pregunta. —Me lo teñí yo mismo. Magia de Transformaciones. Puedo hacerlo crecer, cortarlo, hacerlo lacio, ondularlos, ponerme una trenza… cambiarlo cuando me aburra. Fue el primer encantamiento que me lancé a mí mismo apenas tuve mi varita. Y si me lo puse verde, fue más una declaración que un capricho. Quiero que mi cabello combine con mi uniforme. Un murmullo bajo recorrió a los mayores. Aquel hechizo era mínimamente para alguien de tercer año. Snape, casi al margen, tomó nota en silencio. No podía evitarlo: su mente catalogaba nombres, gestos, tonos. Era un reflejo aprendido en la sombra: observar desde el borde, anotar sin tinta, deducir patrones antes de que se formaran. Cada detalle era un indicio. Cada palabra, una grieta. Y mientras Crowley Prince captaba la luz en el centro de la sala, Snape observaba las sombras. Vio cómo Vivienne Brioni —la niña de cabello rubio lacio y ojos gélidos— apenas pestañeó cuando Bellatrix le rozó la cara con la punta de los dedos, un gesto ofensivo disfrazado de juego. No retrocedió ni bajó la mirada. Elegante como una daga envainada, sostuvo el contacto un instante y después volvió a la quietud. Vio cómo otra, de mirada ausente y voz de susurros —Calliope Selwyn, al parecer su amiga, pues le sujetaba disimuladamente la capa— musitaba cosas sobre eclipses mientras giraba el dobladillo de su túnica. Su tono no era temeroso, sino absorto. Como si viera otro plano. Vio a un chico de orejas grandes y nervios de gelatina —Justin Pettley— trabarse al hablar, provocando que un mayor fingiera no entenderlo para hacerlo repetir su nombre cinco veces. Un espectáculo cruel. Pettley apenas sostenía la mirada. Cada intento de articular su nombre era como escuchar un corazón temblar. Escuchó otro nombre: Amycus Carrow. Repetía las frases de Mulciber con medio segundo de retraso. Lo hacían hablar como un eco mal afinado. Snape pensó, con desprecio tranquilo, que era el tipo de alumno que no sobreviviría sin alguien que le dijera qué ser. Silas Flint, cuadrado como un soldado, hombros de piedra, mirada desafiante que buscaba público con hambre muda. Y Carl Lowe. Rígido. Mudo. Mirando de reojo, con esa expresión de quien considera cada palabra ajena como una amenaza a su espacio vital. Lowe no escuchaba para aprender, escuchaba para registrar enemigos. Anotó, sin querer, el nombre de otro: Tobias Greengrass. El que sonreía con dulzura empalagosa, intentando agradar a todos como si su vida dependiera de ello. Lo vio moverse de un grupo a otro, sin centro, como un animal sin madriguera. Pero algo en ese nombre le revolvió el estómago. Tobías. Era el nombre de su padre. Y también el suyo. Severus Tobías Snape. Sintió un vacío frío y amargo en el pecho. No quiso pensarlo. No quiso recordarlo. Lo descartó en su mente con una nota silenciosa de desdén absoluto. Una marca rápida, casi rabiosa: irrelevante. No mereces ni el odio que cargo por ese nombre. Snape no quería recordar sus nombres. Pero los registraba igual. Porque los nombres eran poder. Y él —aunque aún no se atrevía a decirlo en voz alta— quería poder. A su alrededor, los mayores reían, probaban, empujaban, susurraban. Estaban evaluando, sí. Pero también estaban enseñando. Mostraban, con cada mirada y cada desprecio medido, cómo funcionaba el juego real. Y entonces, el silencio cambió de peso. Lucius Malfoy dio un paso adelante. Se detuvo frente a Severus con una quietud casi elegante. No había dureza en su postura, pero su mera presencia generaba una tensión que comprimía el aire. Lo miró de arriba abajo, recorriéndolo como quien observa un objeto de segunda mano en un escaparate polvoriento. Sus ojos grises no expresaban desdén directo; expresaban algo peor: evaluación fría, sin interés emocional. —Tu nombre —dijo Lucius, su voz suave como el filo de un cuchillo de plata. Severus sostuvo la mirada un segundo antes de bajarla apenas. No en gesto de sumisión, sino como quien se protege de una luz demasiado fuerte. —Severus Snape —respondió, su voz áspera, carente de toda decoración. No había intención de agradar. Solo el sonido necesario para que no lo llamaran mudo. Un silencio breve. Entonces Travers rió por lo bajo desde su lugar, con un sonido seco, como metal golpeando piedra. —Snape… —repitió, degustando el nombre con burla contenida—. ¿Qué acaso la palabra Snap significaba romper o algo así? Como algo que se quiebra con facilidad —sonrió con los dientes apenas asomados—. Le queda perfecto. —O como un veneno barato de pociones ilegales —añadió Avery desde el sillón, con su tono lánguido y cruel, mientras giraba la manzana que aún no terminaba. Rosier sonrió con lentitud, sin apartar los ojos de Severus. —Me suena… feo —musitó—. Y de pobre. Odio a los pobres. Una carcajada suave se deslizó entre varios. No era un ataque ruidoso. Era peor. Un desprecio ligero, sin importancia, como si lo hubieran clasificado en un estante inferior sin esfuerzo alguno. Lucius lo miró un instante más, sus ojos grises fijos, casi incoloros. —Snape… —repitió en voz baja, degustando cada sílaba con una neutralidad que era más cortante que el desprecio—. No me suena a ningún apellido conocido… Su mirada no era cálida, pero tampoco burlona. Era la mirada de un juez. O de un coleccionista. —Vas a entonces que hacerte camino por tu cuenta, si nadie lo conoce —continuó, con suavidad seca—. Importará lo que llegues a hacer que suene. Hizo una pausa mínima, suficiente para que el silencio se tensara como un hilo de acero. —Recuerda —añadió, bajando apenas la voz, como si compartiera un secreto que en realidad era un veredicto—. Slytherin no olvida a quienes saben demostrar su valor. Y con un leve giro de su capa negra ribeteada en plata, Lucius dio un paso atrás, retirándole su atención como si ya hubiera decidido que, por hoy, no había más que evaluar. Lucius Malfoy no necesitó alzar la voz. La tensión se acomodó detrás de él como una capa invisible cuando se irguió, firme, frente a todos. —Slytherin no da la bienvenida —dijo, con un tono suave y absoluto que se filtró como veneno frío en cada oído—. Evalúa. Los cuchicheos se apagaron al instante. Cada palabra suya caía como un sello de plomo. —Aquí no basta el apellido, aunque ayuda. No basta el talento, aunque deslumbre. Aquí importa qué puedes ofrecer… y a quién. Su mirada recorrió al grupo con la precisión de un bisturí, deteniéndose en cada primero, no con amenaza, sino con una promesa envenenada. —Aquí se negocia, se intercambia, se observa. Lo que construyas aquí será tu escudo… y tu daga. Si sabes jugar bien. Bellatrix dejó escapar una risa suave, cargada de filo y sin alegría. —Y si no… serás el cadáver en el armario del que nadie hablará~ Lucius continuó como si sus palabras fueran un ritual antiguo que debía ser recitado con absoluta exactitud. —Las recompensas existen. Pero no son para cualquiera. Su voz bajó un tono, y su ritmo se volvió lento, casi hipnótico, como si estuviera compartiendo un secreto prohibido. —Dentro de Slytherin… —dijo, haciendo una pausa tan densa que los corazones parecieron suspender un latido— existe un lugar. Una casa dentro de la casa. Un nido privado. Íntimo. Sagrado. Al pronunciarlo, su voz cargó un matiz de reverencia fría: —La Sala Sur de Slytherin. Un silencio súbito cayó sobre todos cuando Lucius Malfoy pronunció el nombre de la Sala Sur. No era un silencio de respeto. Era de estremecimiento. Snape sintió cómo los alumnos mayores, hasta ese momento dispersos en sus sillones y escalinatas, se tensaban con un mismo reflejo silencioso. Algunos alzaron la barbilla apenas, como si la mención del lugar reclamara postura. Otros bajaron la mirada con discreción, conteniendo gestos demasiado humanos: orgullo, miedo, deseo. Bellatrix sonrió con los labios cerrados, los ojos danzando con un brillo peligroso. Rosier ladeó la cabeza, su sonrisa se hizo más afilada, como un cuchillo afilado contra la lengua. Mulciber abrió los ojos por primera vez, fijos y pesados. Avery dejó de morder su manzana, congelado en mitad del gesto, con los dientes hundidos en la pulpa ácida sin atreverse a cerrar. Incluso los de segundo y tercero, sentados con rigidez a los márgenes, intercambiaron miradas rápidas y tensas. Era una palabra que pesaba más que cualquier apellido. Lucius permitió que ese efecto se impregnara en el aire, como veneno derramándose en agua clara, antes de continuar con una suavidad letal: —Estadísticamente… el 92% de los seleccionados a Slytherin jamás verá su interior. Porque no está hecha para ustedes. No está hecha para la multitud. Está reservada para la élite. Para la misma sangre que firma pactos con su vida y teje legados con cada generación. Sus ojos, grises y brillantes como acero húmedo, recorrieron los rostros tensos frente a él. Cada palabra era un dictamen. Un destino. —Y no se equivoquen… —agregó con un susurro cargado de veneno dulce— no basta con nacer digno. Ni siquiera basta con ser escogido. La Sala Sur no es un lugar que se merezca. Es un lugar que te reclama… o te ignora para siempre. El silencio que siguió fue tan profundo que incluso el lago más allá de los ventanales pareció inmovilizar sus sombras. Lucius no sonrió. Solo inclinó la cabeza un milímetro, como quien cierra un grimorio prohibido tras leer su última línea. Lucius dejó que el silencio se prolongara un segundo más. Luego, con la misma calma de quien disecciona un cuerpo aún vivo, continuó: —Y quizás se pregunten… ¿quiénes habitan ese lugar? Sus ojos recorrieron la sala con lentitud, posándose un instante sobre cada primero, cada segundo, cada mayor que sostenía la mirada solo para apartarla con respeto silencioso. —No son muchos. Ni lo serán. Caminó un paso, y su túnica negra, ribeteada en plata, rozó el suelo como un susurro de serpiente. —En esa sala, encuentran su lugar los herederos de familias que llevan siglos firmando alianzas y acumulando oro y sangre con igual disciplina. Los hijos de ministros y jueces, los nietos de embajadores mágicos, los primogénitos de linajes que conocen el precio real de un apellido. Aquellos que, incluso sin levantar la varita, pueden arrodillar a un Wizengamot entero con una sola firma. Hizo una pausa, dejando que la densidad de esas palabras se hundiera en la piel de quienes escuchaban. Varios alumnos de cuarto y quinto inclinaron la cabeza, como reconociendo un dogma que ya conocían. Lucius continuó, su tono tornándose más bajo y peligroso: —Pero no todos están allí solo por herencia. Aunque… —su mirada brilló con un destello de crueldad casi bella— el requisito mínimo, ineludible, es la pureza de sangre. Se hizo un silencio absoluto. Uno cargado de algo más que respeto: miedo. Un recordatorio del orden natural que sostenía esa casa como un altar oscuro. —Algunos están allí por privilegio adquirido. Porque su talento es tan atroz, tan puro y tan imposible de replicar… que incluso quienes los desprecian deben inclinar la cabeza ante su utilidad. Sus ojos se detuvieron en Severus Snape. Fue un vistazo seco y filoso, como si midiera su composición molecular con la vista. Solo duró apenas un segundo. Lucius siguió caminando. —Y luego —añadió, con un filo casi imperceptible en la voz— están los que llegan allí por información. Por obediencia silenciosa. Por saber exactamente a quién inclinarse… y a quién traicionar cuando sea necesario. Se giró apenas, observando a los mayores que estaban sentados en las sombras. Su mirada los rozó con un juicio frío, y varios bajaron los ojos. Incluso algunos de sexto y séptimo, cuyos rostros endurecidos se contrajeron con un microgesto de incomodidad. Snape lo notó. Era tan rápido y sutil como un parpadeo, pero estaba ahí: la humillación de saber que ni ellos, con toda su antigüedad, eran dignos de mirar aquel lugar. Lucius ladeó la cabeza, su cabello rubio cayendo como seda pálida sobre su hombro. Sus ojos eran acero mojado cuando concluyó, con un susurro que no necesitaba volumen para oírse en toda la sala: —No se equivoquen. Ser seleccionado para Slytherin no los hace merecedores de nada. Ni siquiera de mirar la Sala Sur. El silencio absoluto que siguió fue tan pesado que hasta el fuego verde de la chimenea pareció agacharse ante él. Lucius respiró hondo, dejando que el silencio se impregnara como perfume pesado en los muros. —Pero no crean que la Sala Sur es solo un lugar… —su voz descendió a un registro casi íntimo, como un susurro compartido en la penumbra—. Es un umbral. Caminó un paso, sus zapatos resonaron suaves y definitivos sobre la piedra. Nadie se movió. —Allí no se guardan solo lujos o manjares. No son los sillones de terciopelo ni las mesas de ébano lo que importa, sino las promesas que laten bajo su suelo y tras sus muros. Promesas tan antiguas como esta casa… y tan peligrosas como su verdadero nombre. Hizo una pausa. Los de primero parpadearon, tensos, con los labios sellados. —Dicen los más viejos —prosiguió con un respeto oscuro— que la Sala Sur no fue construida para estudiantes. Que esos muros y esos arcos pertenecieron al mismísimo Salazar Slytherin: su estudio, su laboratorio, su sala de rituales. Fue su refugio y su fortaleza. Allí planificaba, escribía, experimentaba… y, según la leyenda, elegía a quién enseñar sus secretos. Un estremecimiento silencioso recorrió a los presentes. Incluso algunos mayores bajaron la vista, como si pronunciar ese nombre en tal contexto profanara un altar. Lucius sonrió apenas, con esa suavidad cruel que parecía misericordia. —La Sala Sur no es un salón de lujo ni un museo de reliquias. Es el núcleo operativo de la casa. Allí se conservan registros genealógicos de linajes antiguos, inventarios de alianzas selladas, fórmulas de pociones retiradas por el Ministerio pero aún útiles para la defensa… incluso contratos de aprendizaje que solo se ofrecen a quienes demuestran verdadera ambición. Su mirada barrió las caras de los de primero, deteniéndose un instante en el grupo de los nuevos. —No es un premio —añadió, con un dejo de desdén—. Es un filtro. Solo cruzan esa puerta los que demuestran pertenecer a la casta que hace mover el mundo mágico. Bellatrix ladeó la cabeza, sus labios curvándose en una sonrisa oscura, casi reverente. Lucius continuó, con voz que era terciopelo sobre cuchillas: —Allí se guardan grimorios con hechizos de sangre prohibidos por el Ministerio, pergaminos con sellos rotos que atestiguan alianzas rotas, juramentos incumplidos… reliquias malditas extraídas de ruinas donde otros solo hallaron ceniza. Bajó el tono, suave como un veneno tibio: —Hay pociones borradas de los registros oficiales hace siglos, pero cuyas fórmulas aún se intercambian en frascos sin nombre. Talismanes familiares que ni el oro de Gringotts podría comprar, pasados de mano en mano como legado silencioso, fuera de cualquier registro oficial. Nadie respiraba. —También —prosiguió, dejando que la palabra colgara como un anzuelo envenenado— se negocian invitaciones selladas con cera negra para bailes privados de la aristocracia mágica, donde no asisten profesores ni ministros… sino los verdaderos dueños de este mundo. Y, a veces… solo a veces… se ofrecen contratos de aprendizaje bajo magos maestros oscuros cuya mera mención podría condenarlos a Azkaban y que son capaces de llevarlos a la grandeza... Pero eso, solo está reservado para los más fieles y dignos a las enseñanzas del mismo Salazar Slytherin. Pero para quien es digno, no hay condena. Solo hay poder, ambición y reconocimiento. Sus ojos, fríos y grises, se hundieron en los de los nuevos como dagas elegantes. —Todo eso se ofrece. Todo eso existe. Pero aquí, cada privilegio tiene su precio. No se trata de puntos para la casa ni de calificaciones. Se trata de lo que pueden aportar. Su voz descendió a un susurro que raspaba, como un cuchillo que acaricia antes de cortar: —Información. Lealtad. Talento. Sangre, si hace falta. Y, sobre todo, saber cuándo pagar… a quién… y con qué. Caminó un paso más; el eco del talón retumbó como un latido seco. —Aprender a pagar ese precio sin perder el alma… o forjarse una nueva, si es necesario… esa es la verdadera enseñanza de esta casa. Se detuvo. El silencio era tan absoluto que se escuchaba el crepitar lejano del fuego y el latido contenido de los que entendían. Lucius inclinó apenas el mentón, y su voz se volvió baja, casi íntima: —Y por supuesto… lo que sucede en la Sala Sur, se queda en la Sala Sur. Como Salazar Slytherin guardó sus secretos de los ojos indignos, esas paredes encantadas siguen su tradición. Hizo una pausa; el aire pareció comprimirse. —Las paredes de la Sala Sur no son solo de piedra. Son de memoria. Y su lealtad no es hacia ti. Es hacia la casa. Una leve curva, como una sombra de sonrisa, se dibujó en sus labios. —La única manera de entrar es con la invitación de un miembro activo. Así que piensen… ¿qué están dispuestos a ofrecer para ganarse ese honor? Silencio absoluto. Incluso Bellatrix no dijo nada, desviando ligeramente la mirada hacia sus hermanas, haciendo una mueca con cierta amargura. El tema de Andrómeda y Narcissa con esa sala era todo un problema. Rosier bajó la mirada con una sonrisa torcida. Mulciber tensó un músculo en la mandíbula. Avery giró la manzana en su mano, pensativo. Lucius sonrió apenas, un gesto mínimo y sin calor, pero cargado de una satisfacción cruel. Como quien observa un grupo de semillas, sabiendo que solo una germinará… y las demás serán abono. Sus ojos, pálidos y hambrientos, se detuvieron un segundo más en Crowley, que lo miraba con la satisfacción de quien reconoce un reino que ya era suyo antes de verlo. No era una sonrisa desafiante. Era la sonrisa tranquila de un príncipe que ve la corona en la mano del verdugo… y sabe que ese verdugo le servirá algún día. Luego, los ojos de Lucius se desplazaron, lentos y clínicos, hacia Severus Snape. Y ahí se quedaron. Más de lo necesario. Más de lo cómodo. No lo miraba como a un niño. Lo estudiaba. Como quien sopesa un metal en bruto. Como quien calcula cuánto ácido hace falta para corroer el hierro… y cuánto para pulir el oro. Severus lo sintió. Cada segundo de esa mirada fue como una aguja hundiéndose, lenta y firme, bajo su esternón. No bajó la vista. No tembló. Se mantuvo erguido, con el cuello largo y los puños cerrados a los costados, como si contuviera entre los huesos un pensamiento tan agudo que lo cortaba desde dentro. Por dentro, su mente giraba. No era deseo. No era hambre. Era algo más puro y más frío: estructura. Lo que Lucius ofrecía no era respeto. No era promesa. Era un mapa. Y Severus Snape, aunque no lo supiera todavía, era un niño que aprendía a leer cartografías de poder con la misma devoción con la que otros rezan. Lucius dejó que el silencio se estirara un instante más, como un hilo tensado al borde de romperse. Entonces añadió, con voz suave y cortante, casi como si aclarara un detalle logístico: —Ah… y por supuesto, aun con todo esto, el requisito mínimo es ser sangre pura. Cualquiera que no lo sea, automáticamente está descartado para pertenecer a esa sala. Esa última frase se clavó en Severus con un frío distinto, más hondo que la humedad de la sala. No lo mostró; su rostro permaneció neutro, pero por dentro algo se endureció, como si cerrara un cerrojo invisible sobre sus propios pensamientos. Un chico entre los de primero tragó saliva. Una niña, antes con expresión de desafío, desvió apenas los ojos. Pero Crowley seguía sonriendo, sin pestañear. Y Snape… solo parpadeó una vez, lenta y cuidadosamente. En la periferia, alguien asintió, satisfecho. Otro, más cínico, murmuró algo que se perdió entre las columnas. Y con ese último vistazo, Lucius retrocedió un paso. No se retiró. Solo selló algo que ya había sido dictado antes de que entraran. La evaluación a los nuevos de primer año había terminado. Pero su viaje por Slytherin apenas comenzaba. Un murmullo se dispersó, como hojas que caen tras la tormenta. Los prefectos reales —los de sexto y séptimo— comenzaron a agruparlos, guiándolos hacia los pasillos que los llevarían a los dormitorios. El resto de Slytherin retomó su ritmo, su respiración colectiva, su orden secreto. Entre los de la sala, alguien reanudó la melodía suave y disonante en el piano del fondo. Sus notas se deslizaron sobre las piedras como un veneno dulce, como un canto de bienvenida… o una advertencia. Mientras los niños avanzaban en silencio, solo un pensamiento quedaba claro, latiendo bajo sus pasos: Habían cruzado un umbral y no todos saldrían iguales. Finalmente, tras lo que pareció una eternidad disfrazada de ceremonia, llegó la hora del toque de queda. No se anunció con palabras ni campanas. Fue un cambio de atmósfera, como si el castillo mismo hubiera dado un suspiro fatigado, y los ecos de la velada comenzaran a recogerse solos. Los prefectos, que durante toda la noche se habían mantenido al margen —observando como centinelas satisfechos, con la expresión de quien evalúa una cosecha prometedora—, comenzaron a moverse. No dieron órdenes. Bastaron unas miradas, unos gestos de cabeza, para que los de primer año entendieran que la función había terminado… al menos, por ahora. Crowley alzó ligeramente la barbilla, con esa sonrisa pequeña que nunca era amable, como si el final de la noche fuera apenas el inicio de su propio espectáculo. Sus pasos tenían un ritmo casi danzado, silencioso y preciso, y sus ojos recorrían el grupo con una ligereza que no era descuido, sino dominio. Snape, en cambio, bajó la mirada, observando el suelo de piedra con atención casi religiosa. Era su forma de no mirar a nadie, pero también de ver demasiado: las grietas, los bordes irregulares, el limo verdoso que brillaba débilmente. Sus hombros permanecían encorvados, como si tratara de hacerse más pequeño que su ya delgada figura, y sus manos colgaban tensas a los costados, los dedos crispados apenas, tocando el dobladillo de su túnica de vez en cuando para asegurarse de que estaba en su sitio. De forma ausente, se rascaba por debajo de las uñas. Mientras los mayores continuaban intercambiando comentarios, como si todavía estuvieran masticando el espectáculo, los de primero fueron escoltados por los pasillos en sombra. No era una caminata guiada. Era un descenso. El corredor se hundía bajo los cimientos, serpenteando entre raíces de piedra húmeda y paredes cubiertas de limo encantado. El olor era denso, mineral, y cada respiración dejaba un rastro leve de vaho frente a sus rostros. Crowley aspiró profundamente, disfrutando el aroma húmedo con una calma teatral, y caminó un poco más lento, como para observar su reflejo distorsionado en los muros pulidos. Snape, detrás, solo respiraba por la nariz, en exhalaciones breves, con la mandíbula apretada. El eco de las palabras de Lucius sobre “el requisito mínimo” seguía latiendo en su mente, como un golpe que no se disipaba. No había puesto un pie en esa famosa Sala Sur, ni siquiera había visto sus puertas, y ya estaba descartado. Por algo que no había elegido. Por la sangre que llevaba en las venas. El pensamiento lo atravesó con la frialdad de un cuchillo: Ni siquiera he empezado… y ya estoy fuera... Una mezcla agria de rabia y desdén se le acumuló en la garganta, pero la tragó. No era el momento. No levantaría la vista. No daría el gusto de mostrar herida alguna. Al final, una puerta giró sobre sí misma tras escuchar una contraseña susurrada. Y entonces lo vieron. El vestíbulo de las recámaras se desplegó como un templo sumergido. El techo bajo parecía aplastar el aire. Las columnas de piedra verdosa sostenían tapices antiguos, bordados con hilos que murmuraban nombres olvidados. El fuego en las chimeneas no era rojo, sino esmeralda. Y en un costado, una sección entera de la pared estaba hecha de cristal bruñido, tan pulido que se confundía con la roca misma. Detrás, el fondo del lago. Oscuro. Vivo. Las criaturas acuáticas pasaban flotando con ojos brillantes, tan cerca que parecían acechar. Algunas se quedaban mirando demasiado rato. Crowley ladeó la cabeza y sonrió con fascinación suave, sus ojos oscuros reflejando la luz esmeralda. Snape tragó saliva; su mirada iba de las columnas a las criaturas tras el cristal, y un pensamiento breve, frío, lo atravesó: Aquí nadie verá la suciedad de mi sangre. Aquí todo es oscuro. Pero la frase que lo había herido antes —ese “requisito mínimo”— seguía pesando bajo la nuca como un grillete invisible. Parecía un acuario de los sueños… o de las pesadillas. Una prefecta se adelantó y, con una voz suave pero afilada, señaló dos corredores opuestos. —Las habitaciones de los varones, por aquí. Las damas, al fondo. La separación fue silenciosa, sin discusión. Crowley se movió primero, sus pasos dejaron un suave eco de vapor encantado al abrirse la puerta. Severus lo siguió con reticencia automática, manteniéndose un paso detrás de él, observando con atención cada curva del corredor, cada sombra que parecía moverse en el agua tras el muro de cristal. Los niños entraron a su dormitorio por una puerta arqueada que se abrió con un leve susurro de vapor encantado. La estancia se desplegó como un santuario hundido en sombras esmeralda. El techo, inmenso y abovedado, descansaba sobre arcos de piedra que se perdían en la penumbra. Arriba, candelabros de hierro colgaban como coronas antiguas, cargados de velas negras sin encender. Las camas de dosel estaban dispuestas en dos hileras paralelas, enfrentadas como columnas de un templo olvidado. Cada cama estaba cubierta por cortinas de terciopelo verde oscuro que absorbían la escasa luz, y sus cobertores parecían tejidos con un musgo tan fino que era imposible distinguir sus fibras. Entre los dos pasillos de camas se extendía el suelo de madera negra, pulida por generaciones de pasos, cubierto en su centro por una alfombra circular bordada con serpientes entrelazadas que brillaban tenuemente cuando se las miraba de reojo. Pero lo que dominaba la atención era el ventanal. Se alzaba al fondo, ocupando toda la pared opuesta a la entrada, un cristal único y sin cortes, tan alto como la propia sala. Más allá, el fondo del lago. La claridad era turbia, casi gris verdosa, cargada de un silencio denso que oprimía los oídos. Pequeños cardúmenes plateados pasaban en silencio, girando como pensamientos encerrados en un mismo sueño, y de vez en cuando, alguna criatura mayor, oscura y lenta, cruzaba detrás del cristal, proyectando una sombra tan grande que parecía cubrirlos a todos. Severus avanzó con los hombros tensos, como si el aire mismo pesara sobre su espalda, y eligió la cama más alejada, la última junto al muro lateral, donde la luz del lago apenas tocaba el suelo. Allí dejó su capa, extendida con torpeza sobre las sábanas, como si temiera arrugarlas, pero necesitara marcar su lugar antes de que alguien más lo reclamara. Sus manos temblaban un poco mientras acomodaba los pliegues, y cuando terminó, se quedó mirando el dosel durante un segundo, con la respiración contenida. Crowley, en cambio, permaneció en el centro de la estancia. Sus ojos verdes recorrían el techo alto, las cortinas oscuras, los candelabros callados y el ventanal, con la satisfacción tranquila de quien contempla un escenario perfectamente montado para su próxima actuación. Inspiró hondo, dejando que el aire húmedo llenara sus pulmones, y su sonrisa fue lenta, ligera, apenas un pliegue de placer en sus labios. En medio de la habitación, estaban las maletas de ellos. Sus siluetas oscuras se alineaban como tumbas pequeñas sobre el suelo de piedra, proyectando sombras deformadas bajo la luz verde que filtraba el lago. Los ojos de Severus recorrieron el montón de maletas apiladas en el centro de la sala, sin levantar la cabeza del todo. Reconoció la suya al instante: era la más vieja de todas. El cuero estaba resquebrajado en los bordes, una hebilla colgaba suelta como un diente roto, y uno de los lados había sido remendado con cinta adhesiva muggle, de esa gris opaca que se usaba para sellar cañerías con fugas. El seguro no cerraba del todo y crujía cada vez que la tocaba, dejando escapar un sonido hueco y miserable. Parecía más un objeto abandonado en un desván polvoriento que el equipaje de un estudiante. Comparada con las otras... era casi una ofensa. Maletas nuevas, con monogramas bordados en hilo de plata, herrajes pulidos que reflejaban la luz esmeralda, cierres encantados que emitían un clic elegante al cerrarse. Una en particular le produjo una punzada ácida en el estómago: un baúl alto, con inscripciones de latón antiguo, esquinas reforzadas con placas de obsidiana, y un emblema familiar grabado con magia que pulsaba un resplandor azulado suave, como si respirara. No era un baúl. Era una declaración de linaje, un recordatorio de su lugar. —Claro... —murmuró con sarcasmo apenas audible, la voz tan baja que pareció un pensamiento exhalado, al ver que Crowley Prince se acercaba y lo arrastraba con un gesto ligero, sin esfuerzo, como si fuera una extensión natural de su propia presencia. Su túnica negra se meció con elegancia, y Severus sintió un breve asco por lo impecable que se veía incluso en la penumbra. Crowley ni siquiera miró las demás maletas; simplemente tomó la suya y se dirigió a la cama que había escogido: la que estaba más cercana al ventanal del acuario, justo delante de la suya. Se sentó en el borde con la espalda recta y miró hacia el cristal enorme, como si hubiera esperado toda su vida por esa vista. Snape bajó la mirada y recogió su maleta con ambas manos. El asa se sacudió con un sonido flojo y quebradizo. No sentía cansancio. Ya no. Solo esa forma de agotamiento que no duele, pero que se instala detrás de los ojos. Como una costra emocional, vieja, seca, imposible de arrancar sin que sangrara algo más profundo. Fue entonces que lo escuchó. —Hey. Snape giró apenas el rostro. No necesitaba ver para saber quién era. Reconocía esa voz como una molestia en el oído que no se cura con pociones. Crowley Prince estaba recargado contra una de las columnas del dosel de su cama. Su cabello largo caía como un velo oscuro sobre sus hombros, y su túnica, perfectamente acomodada, parecía absorber la luz verdosa del dormitorio. Había ido directamente ahí, reclamando la cama con mejor vista al acuario como si le perteneciera desde antes de haberla visto. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, las mangas colgando con elegancia contenida, y una expresión que parecía más analítica que burlona. Sus ojos verdes brillaban en la penumbra, fijos en él, como si lo estuviera midiendo. —¿Qué quieres? —dijo Snape, sin cortesía alguna, la voz cargada de ese veneno seco que usaba cuando no quería ser tocado. Crowley se separó de la columna con un movimiento suave, casi felino. Caminó hacia él con paso lento, no por arrogancia, sino como quien sabe que el espacio también puede ser poseído. Cada paso era un pequeño acto de teatro silencioso. —¿Qué quieres, Prince? Decir ese apellido con desprecio le irritó la lengua. Sabía que Crowley lo notaría, y quizás eso era parte de su intención. Pero Crowley no respondió de inmediato. Se detuvo frente a él, inclinado apenas hacia adelante, mirándolo con una intensidad tan concentrada que Severus sintió cómo se le tensaban los músculos de la nuca. Sus ojos, oscuros con destellos verdes, parecían calibrarlo, buscando algo más profundo que un gesto. Esperaban una chispa, una grieta, cualquier indicio de reacción interna. Y sin embargo… nada. Crowley frunció el ceño, un gesto pequeño y rápido, pero cargado de irritación genuina. Primera vez que pasaba. En el tren, lo había intentado, lo recordaba. En el Gran Comedor. En la Sala Común. Durante toda la ceremonia de iniciación. Nada. A todos los había leído con facilidad: la soberbia crispada de Flint, los cálculos de Brioni, el hambre de aceptación de Greengrass, la necesidad compulsiva de control en los Slytherins mayores. Los pensamientos de los otros eran libros abiertos bajo la lluvia: caóticos, pero descifrables. Todos tenían patrones. Ecos. Gritos. Pero Snape… era un muro. Nada se filtraba. Nada. Era una niebla densa. Una máscara de obsidiana. Inaccesible. Crowley parpadeó, apenas una vez, y su mirada perdió parte de su brillo teatral. Pensó entonces en su abuelo paterno. El único que había logrado resistir su don sin esfuerzo. Aquel hombre silencioso y pétreo con quien jamás pudo descifrar ni una sola emoción. Y ahora, este muchacho nervudo, huesudo, casi anónimo... replicaba esa misma opacidad aterradora. —¡¿Qué?! —ladró Snape al ver que seguía mirándolo—. ¿Perdiste la lengua, o solo el sentido común, Prince? Crowley alzó las manos con un gesto suave, casi burlón, como si apartara telarañas invisibles de su camino. —Nada~ —canturreó con esa ligereza insolente que tenía el filo de un cuchillo recién afilado—. Solo que me intrigaste un poco. Te ves tan… pueblerino. Tan de pobre, con esa maleta tuya hecha pedazos... Una vez vi una igual a un vagabundo, ¿serán parientes? Dijo esto mirando con deliberada lentitud la maleta destartalada a los pies de Severus, y sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa, casi de compasión fingida. El rostro de Snape ardió, un calor rabioso que le trepó por la nuca, pero no le daría el gusto de verlo temblar. —Métete en tus putos asuntos —escupió, su ceño fruncido como una grieta en piedra seca. Crowley ladeó la cabeza apenas, su cabello oscuro cayendo con elegancia, aunque su mirada tenía la astucia tranquila de un zorro oliendo un rastro nuevo. Sus ojos verdes brillaron con un destello de diversión venenosa. —¿Siempre hablas como si tuvieras astillas en la lengua? Snape lo miró con frialdad, los labios tensos en una línea de odio silencioso. —¿Siempre andas husmeando donde nadie te quiere? El silencio que siguió fue denso, como agua estancada. Crowley giró sobre los talones con lentitud, su túnica se movió tras él como una cola oscura que rozaba el suelo con sigilo. Dio un paso hacia atrás, inclinando ligeramente el torso, sus movimientos suaves y calculados, con esa elegancia astuta que no era de gato, sino de zorro: un depredador que prefería observar antes de atacar. —Pensé que eras solo un chico triste —dijo al fin, su voz baja y suave como un secreto peligroso—. Pero ahora me doy cuenta de que eres peor: alguien que cree que su miseria lo hace intocable. Snape respiraba rápido, pero su mirada no se quebró. —¿No te cansas de escucharte solo a ti mismo? Crowley parpadeó, y por un segundo su sonrisa se tensó, como si la frase le hubiera rozado un nervio que prefería ocultar Crowley rió, esta vez sin teatralidad. Fue un sonido bajo, cálido y peligroso, como el ronroneo suave de un fuego antes de prender la madera. Sus ojos verdes brillaron, y su sonrisa se afiló un segundo antes de desaparecer, dejando solo esa calma inquietante de quien sabe que siempre obtiene lo que quiere, tarde o temprano. —Te juro que no estoy intentando molestarte, Snape. Ni siquiera me resultas interesante para tanto. —El sentimiento es mutuo —respondió Snape, con la voz áspera y sin inflexión. —Perfecto —dijo Crowley con suavidad, sus palabras caían como veneno gota a gota—. Pero recuerda esto: el mundo no está hecho para que muros como tú lo entiendan. Está hecho para atravesarlos. Snape no respondió. Su silencio era una muralla más sólida que cualquier insulto.Se dio media vuelta, alejándose de él. La mirada de Crowley se quedó sobre él mientras Snape se retiraba. Sus ojos negros con aquel tono suavemente verdoso estaban fríos, calculadores, aunque en su interior, una idea le recorrió la médula como un escalofrío envuelto en seda. Él se había topado con ese tipo de mentes antes. Solo una vez. Pero bastaba para reconocer esa oscuridad absoluta frente a él. Lo había sentido con su abuelo paterno. El patriarca de los Prince. La cabeza fría de su familia. Su mente era un mausoleo sellado: silenciosa, impenetrable, aterradora en su quietud. Crowley recordaba la sensación exacta… esa incapacidad de leer nada, ni un temblor, ni una grieta, como si el mundo entero se detuviera ante su mirada. Y ahora… la sentía igual. Idéntica. Ese muchacho flacucho, huesudo, de mirada sucia como agua estancada… era un occlumante. No importaba si era por instinto, entrenamiento o nacimiento: bloqueaba el acceso mental con la misma perfección inhumana. Un muro sin rendijas. Exactamente igual que su abuelo. Crowley no sonrió. Porque no era solo desagrado. Era esa sensación que le crispaba la nuca y le dejaba un frío desagradable en el estómago. Recordaba bien cómo era quedarse frente a su abuelo paterno: la piel le hormigueaba como si estuviera demasiado cerca de un vacío que pudiera tragárselo en cualquier momento. Un vacío sin nombre, sin emociones, sin nada. No le agradaba. Aquello no le gustaba para nada. Sabía cómo actuar contra mentes ruidosas. ¿Pero silenciosas? Jamás. Por eso siempre le desagradaba estar frente a su abuelo. No soportaba esos silencios, y ahora, sentirlo replicado en ese niño, lo inquietaba de una manera que no podía describir. Era como si la sombra de su abuelo se hubiera instalado en la recámara, mirándolo desde esos ojos oscuros. Con la cabeza en alto, volvió a caminar, elegante y teatral, deslizándose como quien desaparece tras el telón. Pero por dentro, su mente no se apagaba. Aún pensaba en él. Snape se quedó solo, apoyado contra la pared de piedra. El frío del muro se filtraba por la capa y le anclaba los hombros, pero no se movió. Había sentido algo. No en la piel ni en los huesos, sino en algún lugar que no sabía que podía cerrarse para defenderse. Era difícil de describir: como un dedo invisible presionando desde dentro, justo detrás de los ojos. Su reacción había sido automática: un cierre seco, casi físico, que le endureció el gesto y le detuvo la respiración por un instante. El desconcierto lo dejó más quieto todavía. ¿Qué había sido esa presión? ¿Por qué la sensación de que alguien había intentado empujar su mente hacia atrás? Le resultó ofensiva, incómoda de un modo íntimo. Recordó, entonces, las palabras del Sombrero Seleccionador: “Dominas la mente… pero no diseccionas. No eres de los que irrumpen para hurgar. Tu fuerza está en resistir. Cierras, por instinto. Desde el nacimiento…” Aquella frase, que en el momento le había parecido un elogio extraño, resonó ahora con un matiz nuevo. Había sido algo parecido. Demasiado parecido. Pero no tenía un nombre para ello. Ni siquiera estaba seguro de que fuera magia. No recordaba haber leído nada semejante en los libros de su madre… al menos, eso creía. Una sombra de memoria le vino entonces, fragmentaria: la voz de Eileen, grave, resignada. “Aún eres muy pequeño, Severus… y por desgracia yo no puedo comprobar si heredaste algo de mí. Mi don solo bloquea a los intrusos…” De niño había pensado que su madre hablaba de una debilidad, de una carencia. No lo había entendido ni le había dado importancia. Ahora, esa frase cobraba otro sentido. ¿Bloquear a los intrusos? ¿De qué intrusos hablaba? ¿Quién podría querer… entrar en la mente de otro? No lo sabía. Ni siquiera sabía por dónde empezar a buscar una respuesta. Pero algo sí tuvo claro: iba a averiguarlo. Y más valía hacerlo antes de que alguien supiera más sobre él de lo que él mismo sabía.
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