ID de la obra: 967

THE PRINCE'S TALES

Mezcla
NC-21
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3
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planificada Maxi, escritos 207 páginas, 73.954 palabras, 10 capítulos
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CAPÍTULO 8. LA LUZ DE SNAPE

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Jueves 2 de septiembre – 1971

El mundo entero se divide en dos tipos de personas: los que se despiertan cantando… y los que deberían estar legalmente autorizados para lanzarlos por una ventana. Severus Snape pertenecía, sin ninguna duda, al segundo grupo. El primer pensamiento que le cruzó la mente fue simple, preciso y malicioso: Ojalá alguien se atragante hoy en el desayuno. La habitación del dormitorio de Slytherin estaba helada. Severus despertó antes que el resto, como siempre. Era costumbre, no elección. Su cuerpo se levantaba solo, como si su reloj interno supiera que era mejor estar de pie antes de que el mundo comenzara a hablar. No necesitaba mirar el reloj de arena del rincón; podía sentirlo. Hogwarts todavía dormía, y por alguna razón, él ya estaba de pie. Había una inquietud suave en su pecho, un impulso que lo llevó a deslizarse con sigilo hacia el fondo del pasillo donde terminaban las habitaciones, allí donde el aire olía a piedra húmeda, a limo frío y a hechizos antiguos que nunca se disipaban. Recordó vagamente lo que el prefecto les había dicho la noche anterior, mientras los acomodaban en los dormitorios: que los baños aparecían encantados desde muy temprano, todos los días, y que los estudiantes podían usarlos sin restricciones desde entonces. Lo había dicho como un detalle sin importancia, pero Severus se lo había grabado. No porque le importara la higiene… sino porque cualquier lugar solitario y silencioso era, por definición, un refugio potencial. Empujó el arco de piedra que conducía a los baños, todavía sin saber si funcionarían tan temprano. Pero necesitaba saberlo. Necesitaba ver si ese rincón también lo ignoraría como el resto del castillo. El umbral susurró en una lengua siseante desconocida. No entendió lo que decía, pero su piel se erizó. El arco se abrió de todos modos, como si reconociera su presencia con un roce frío de aceptación silenciosa. Entró. La luz era tenue, verde y vibrante. Las antorchas apenas ardían, como si bostezaran. No había nadie. Todo estaba en silencio, salvo el eco lejano del agua goteando desde alguna ducha abierta. Y entonces lo vio. El baño de los chicos de Slytherin estaba excavado en la roca húmeda, iluminado por antorchas mágicas que ardían en tonos verdes. El suelo era de losas oscuras, con dibujos de serpientes que se movían apenas al contacto del vapor. Los lavabos estaban hechos de mármol negro, con grifos de bronce en forma de fauces abiertas. Las toallas colgaban solas, perfectamente secas, y los jabones flotaban como medusas luminosas en una bandeja suspendida. El baño no juzgaba. No hablaba. No exigía nada. Era, quizá, el único lugar del castillo que aún no lo había traicionado. Había al menos una docena de cabinas de ducha, alineadas a ambos lados de la sala, separadas por muros de piedra verde oscura y cortinas encantadas que aislaban el sonido y repelían la humedad. Algunas tenían runas grabadas en los bordes; otras, insignias antiguas que ya nadie recordaba. Si uno quería, podía cerrarlas con un hechizo de privacidad. Nadie preguntaba. Nadie escuchaba. Era un espacio sagrado, si se entraba antes de que llegaran los demás. Y aunque era su primer día, Severus lo intuyó de inmediato: en Slytherin, ese silencio no era casualidad. Era una ley no escrita. Y más valiosa que el oro. Regresó al dormitorio en silencio, el cabello aún húmedo y la piel marcada por el vapor. Al pasar por el umbral de piedra, ya podía escuchar pasos nuevos en el pasillo: otros estudiantes comenzaban a despertar. Uno o dos muchachos de segundo año salían refunfuñando con toallas en la mano, medio dormidos. Nadie le habló. Fue entonces que apareció Crowley Prince, saliendo apenas de su cabina. Iba envuelto en una toalla blanca que parecía demasiado cara para estar en Hogwarts, con el cabello oscuro y largo desordenado sobre los hombros. Avanzaba con aire de desfile y una leve melodía en los labios: algo en francés, canturreado en voz baja, como si tuviera una orquesta invisible siguiéndolo por los pasillos. Severus lo observó de reojo. Había algo en él que le provocaba una sensación de bilis amarga y caliente en la garganta. Era como ver un cuadro hermoso sabiendo que jamás podría colgarlo en su pared mugrienta. Cuando Severus ya había terminado de vestirse y se observaba en el espejo, estudiando su reflejo como si intentara encontrar un ángulo en el que no pareciera un mendigo con uniforme. Al poco, Crowley reapareció silbando, con la piel reluciente por la colonia y la toalla colgando de la cadera, revelando su torso pálido y elegante. Caminó hacia el espejo más grande como si le perteneciera por derecho ancestral. Severus lo miró un segundo más, con el ceño fruncido. Sentía su estómago retorcerse con un odio ácido y frío. —¿Qué haces tan feliz tan temprano? ¿Te vas a morir hoy? —murmuró, sin moverse del lugar. Crowley le regaló una sonrisa breve, afilada como una cuchilla recién lavada. —¡Oh, Snape! Ya veo que tú eres un verdadero rayo de sol por las mañanas~ Si quieres, te dejo mi colonia para que no huela a vinagre tu estado de ánimo. Perfecto, pensó sarcástico. Ahora, además del perfume ajeno, tenía que aguantar su presencia expansiva a esta hora. Aún no había empezado el día, sin embargo, sentía esa presión extraña en el pecho. Esa sensación densa y anticipatoria que siempre tenía cuando intuía que el día no iba a ser bueno. Y nunca fallaba. Cuando por fin se quedó solo frente al espejo del dormitorio, Severus notó que el cristal estaba ligeramente empañado por el vapor de las duchas cercanas. El reflejo parecía desdibujado, casi ajeno. Desde el otro extremo del dormitorio, podía ver a Crowley Prince preparándose frente a su propio espejo, sobre la cómoda individual de su cama. No se apuraba. Se movía como si el tiempo fuera suyo y de nadie más. Usó su varita con un giro suave para secarse el cabello, dejando cada hebra perfectamente alineada y suave. Luego comenzó un ritual que Severus no comprendía: frascos, botellas, tarros pequeños… aplicaba líquidos y cremas que parecían pociones en miniatura. Una tras otra, con movimientos precisos y ligeros, como si estuviera pintándose a sí mismo para un cuadro. Severus no sabía qué eran. Crema para suavizar, para dar brillo, para sellar… palabras que ni siquiera existían en su cabeza. Jamás se había puesto crema alguna. Ni en la cara, ni en el cuerpo, ni en el cabello. Ni siquiera cuando su madre insistía en que la piel necesitaba cuidados. Él siempre había pensado que era una tontería. Algo innecesario. Algo para otros mundos, otras casas, otras vidas. Después vio cómo Crowley se aplicaba algo en los labios, un brillo transparente sin color, y Severus sintió un nudo desagradable en la garganta. No por asco, sino por… incomprensión. Era como ver a alguien hablando en un idioma sin traducción posible. Lo observó durante unos segundos más. No por admiración. Por contraste. Por rabia mezclada con una curiosidad que no se atrevía a nombrar. Crowley parecía un cuadro en movimiento, pintado con pigmentos prohibidos y técnicas secretas, imposibles de entender para alguien como él. Y entonces se miró a sí mismo. Las ojeras le colgaban como sombras vivas bajo los ojos. Su cabello, aún húmedo, parecía haber hecho un pacto con la grasa incluso antes de secarse. Su expresión… la misma de siempre: alguien que había nacido cansado, resentido, y que nunca había tenido la oportunidad de fingir otra cosa. Pero lo más extraño fue que muchos de los movimientos de Crowley le resultaban… familiares. Esos encantamientos… esa crema que se activaba al contacto con la varita… Su madre los conocía. Y él también. Aunque no los usara. Desde pequeño, su madre le había enseñado todos los maleficios que ella conocía. Eran su obsesión, su pasatiempo, su forma de memoria viva. Siempre comentaba que Pociones y Defensa Contra las Artes Oscuras fueron sus materias favoritas, y que conocer un buen maleficio era tan útil como tener un cuchillo en el zapato. Sus libros eran su herencia, su consuelo y su venganza anticipada. Muchos de esos hechizos no venían en los manuales, decía ella. Pero él ya los conocía. Y también, con ella, aprendió el arte de las pociones desde muy pequeño. Su madre decía que era la única magia que no mentía. Que, incluso si no tenías una varita buena o un libro nuevo, podías hacer algo útil. Preparaba ungüentos, tónicos simples, jarabes para la tos o pociones de sueño ligero y los vendía en secreto a un par de vecinos o conocidos desesperados. Ganaba unas pocas monedas, apenas lo suficiente para pan o leche, pero siempre le decía: "Aunque solo sean migajas, Severus, siempre sabrás hacer algo que los demás necesitan. Y mientras alguien te necesite, nunca te van a ignorar del todo." Sin embargo, mirándolo allí, con todos esos frascos y cremas alineados como un ritual de realeza, Severus sintió una punzada amarga. Porque él también sabía esas cosas… pero no las usaba. No las tenía. No le pertenecían. Y era distinto conocer un conjuro para brillar el cabello que tener un cabello digno de brillar. Era distinto saber el hechizo de limpieza cuando tu ropa siempre era la más sucia. Era distinto conocer la alquimia de las cremas cuando nunca tuviste la piel para merecerlas. Crowley era un Prince de verdad. Y él… él apenas era un Snape. Con suerte. Se miró un momento en el espejo. Suspiró con un desprecio tan callado que casi dolía. —Ni toda la magia de Hogwarts podría arreglar esto. Y aunque no hubo respuesta, juraría que su reflejo desvió la mirada. En cuanto Severus cruzó el umbral del Gran Comedor, la vio. Lily estaba sentada en la mesa de Gryffindor, cerca de la entrada, hablando con un par de compañeros. Ni siquiera los registró. Su mirada fue directamente a ella. Ella, que parecía encender el aire a su alrededor con esa sonrisa ancha, gesticulando mientras hablaba. Y en el instante en que lo vio entrar, su rostro se iluminó aún más, como si hubiera estado esperándolo todo ese tiempo. —¡Sev! —exclamó, y su voz clara atravesó el murmullo del comedor. Se disculpó con los otros con un gesto rápido y se levantó de inmediato, caminando hacia él con pasos ligeros, casi danzantes. Su cabello cobrizo brillaba bajo la luz encantada del techo. Severus se detuvo. Sintió el calor subirle a la nuca. Sus manos colgaban tensas a los costados, su túnica aún húmeda en los bordes. Todo el comedor se difuminó. —¡Sev! —repitió Lily, llegando frente a él, con esa alegría que parecía incendiarla desde adentro—. Ven, siéntate con nosotros. Tenemos todavía una hora antes de la primera clase. Él bajó la voz, apenas un murmullo ronco. —No creo que sea buena idea… mezclar a Gryffindor con Slytherin… ¿sabes…? Lily arrugó la nariz con una expresión de divertida incredulidad y le dio un suave golpe en el brazo. —¡Tonterías! —dijo, con esa firmeza dulce que no admitía respuesta—. Eres mi amigo. Yo no voy a dejarte sentarte solo en el primer día de clases. Ven. Y tiró de su túnica con determinación. Pero Severus plantó firmemente sus pies en la tierra, sin moverse. —¿Sev? —ella parpadeó, mirándolo confundida. —Te dije que no, Lily. No es buena idea… —murmuró sin mirarla. Y cuando ella trató de inclinarse para reclamar sus ojos, Severus solo volteó la cara a un lado, desviándose—. No puedo simplemente ir contigo e ir a la mesa de los Gryffindor. Yo… —¿Por qué no? —preguntó, totalmente confundida. —No puedo —gruñó frustrado él, tenso. No sabía cómo explicárselo, pero recordaba la carta de presentación de los Slytherins del día anterior. Si ya era un posible rechazado por ellos, aceptar ir a Gryffindor era un suicidio social… o al menos, así es como lo percibía. —¿Y por qué no puedes? —preguntó con más atención ella, apretando de la manga de él. —¡Porque no puedo! —exclamó en voz baja para ella, finalmente mirándola de golpe. Ella se quedó quieta, observándolo… Pero en lugar de soltarlo, solo preguntó lo siguiente: —¿Es porque eres un Slytherin y vas a la mesa Gryffindor? ¿Es verdad que las dos casas no se llevan bien…? ¿Es por eso? Severus por un momento iba a decir “No es simplemente por eso…”, pero la realidad, es que sí dio en el clavo. En efecto, ese era el motivo. Uno que no sabía explicar bien. —… Sí —confirmó entonces Severus lentamente. Ella era totalmente nueva en el mundo mágico, pero era lo suficientemente lista como para al menos entender a esas alturas que el verde y el rojo no se mezclaban —aun sin sentido aparente, pero era palpable desde el primer momento que pisara la escuela— asintió, lentamente… —Bueno, no me importa —dijo ella firme, ahora agarrándolo ya no de la tela sino de la muñeca de él con firmeza—. Yo decido dónde me siento. Y hoy me siento contigo. Así que ven. No voy a dejar que el primer día de clases en la escuela que tanto me prometiste hasta en mis sueños tú, que eres mi amigo, te sientes solo y más si eso amerita que tu no te sientes conmigo. Así que tú, vendrás conmigo. Severus quedó mudo. —¿Y si mejor vienes a la mesa Slytherin? —se atrevió a preguntar de repente, algo embobado por la insistencia de ella. Entonces Lily dio un sobresalto. —¡Ah, no! ¡Yo no puedo eso! —se excusó ella, casi parpadeando y pintándosele las mejillas con vergüenza—. ¡Es que ya te he comentado durante toda la noche con una amiga que hice ayer en la cena y he hablado tanto de ti luego en la habitación porque ella me preguntaba todo tipo de cosas, que quiero presentártela! Severus no entendió nada. —¿Qué? —¡Sí, sí, sí! ¡Así que ven! —tirando tanto de él que lo arrastró un poco. Severus entonces cedió un paso… y luego otro… Y miró cómo la mesa se alejaba de él para ver la mesa de los leones cada vez más cerca, intimidando bastante con su presencia. Quiso detenerse, alejarse, pero Lily le apretó más los dedos y no lo dejó escapar. —¡Lily, espérate! ¡Que no! Además, ahí está Potter… —dijo escaneando con urgencia la mesa, donde al fondo, el susodicho con quien discutiera anoche estaba sirviéndose tremendo plato con alguna cosa extraña. Casi como si su sola mención le hubiera picado la nariz, el muchacho de lentes volteó hacia ellos entre el mar de cabezas de los rojos al notar a ese intruso cerca de sus salvajes terrenos. —No me interesa Potter —dijo Lily, baja pero firme—. Nos sentamos al final. —¡Pero mujer, si ya nos mira todo mundo! —se quejó, sintiendo su presión aumentar. Severus alzó la vista. Bancos llenos, risas en mitad de sala… La mesa lo miró. Y él la miró de vuelta. —No te preocupes —dijo Lily, pragmática—. Es el primer día de clases. Y si alguien te dice algo, pues… yo le diré algo de vuelta. Y ya está. Tú ven. Lo guió hasta el extremo de la mesa de Gryffindor, al lado pegado al muro, lejos del centro y del bullicio. Había varios alumnos ahí sentados ya, varios de primero y segundo año, siendo capaz la parte más “calmada” de la mesa, pues el bullicio se concentraba más para el centro, casualmente donde había más comida servida y estaban los de años superiores. ¿Por qué sucedía aquello? Severus se dejó guiar, incapaz de mirarla a los ojos. Se concentró en el suelo mientras la seguía, como si de pronto todo su cuerpo pesara el doble. Potter y Black estaban más hacia el centro. Lily lo llevó a un flanco distinto, en donde un muchacho pálido estaba con el pergamino del itinerario de clases abierto en toda la mesa, siendo para él eso más interesante que un plato de comida, y al frente estaba una niña de cabello negro, tratando de leer el mapa de la escuela que indicaban las aulas de clases, con rostro completamente confundida. El mapa era horrendo. Cuando llegaron a la mesa roja, Lily caminó delante de él con naturalidad y Severus se quedó de pie, rígido, mirando los bancos largos cubiertos de túnicas escarlata. No quería mirar a la mesa verde, no quería verlos observándolo desde ahí. Algunos Gryffindors le lanzaron miradas rápidas, cargadas de curiosidad o desconfianza. Era un Slytherin, eso bastaba para tensar el aire. Pero Lily no pareció notarlo. O si lo hizo, ignoró todo a propósito. Se giró hacia él con una sonrisa radiante, palmeando suavemente el banco a su lado. —Siéntate, Sev. Hoy empieza nuestra vida en Hogwarts —dijo, como si nada más importara en el mundo. Severus dudó. Quiso dar un paso, pero no pudo. Suspiró internamente. Cerró los ojos y cedió. Porque era Lily. Al sentarse, se quedó rígido como una tabla. Sentía el banco duro bajo sus muslos, y un calor extraño en la nuca, como si alguien le hubiera colocado un farol detrás. No miró a nadie. Mantuvo los ojos fijos en sus manos sobre la mesa. —¡Miren! —dijo Lily con esa alegría incontenible que siempre parecía rebotar entre las paredes—. Les presento a Severus. Severus Snape. ¡Es mi amigo de antes de Hogwarts! Hubo un silencio breve. El chico pálido de cabello castaño, que parecía menor de lo que era, levantó la vista y le sonrió con suavidad. Tenía ojeras marcadas, pero sus ojos eran cálidos. —Lupin —dijo él. Severus lo miró un segundo. Dudó. —Snape —respondió, sin agregar nada más. —Y ella es Kassandra von Karma —continuó Lily, girándose hacia la niña de cabello oscuro corto, peinada hacia atrás con un aire pulcro, casi principesco. Sus ojos grandes, de un azul profundo, parecían brillar con una energía que Severus no supo descifrar. Sonrió con una radiante alegría que desentonaba con todo. —¡Encantada de conocerte, Snape! —exclamó Kassandra von Karma, inclinándose hacia adelante con un entusiasmo tan genuino que casi resultaba cegador—. Puedes decirme Kassandra… o Kass… o como prefieras. Ella extendió su mano abiertamente a modo de saludo. Él se rehusó a tomarla. Severus apenas la miró. Sus ojos, opacos y pesados, se clavaron en un punto invisible entre su taza de té y la manga de su túnica. Su voz salió baja y seca. —Mhm. Kassandra bajó la mano, sin ofenderse. —Le estaba diciendo a Lily que su mundo muggle suena fascinante. ¡Ella me contó que sabes muchas cosas de pociones y plantas también! Eso es increíble —añadió con esa sonrisa luminosa que parecía ignorar cualquier sombra humana. El corazón de Severus dio un vuelco seco, frío, que le apretó la garganta. Parpadeó, lento, antes de alzar la vista hacia Lily con algo parecido al miedo. Su mandíbula se tensó, y cuando habló, su voz fue un susurro ronco, casi roto. —¿Qué dijiste? —Dije que antes de que te sentaras acá, estaba diciéndole a Lily que el mundo muggle suena fascinante ¡Es algo que yo desconozco por completo! Y que tú eras puntualmente un experto en muchos temas. ¡Eso es fascinante! —¿Fascinante en qué? —demandó con urgencia él, sintiendo un escalofrío por todo el cuerpo. Miró a Lily, rezando por todos los cielos que no era lo que él estaba sospechando de lo que decía aquella incoherente. Lily por primera vez se vio realmente confundida, por no decir preocupada, mirándolos a los dos. —¡De tu conocimiento por el mundo muggle, pociones y plantas! Este castillo debe de serles totalmente algo nuevo a ambos, ¿verdad? El vértigo que sintió Severus en ese momento fue tanto que de no haber estado sentado se hubiera caído de lado. —Lily… ¿Me puedes explicar de qué está hablando ella? —Eh… Yo… —¿Qué tanto has… contado? Lily se removió en su asiento. Sus mejillas se tiñeron de un rojo suave mientras su mirada brincaba entre Kassandra y él, culpable, nerviosa, temblorosa. —Lily —demandó Severus, mirándola de reojo—… ¿Qué tanto has contado de mí a estos dos? ¿A esta? —Solo dije cosas, Sev. No dije realmente nada malo… ¡Yo le conté que yo tenía un amigo que sabía de muchas cosas, y eso dije! —¡Sí, del mundo muggle, pociones y plantas! —volvió a secundar Kassandra sin leer el ambiente para nada. —¿Lily? La mirada que le dio Severus fue todo para que ella finalmente temblara. Capaz… dijo un poco de más anoche… Entre la emoción y que, por primera vez, hacía una amiga aparte de Severus en el mundo… Y más tratándose de una amiga que era totalmente del mundo mágico… —Ah… bueno… —balbuceó, su voz se hizo un poco pequeña—. Solo… cosas… Sev. Le conté que… que eres muy bueno en pociones… y que me enseñaste a distinguir plantas… y… —bajó más la voz—. Y… un poco sobre tu mamá… y… cómo aprendiste de ella… y… —su voz se volvió apenas audible, cargada de una pena que no supo esconder—… Cómo ella preparaba esas medicinas que vendía a los muggles al ser ella una experta en pociones y que por eso tú sabes de todo… pero… p-pero fue porque Kassandra estaba muy curiosa… Y se pasó toda la noche preguntándome de, bueno, de cómo era mi escuela allá, de mi familia… De casa… De… De eso… —Le contaste dónde vivimos. —¡Y que ambos pertenecen al mundo muggle, sí! ¡Pero eso por mi está bien! —dijo Kassandra con una sonrisa—. Yo de mi parte le conté cómo es mi familia y que de donde vengo no existe nada parecido a lo que ustedes tienen. Una cosa… ¿Cómo le hacen para comer si no tienen elfos domésticos? —salió entonces con esa pregunta, con una mirada muy seria, fuera de bromas—. ¿Cómo viajan si no tienen trasladores? ¿Cómo se comunican sin lechuzas? ¿Cómo envían sus cartas?… Espera, ¿existen cartas en el mundo muggle? Severus sintió cómo algo dentro de su pecho se encogía con violencia. Un calor ácido le subió por la garganta y le quemó el paladar. Bajó la mirada, con los hombros rígidos y la respiración contenida, clavando los ojos en su regazo, como si ahí pudiera esconderse de la vergüenza que latía como un tambor roto en su interior. —No deberías… decir esas cosas —murmuró con aspereza, pero su voz sonaba más herida que molesta. —¿Por qué no? —preguntó Lily, frunciendo suavemente la nariz mientras su rubor se intensificaba—. Es la verdad… Severus no respondió. No podía. Se quedó inmóvil, con la vista clavada en el vacío frente a él, mientras su estómago se retorcía hasta dolerle. Sentía su piel arder como si todos en el Gran Comedor pudieran oír lo que ella acababa de decir. Cada palabra era como un hilo suelto que le abría costuras internas. El silencio que se formó no era incómodo para Kassandra, pero para él era un abismo abierto. Un abismo verde y rojo y lleno de ojos que lo miraban sin verlo. Lily, viéndolo tenso y rígido, posó suavemente su mano sobre la suya, con una mirada que temblaba entre la culpa y el cariño. —Lo siento… —murmuró, apenas audible—. Solo quería que supieran… lo increíble que eres… Pero Severus no la miró. No podía. Porque si la miraba, el nudo que tenía en la garganta terminaría de deshacerse, y no estaba dispuesto a desmoronarse frente a nadie. Remus carraspeó suavemente, rompiendo el silencio que amenazaba con tragarlos. —Bueno… —dijo con su voz tranquila, sacando un pergamino doblado de su túnica—. Podríamos… ver el horario de hoy. Así… sabremos a dónde ir primero. Lily se giró hacia él con un gesto de alivio casi visible. —¡Sí, buena idea! —dijo, con una sonrisa que agradecía el cambio de tema. Remus desplegó el pergamino sobre la mesa con movimientos lentos y precisos. No miró a Severus de inmediato, pero de reojo lo observaba, notando la rigidez de sus hombros, el modo en que sus manos se tensaban sobre la túnica como si intentara volverse invisible. ----------------------------------------------------------------------------- COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA Y HECHICERÍA HORARIO ACADÉMICO Primer Año (Todas las Casas) LUNES 08:00–10:00 — Encantamientos 10:00–12:00 — Defensa Contra las Artes Oscuras MARTES 08:00–10:00 — Transformaciones 10:00–12:00 — Pociones 13:00–15:00 — Herbología MIÉRCOLES 08:00–10:00 — Vuelo 10:00–12:00 — Historia de la Magia 13:00–15:00 — Transformaciones JUEVES 08:00–10:00 — Historia de la Magia 10:00–12:00 — Encantamientos 13:00–15:00 — Pociones VIERNES 10:00–12:00 — Defensa Contra las Artes Oscuras 13:00–15:00 — Herbología 21:00–23:00 — Astronomía DOMINGOS 10:00–17:00 — Club de Duelos (asistencia voluntaria) COMIDAS DEL COLEGIO 07:00–08:00 — Desayuno 12:00–13:00 — Comida 20:00–21:00 — Cena TOQUE DE QUEDA 22:00 para todo el alumnado, salvo estudiantes con actividades nocturnas autorizadas (Prefectos / Astronomía). Nota: El presente horario se comparte entre estudiantes de todas las casas. La asistencia es compartida. En caso de faltar a clases, se deberá justificar directamente con sus Jefes de Casas. Por disposición de la Subdirección, Prof. Minerva McGonagall Subdirectora del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería ----------------------------------------------------------------------------- —Hoy es jueves… —leyó en voz baja, casi solo para ellos—. Tenemos Historia de la Magia… luego Encantamientos… y después Pociones… Hubo un pequeño silencio. Lily ladeó la cabeza, su cabello rojo cayendo como un velo de cobre sobre su hombro. —Historia de la Magia… —repitió con un tono reflexivo—. ¿Quién nos dará esa clase? —No lo sé… —respondió Remus, con un encogimiento de hombros—. Espero que no sea… muy estricto. No sonrió. Habló con la mirada aún fija en el horario, pero su voz era suave, como si midiera cada palabra para no rasgar la quietud tensa de Severus. Kassandra, ajena al hilo subterráneo, aplaudió una vez con su entusiasmo radiante. —¡Historia de la Magia suena fascinante! ¿Aprenderemos de los fundadores? ¿Guerras mágicas? ¿Duendes? —preguntó con los ojos tan brillantes que parecía una vela encendida. Remus apenas levantó la vista hacia ella y le sonrió con esa calidez pequeña, casi tímida. —Quizá —dijo—. Hay mucho que aprender. Severus no dijo nada. Miraba sus propias manos, la sensación de bochorno aún colgada de su nuca como un peso caliente. Historia de la Magia. Encantamientos. Pociones. Sintió un alivio amargo al recordar esa última clase. Al menos ahí no se sentiría un fraude. No por completo. Fue entonces que Lily, como si no soportara su silencio, le tocó suavemente la manga. —Estoy… muy feliz de que tengamos Pociones hoy —dijo en un susurro que no necesitaba ser secreto, pero sonaba como uno—. Gracias a ti… no me siento tan perdida. Severus alzó la mirada un segundo, el pecho apretado de algo que no sabía si era vergüenza o alivio. Asintió apenas, su voz incapaz de salir. Remus lo miraba. No con compasión abierta, sino con esa tristeza discreta de quien entiende que hay dolores que no pueden compartirse. Bajó de nuevo la vista al pergamino, dándole espacio, respetando su muro. —…Además, Encantamientos también será interesante… —dijo Lily, intentando sonar alegre, aunque su voz tembló apenas. —Depende de quién lo dé… —murmuró Severus, su tono seco, pero sin veneno. Más… cansado que molesto. Y así quedaron, los cuatro, inclinados sobre el horario extendido en la mesa de Gryffindor, mientras el Gran Comedor bullía a su alrededor, lleno de voces, risas y cubiertos chocando. Remus pensó, mientras giraba la pluma entre sus dedos. Sin embargo, nadie les había advertido lo que vendría en la clase de Historia de la Magia… La voz del profesor Binns flotaba sobre sus cabezas como un murmullo de viento muerto. Nadie escuchaba. Ni siquiera parecía real. Era un ruido constante que los arrullaba con su monotonía hasta el borde mismo del sueño. Severus estaba sentado junto a Lily, con los codos en la mesa y la barbilla descansando en su mano. Parpadeaba lentamente, su mirada fija en la nada, mientras su mente repasaba en bucles los recuerdos grises de la mañana. Sus párpados caían, pesados, y se alzaban con esfuerzo solo para volver a cerrarse un segundo después. Su respiración era lenta y áspera, y cada tanto, un temblor involuntario en su cuello lo despertaba antes de que su frente golpeara la mesa. Intentaba mirar al profesor. De verdad lo intentaba. Pero era imposible. Binns flotaba frente a ellos, suspendido en su nube incorpórea de monotonía. Hablaba sin mover los labios, su voz arrastrada como el viento en un mausoleo, mientras sus palabras se deshacían en el aire antes de llegar a sus oídos.“Goblin Rebellion… 1612… Bathilda Bagshot… Ley de Varitas Secundarias… Muggle-Worthy Excuse Committee…” Eran palabras que no formaban sentido alguno. No tenían principio ni final. Solo existían para llenar el aire de ruido y polvo. Severus cerró los ojos, rendido, su cabeza inclinándose hacia adelante un par de centímetros antes de sacudirse y volver a erguirse con un espasmo leve. Sus hombros temblaron, tensos por el frío y por la fatiga. Tragó saliva con dificultad, intentando ignorar la sensación de su estómago vacío y su nuca caliente. Después de lo que pasó en el desayuno, fue imposible para él tomar el más mínimo bocado. Un pequeño clic lo sacó de su trance. Giró los ojos hacia su izquierda sin mover la cabeza. Vio a Lily abriendo un estuche de plástico transparente con broches metálicos. Dentro, perfectamente alineados, había 24plumones Berol Colour Marker, organizados como un arcoíris suave: rosa pastel, lila, celeste, turquesa, verde menta, limón suave, beige, gris plateado… todos con sus etiquetas diminutas en letras doradas. Severus los reconoció al instante. Recordaba el día en que los compró. Habían ido juntos a Londres, a una tienda en Oxford Street. Lily se quedó mirándolos durante casi cinco minutos sin moverse, como si estuviera viendo la mismísima Piedra Filosofal. Él no entendía qué tenían de especial. Eran plumones. Pero cuando vio cómo le brillaban los ojos al sostenerlos, calló. Aquella tarde aún tenían pendiente el callejón Diagón, pero ella no dudó en gastarlo todo en ese estuche una parada antes. “Para que mis apuntes sean bonitos este año,” había dicho, con esa sonrisa tímida que siempre lograba desarmarlo un poco. Todas sus libretas estaban con ese tipo de marcadores, después de todo. Su diario personal —como llamaba a ella a su bitácora de cosas— también. Ahora la veía sacar uno rosa pastel y trazar una línea sobre su pergamino. Nada. Frunció el ceño y probó el lila. Nada. El verde menta. Nada. Severus la observaba en silencio, viendo cómo su respiración se agitaba con un temblor ansioso. —Vamos… —susurró Lily, su voz quebrándose apenas—. Por favor… solo… uno… Kassandra, sentada al lado de ella en el otro extremo, se inclinó hacia Lily con los ojos muy abiertos, llenos de asombro genuino. Como le irritaba que hubiera gente alrededor de Lily, pensó en silencio Severus, frunciendo el ceño. —¿Qué es eso? —preguntó en un susurro cargado de fascinación—. ¿Son… plumas de colores? —Son… plumones… muggles —murmuró Lily, con un hilo de voz—. Los compré en Londres… este verano… —¡Wow…! —exhaló Kassandra, recogiendo uno del estuche con delicadeza, como si tocara un objeto sagrado. Con un gesto casi solemne, trató de pasarlo sobre su pergamino… sin quitarle la tapa. Miró con absoluta concentración y, al ver que no pintaba, parpadeó con intensidad y murmuró—. Increíble… ¿son de tinta invisible? Severus la miró con incredulidad. Lily, con lágrimas asomando en sus pestañas, parpadeó varias veces antes de procesar lo que había dicho. —No… Kass… tienes que quitarles la tapa… —susurró Lily con voz rota, casi riendo y llorando a la vez. Kassandra la miró como si le hubiera revelado un secreto arcano. Con movimientos precisos, retiró la tapa… y trazó una línea en su pergamino. Nada. Volvió a mirarlo con los ojos muy abiertos, esta vez con un asombro reverencial. —Definitivamente son de tinta invisible —dijo, completamente seria—. ¡Qué objeto tan poderoso…! Lily tenía el ceño fruncido y los labios tensos, sosteniendo un plumón rosa pastel entre sus dedos con la concentración de un sanador intentando revivir a un paciente moribundo. Lo agitó con fuerza, lo golpeó suavemente contra el pergamino, y luego apuntó con su varita, murmurando un hechizo reparador básico que apenas sabía pronunciar. —Reparo… —susurró, tocando la punta del plumón. Nada. Volvió a agitarlo, esta vez con más fuerza, como si al sacudirlo pudiera hacer bajar la tinta mágica que no existía. —Vamos… por favor… —murmuraba, su voz quebrándose apenas. Kassandra von Karma, sentada junto a ella, la miraba con sus ojos enormes y azules, brillantes de fascinación pura. No entendía nada de lo que veía. Sostenía otro plumón, azul celeste, con ambas manos, mirándolo con la misma intensidad reverente con la que habría observado un huevo de dragón. Giró el plumón en sus dedos con cuidado, inspeccionando cada línea y la geometría de su diseño. Acercó la punta a su nariz, olfateándolo con delicadeza, y, sin aviso alguno, mordió el plumón. Se le arrugó el rostro con asco. —… Sabe raro… —susurró, como si acabara de descubrir un misterio profundo. —No muerdas el plumón, no hagas eso —dijo Remus, tratando de disuadirla mientras le observaba con una mueca extrañado. Severus la miró de reojo, con una mezcla de incredulidad y desprecio silencioso. Qué idiota, pensó, aunque la palabra no llegó a sus labios. Remus, sentado frente a ellas, se giró un poco, curioso ante el espectáculo. Vio a Kassandra lamiendo el plumón y parpadeó, conteniendo una pequeña risa. Con su voz suave, intervino: —No es… bueno, no es de comer… —dijo, con una sonrisa tranquila—. Son marcadores muggles. Funcionan con tinta líquida en el interior… pero… —miró a Lily con un atisbo de pena—… no siempre funcionan bien fuera de… su mundo. Creo. Kassandra parpadeó lentamente, procesando cada palabra como si le hubiera recitado una profecía. —¿Entonces… no son varitas muggles? —preguntó, genuinamente intrigada. Remus negó con la cabeza, conteniendo otra sonrisa, y Severus suspiró, cerrando los ojos un momento. Sentía un calor áspero subirle por el cuello hasta la base de la cabeza, mientras un nudo de rabia, vergüenza y una punzada de lástima imposible le apretaba el pecho. Cuando los abrió de nuevo, vio a Lily mordiéndose el labio inferior, los ojos húmedos pero encendidos con esa terquedad que siempre lo desconcertaba, negándose a rendirse ante algo tan absurdo como un plumón sin tinta. Binns seguía hablando, su voz incorpórea llenando el aire como polvo seco. Y mientras la clase se hundía en el tedio, los colores inútiles de esos plumones seguían brillando sobre la mesa, como un recuerdo de un mundo que ninguno de ellos, en realidad, comprendía del todo. El pasillo que los sacó de Historia de la Magia estaba lleno de pasos arrastrados, bostezos mal cubiertos y túnicas que olían a piedra húmeda. Severus caminaba en silencio, con el entrecejo marcado por la fatiga y el cuerpo pesado de tedio, como si la clase de Binns le hubiera drenado toda voluntad de vivir. A su lado, Lily iba casi saltando, con esa energía testaruda que se negaba a apagarse, aunque sus ojos verdes aún reflejaban una tristeza callada cada vez que miraba su estuche de plumones inútiles. De pronto, giró hacia él, sus labios curvándose en una sonrisa que mezclaba picardía y dulzura. —… Oye, Severus~ —canturreó Lily de pronto, con esa voz suave que usaba cuando tramaba algo—. Espero que no se te olvide lo que me prometiste ayer, eh~ Severus la miró de reojo, confuso, parpadeando como si despertara de un sueño sucio. —¿Qué…? —gruñó con desgano, su voz baja y áspera. Lily sonrió, radiante, inclinándose un poco hacia él mientras caminaban. Su cabello cobrizo brillaba con la luz de los ventanales. —Tus historias vergonzosas~ —susurró, divertida—. Ayer… cuando jugamos ajedrez. Me las debes, Severus. Por un segundo, él se quedó quieto. La recordaba perfectamente: su derrota humillante frente al cuervo, su dignidad molida como pan duro. Un calor espeso le subió a las mejillas, mezclado con un nudo amargo en la garganta. Frunció el ceño y murmuró, sin mirarla: —No puedes pedirme ahora que te cuente algo vergonzoso mío… —su voz se quebró apenas en la última palabra—. Si tú ya andas diciendo cosas vergonzosas por ahí. Como… —tragó saliva, su mandíbula rígida— como que venimos de un entorno muggle. Como que le digas a otros… abiertamente… que yo… que yo vengo de un entorno muggle. Lily se detuvo en seco. Sus ojos verdes lo miraron, grandes y sorprendidos. Primero parpadeó con confusión, luego su expresión se suavizó, y finalmente se tiñó de algo parecido a culpa. —Sev… yo… —susurró, bajando la mirada—. Yo no… no lo dije como algo vergonzoso. Solo… no entiendo por qué sería malo… Él no contestó. Solo desvió los ojos hacia adelante, hacia un grupo de Slytherins mayores que caminaban más adelante, con túnicas perfectas y miradas vacías, como si flotaran por encima del suelo. Su estómago se retorció con un frío metálico. —En Hogwarts… esos temas son delicados… —musitó Severus, casi para sí mismo. Detrás de ellos, Remus caminaba en silencio, su paso ligero, sus hombros un poco encorvados bajo la túnica. Los miraba con esa expresión suave suya, esa que decía “quisiera decir algo, pero no es mi lugar aún.” Porque entendía el miedo de Severus. Él mismo lo cargaba, aunque de otra forma. Kassandra, unos pasos más atrás, se detenía cada tanto para inclinarse sobre una armadura viviente, mirándola con fascinación infantil y ojos que no veían el mundo real, solo su belleza y brillo. Lily tragó saliva, avanzó un paso y giró para mirarlo de frente, obligándolo a detenerse también. Sus ojos verdes lo buscaron con intensidad tranquila, aunque su respiración temblaba. —No es vergonzoso, Severus —dijo, su voz suave pero cargada de terquedad afectuosa—. Es parte de quién eres. Y a mí me gusta quién eres. Él la miró un segundo, apenas un segundo, antes de bajar la vista de nuevo. Su mano derecha, oculta bajo la manga, temblaba tan leve que solo él podía sentirlo. Pero él no podía sentirse enojado con ella. Simplemente, no podía. Sus palabras aún resonaban en su pecho como un calor confuso, casi doloroso, y estaba levantando la mirada, buscando cómo explicarle todo aquel tema imposible, sintiendo que el pasillo era demasiado largo para pensar… Cuando ocurrió. Un golpe seco en el hombro lo sacudió tan fuerte que sus libros resbalaron de sus brazos. Apenas tuvo tiempo de parpadear cuando otro impacto, esta vez en el costado, lo desestabilizó del todo. Cayó de espaldas. El suelo de piedra le mordió la espalda con un frío brutal, tan áspero que le arrancó un gemido ahogado. Su mochila se deslizó hacia un lado y su varita rodó hasta detenerse a unos centímetros de sus dedos. El eco del golpe retumbó en el corredor. Lily también había sido empujada, pero logró sostenerse del marco de piedra a tiempo. Su cabello, alborotado por el movimiento, le cubría parte del rostro, y sus ojos verdes parpadearon con una mezcla de rabia y sorpresa. —¡Potter! ¡Black! ¡¿Estáis locos o qué?! —gritó, su voz temblando de ira más que de susto. James giró sobre los talones con esa sonrisa suya, ancha y despreocupada, respirando agitado como un cachorro que acaba de hacer travesuras. —¡Ups! ¿Fue culpa mía? —dijo, sin rastro real de disculpa—. ¡Lo siento, no te vi! Es que Sirius va como toro sin correa y quiero ganarle a entrar primero al aula. Sirius, detrás de él, soltó una carcajada gutural que retumbó en las paredes. Ni siquiera miró atrás. No era burla directa, pero tampoco disculpa. Era peor: indiferencia. —¿Estás bien? —preguntó Lily, agachándose de inmediato para recoger sus libros, su voz suave contrastando con su respiración agitada. Severus no contestó al principio. Miraba el techo de piedra sobre él, sintiendo el frío filtrarse por su espalda hasta calarle los huesos. Apretaba los dientes con tal fuerza que su mandíbula temblaba. El dolor físico era opaco, casi distante, pero el orgullo… eso ardía con un escozor sordo y corrosivo. No los miró. Ni a Potter, ni a Black, ni siquiera a Lily. —Idiotas… —murmuró al fin, su voz ronca, cargada de un veneno suave y cansado, mientras se incorporaba con movimientos rígidos, como un animal herido que no quiere mostrar su debilidad. Lily no insistió. Pero su gesto hablaba por ella: furia, vergüenza, y esa rabia protectora que solo mostraba cuando alguien lastimaba lo que ella quería. Severus no la miró. Tomó los libros que ella le había recogido con un “gracias” que apenas fue un hilo de voz. No sonaba molesto con ella, sino consigo mismo. Con su propia insignificancia. Detrás de ellos, Remus caminaba en silencio. Sus ojos, enrojecidos aún por la reciente luna, siguieron fijos a Potter y Black mientras se alejaban riendo. Su mirada era dura, inesperada en su rostro siempre calmo. Fue un vistazo breve, pero cargado de un juicio silencioso, tan pesado que casi parecía físico. Sin mirarse más, continuaron hacia la escalera que conducía a la clase de Encantamientos. Uno con el alma en carne viva. La otra, hirviendo en silencio. Y el tercero, con el silencio quieto de quien observa y archiva. Lily, a su lado, comenzó a hablar. No podía evitarlo. Cuando se quedaba callada, pensaba demasiado. Y si pensaba demasiado, se angustiaba. Así que hablaba. Hablaba por Severus. Hablaba por ella. Hablaba para que la rabia no se le cristalizara en el pecho. —No tienen remedio —dijo, más para sí que para él—. ¿Y viste la cara de Potter cuando se dio cuenta? Ni siquiera supo qué decir. Y Black… Black ni miró atrás. ¡Qué asco! Si ese es su sentido del humor, no quiero saber cómo serán en Navidad. Severus no respondió, pero la escuchaba. Y aunque no alzó la mirada, sus hombros, tensos como cuerdas, se aflojaron apenas con el sonido de su voz. —No importa, ¿sí? —añadió ella, con suavidad, girando su rostro para mirarlo con esa luz firme en los ojos—. Vamos a Encantamientos. Dicen que el profesor es pequeñito y que salta cuando se emociona. ¿Te imaginas? El gesto de Severus se suavizó un poco. Muy poco. Pero fue suficiente para que Lily sonriera como si hubiera visto el sol tras semanas de lluvia. —Ver para creer —murmuró. —… Eso no fue agradable —murmuró quedamente Kassandra quien finalmente llegaba desde atrás, tocándole ver todo eso desde lejos, acercándose entonces a ellos, un poco tarde. Remus, a su lado, no sonrió. Pero su mirada no se apartó de Potter y Black hasta que doblaron el pasillo. Solo entonces, con un suspiro leve, bajó los ojos y continuó caminando tras ellos, en silencio, con su mochila colgándole de un hombro como un guardián cansado pero presente. —¡Exacto! —rió Lily, dándole un suave empujón en el brazo—. Así que vamos. Y si haces una luz violeta gigante, te juro que me siento a tu lado en todas las clases. Severus no pudo evitarlo. Sus labios temblaron en lo que casi fue una sonrisa real. Y aunque no lo dijo en voz alta, Severus deseó con fuerza que eso pasara. Que Lily se sentara a su lado en todas las clases. Que le hablara como si todo fuera simple. Que lo mirara como si valiera la pena. La sala de Encantamientos era distinta a todo lo que un niño de primer año podía imaginar. No se parecía a las aulas del colegio muggle, ni a los pasillos de Hogwarts por donde ya habían caminado unas horas. Allí, el aire no era solo aire: tenía textura, un cosquilleo casi eléctrico que recorría los dedos y hacía vibrar los vellos de los antebrazos, como si el lugar respirara magia y ellos hubieran entrado en sus pulmones. El suelo era de madera antigua, con vetas tan profundas que parecían runas de un idioma olvidado. Cada crujido bajo sus zapatos tenía el peso de una historia. Las paredes estaban cubiertas de tapices encantados que mutaban según el estado de ánimo colectivo: en ese momento, mostraban constelaciones que titilaban suavemente, un cielo en calma. Sobre una cornisa lateral, pequeñas esferas de luz flotaban como luciérnagas suspendidas, cambiando de color según la intensidad emocional del hechizo lanzado anteriormente. Eran como testigos mágicos, memoria viva del aula. Y al fondo, sobre un estrado circular de piedra clara, había una silla minúscula que parecía una broma. Hasta que el profesor apareció. Entonces todo cobró sentido. Filius Flitwick no caminaba: rebotaba. Poco más de medio metro, barba cuidada, lentes redondos que se le deslizaban a media nariz. Ojos agudos: el tipo de mirada que encuentra talento incluso donde no lo hay. La túnica verde esmeralda con vivos azul bronce le quedaba como bosque recién regado. —Bienvenidos, jóvenes iniciados —dijo, agudo como un campanazo—. Hoy aprenderán uno de los hechizos más simples y, sin embargo, más hermosos que la magia puede ofrecer. Lumos. Una chispa de luz para iluminar los lugares oscuros… y a veces, si me permiten decirlo, también para iluminarnos a nosotros mismos. Con un leve giro de su varita, casi imperceptible, hizo que todos los libros de texto se despertaran. Aquellos que ya estaban sobre las mesas se abrieron con una reverencia mágica en la página del hechizo que practicarían ese día. Los que aún permanecían guardados comenzaron a salir por sí solos, deslizándose por el aire con una elegancia flotante, hasta aterrizar con suavidad frente a sus dueños. Las plumas los siguieron, acomodándose en su lugar exacto junto a pergaminos nuevos que se desenrollaban con un susurro de bienvenida. Los alumnos miraban, atónitos. Algunos soltaron un pequeño jadeo. Otros se quedaron en silencio, boquiabiertos. Flitwick los recorrió con la mirada, su sonrisa iluminada con ternura y un toque de picardía cálida. —No teman si no lo logran al primer intento —dijo, acomodándose las gafas con un gesto suave—. La magia, como la luz, requiere práctica para no parpadear y apagarse. Hoy… practicaremos juntos, y si al final del día pueden ver sus varitas brillar, sabrán que este mundo tiene un lugar para su luz también. Severus bajó la mirada hacia su varita. Por primera vez esa mañana, sintió que algo… algo parecido a la esperanza, le calentaba un poco las manos. —La luz no se impone. Se revela —continuó Flitwick, subiendo de un pequeño salto al estrado de piedra clara. Su voz no era imponente, pero sí ineludible. Tenía ese tono de sabiduría que no necesita volumen para hacerse escuchar. Mientras hablaba, sus ojos recorrían cada pupitre, deteniéndose apenas un segundo en cada niño, como si reconociera algo en cada uno de ellos que valía la pena iluminar. —La magia de hoy no es de fuerza, sino de propósito. Y el primer propósito que toda varita debe conocer… es ver en la oscuridad. A su alrededor, el aula parecía inclinarse en un silencio reverente. El aire mismo se tensó, como si contuviera la respiración. Cada esfera de luz suspendida en las cornisas parpadeó, proyectando reflejos suaves sobre los tapices de constelaciones que adornaban las paredes. Todo en esa sala obedecía a un lenguaje antiguo, uno que no se hablaba con palabras, sino con deseo de aprender. —Lumos —dijo finalmente, con un susurro tan elegante que la sílaba parecía danzar en su boca. Alzó su varita con un leve movimiento de muñeca. De su punta brotó una luz cálida, tan perfecta que parecía haber nacido de su propio aliento. No era un rayo agresivo ni un destello violento. Era como ver encenderse la primera estrella de la noche: silenciosa, infinita y pequeña, pero suficiente para que todo cambiara. —Este hechizo no se lanza —continuó, sin bajar su varita—. Se desea. Es una intención, no una orden. No es gritarle a la varita… es pedirle que te entienda. El aula seguía en silencio absoluto. El resplandor iluminaba sus lentes, dándole un aire casi etéreo mientras miraba a los niños. Severus, desde su pupitre al fondo, asintió apenas. Sus manos estaban quietas sobre la madera, los dedos rodeando su varita con un cuidado que rozaba la reverencia. No parpadeaba. Su respiración era lenta y contenida. Veía todo con la intensidad silenciosa de quien no puede permitirse un fallo. A su izquierda, Lily sonreía, el rostro iluminado por la luz de Flitwick como si se hubiera encendido desde dentro. Dos bancas más adelante, Remus Lupin ladeaba la cabeza, su expresión tranquila, absorbiendo cada palabra con serenidad silenciosa. James Potter, en cambio, se inclinaba hacia Sirius Black para murmurarle algo con una sonrisa torcida, mientras Sirius replicaba con un leve chasquido de lengua y sus ojos grises rodaban con fingido hastío —Ahora ustedes —dijo Flitwick, y saltó hacia abajo para caminar entre ellos—. Dejen que la luz surja desde dentro. Recuerden: no es el volumen lo que la despierta... es la claridad de su intención. Flitwick caminaba entre los pupitres como un director de orquesta, atento al más mínimo destello. Cada estudiante era un experimento nuevo, y él lo vivía con una emoción contenida y brillante. A cada paso, sus ojos se iluminaban igual que su varita. Era más que un profesor: era un apasionado de la magia viva, del conocimiento como arte. —A ver… —dijo Flitwick, bajando su varita con suavidad y caminando por la fila. Se detuvo frente a un chico de primer año, de rostro anguloso y expresión endurecida que lo miraba desde abajo, con los ojos entrecerrados como si evaluara un insecto— Tu nombre —preguntó el profesor, con su tono cálido habitual. —Lowe —respondió el niño, sin título de cortesía, su voz seca como un chasquido de madera. —Señor Lowe —corrigió Flitwick, sin perder la sonrisa—. Cuando guste. Lowe alzó su varita sin apresurarse. La sostuvo firme, su muñeca recta y su mirada clavada en la punta, con ceño fruncido. Murmuró Lumos con dureza. De su varita brotó un destello breve, casi violento, como un fogonazo que parpadeó antes de extinguirse. —Ah… una chispa con carácter —comentó Flitwick, sin perder su tono suave, aunque su ceja se arqueó apenas con cautela—. Bien, señor Lowe. Menos ira, más intención. La luz no se somete. Se comparte. Lowe no respondió. Bajó la varita y su labio superior se crispó con un gesto de irritación contenida. Flitwick continuó su ronda. —Señorita… —dijo, mirando a la siguiente alumna, que alzó el rostro con aire de realeza contenida. —Brioni, profesor. Vivienne Brioni. —Señorita Brioni —repitió él con una leve inclinación de respeto—. Adelante. Ella pronunció Lumos con voz firme y modulada, y un haz de luz emergió, pálido pero constante. Su expresión no cambió, pero su barbilla se alzó un milímetro más alto. —Excelente control. Que su luz sea tan clara como su voz. James, unos asientos más adelante, giró su varita con un movimiento amplio y dramático, como si estuviera saludando a un público invisible. —Lumos—dijo, casi con tono de presentación. Una luz dorada y clara surgió de su varita. No tan intensa como la de otros, pero sí firme, vibrante y con un leve temblor nervioso que la hacía parpadear como una antorcha en viento suave. James sonrió con orgullo, bajando la varita para admirarla, antes de levantar la vista hacia Sirius con un gesto de "¿viste eso?". Flitwick asintió con una sonrisa amable. —Muy bien, señor… Potter, ¿verdad? —Sí, profesor —respondió James, inflando apenas el pecho, satisfecho. —Buen control inicial. Con práctica, será una luz muy útil. James asintió, guardándose el comentario que estaba a punto de soltar, temeroso de arruinar su momento de triunfo. A su lado, Sirius rodó los ojos con fastidio teatral. —¿Ya puedo terminar de morirme de la emoción, Potter? —murmuró con sarcasmo, antes de alzar su propia varita con un movimiento breve y seco—. Lumos. La luz que emergió fue pequeña pero estable, tan blanca como la nieve bajo la luna. Sirius la miró un segundo, alzó una ceja, y bajó la varita con un leve asentimiento, satisfecho sin excesos. Se recostó contra su silla, cruzando los brazos detrás de la nuca como si nada de lo que acabara de pasar hubiera sido digno de su atención. Flitwick lo observó con humor en los ojos. —Correcto, señor… Black, ¿cierto? Sirius giró apenas el rostro, mirándolo de reojo con un destello gris acerado. —Ajá. —Conciso y eficiente. Muy bien. —Flitwick continuó su ronda, anotando algo en su pergamino flotante con un brevísimo movimiento de pluma. James lo empujó suavemente con el codo, sonriendo. —¿Ves? No está tan mal ser el segundo mejor, Black. Sirius sonrió de lado, sin mirarlo. —Solo porque no quería dejarte sin público, Potter. Lily entonces levantó su varita. Sus dedos la sostenían con delicadeza, casi como si temiera lastimarla, pero su mirada estaba firme. Pronunció Lumos con un susurro suave, y su varita tembló apenas un segundo antes de que una luz cálida y constante brotara, dorada y clara, como si hubiera encendido una estrella personal. El aula entera pareció iluminarse un poco más con su haz, y por un instante, todos los ojos cercanos giraron hacia ella, atraídos por un calor que no era solo mágico, sino casi humano. Flitwick se detuvo frente a su pupitre. Sus ojos brillaban detrás de los lentes redondos, y por un segundo, Severus pensó que era como ver a un astrónomo contemplando un nuevo cometa. —¿Su nombre, señorita? —preguntó con una calidez que casi hacía temblar el aire. —Lily Evans —respondió ella con una sonrisa ancha, como si el mundo entero acabara de aplaudirle. —Señorita Evans… —repitió Flitwick, degustando el nombre con cuidado—. Qué luz tan hermosa ha conjurado. No solo cálida… —inclinó su pequeño cuerpo hacia adelante, observando la punta de la varita—, sino elegante. Limpia. Es el tipo de luz que no ciega… pero guía —su voz bajó un tono, cómplice, casi paternal—. Hogwarts siempre necesita más luces como esa. Lily bajó la varita con un leve temblor en los labios, su sonrisa aún más amplia, aunque sus ojos se llenaron de un brillo húmedo de emoción contenida. Severus, desde su pupitre, sintió que algo se expandía en su pecho. Era como si la luz cálida de su varita también lo hubiera iluminado a él. No era tristeza. No era dolor. Era orgullo, puro y sencillo, un orgullo tan extraño y tan grande que tuvo que bajar la mirada para no sonreír como un idiota frente a todos. Ella había logrado conjurar magia verdadera en su primer intento. Por supuesto que sí. Era Lily. Flitwick continuó su ronda, su andar ligero como el de un afinador de luces satisfecho, mientras el aula se llenaba de pequeños destellos, chispas, luces temblorosas y suspiros de asombro. Lily bajó la mirada, con las mejillas encendidas. Apretó los labios para no sonreír demasiado, aunque por dentro bullía de emoción con su varita aún encendida, rodeada de murmullos lejanos de otros intentos fallidos. Se concentró en el calor leve que le quedaba en la palma, como si su hechizo aún palpitara allí. Corvus alzó su varita sin prisa. Un movimiento sobrio, directo, y la luz brotó blanca y constante, sin titubeos. Era un hechizo limpio, preciso, como si la magia hubiera obedecido antes de que él la pidiera. Flitwick lo observó un segundo con respeto silencioso antes de anotar su nombre en un pergamino flotante que lo seguía. Para él, cada ejecución era un dato más en su mapa mental: la luz era una firma emocional, un reflejo exacto de quién era cada alumno. Comenzó a caminar entre los pupitres como buen maestro de cámara, atento a cada chispa que aparecía. —Bien… sigamos. Señor… —dijo, deteniéndose frente a Crowley, entornando los ojos un segundo—. Tu apellido era… Prince, ¿verdad? —Así es, profesor —respondió Crowley con una inclinación mínima de cabeza, su voz suave y su sonrisa apenas insinuada. Alzó su varita con un movimiento preciso, tan ligero que parecía un saludo cortés. Murmuró Lumos con un tono cálido y confiado. La luz que brotó fue dorada, vibrante y amplia, no un simple haz, sino un resplandor que se expandió varios metros, iluminando su rostro y parte del pasillo frente a él. No era fría ni agresiva. Era cálida, casi acogedora, pero tan intensa que los alumnos cercanos parpadearon, cegados por un segundo. Crowley no parecía presumir, pero tampoco se molestó en disimular su satisfacción. Bajó apenas la varita, como si su luz hubiera sido un saludo elegante y no un hechizo común. Flitwick, sin perder su sonrisa, entornó los ojos con un brillo divertido. —Señor Prince… si su ego fuera tan fuerte como su hechizo, ya habríamos quedado ciegos. Crowley giró hacia él con una expresión tranquila, los labios curvados en un ángulo casi cortés. —Lo tendré en cuenta, profesor~ —respondió con esa voz suave que parecía una caricia venenosa. Dejó que la luz se extinguiera despacio, como un aplauso que se apaga. Al otro lado del aula, Severus murmuró entre dientes, apenas audible: —Con lo que se gasta en ego, podrían iluminar todo el castillo… —¿Algún comentario que quieras compartir con la clase? —preguntó Flitwick sin voltear la cabeza, pero con un tono ligero cargado de exactitud. Severus alzó la vista, su ceño fruncido, midiendo el filo en la voz del profesor. No había desafío en sus ojos, solo la rigidez de quien nunca se siente a salvo. —No, señor —respondió con un tono seco y bajo, casi ronco. Flitwick se giró por completo esta vez. Sus ojos brillaban detrás de los lentes mientras lo observaba. Bajó un poco la cabeza con cortesía antes de hablar. —¿Y su nombre es…? Severus parpadeó, como si no esperara la pregunta. —Snape. Severus Snape. —Bien, señor Snape —dijo Flitwick con un leve asentimiento, su voz cálida pero firme—. Cuando guste. Severus bajó la mirada hacia su varita. Sus dedos la sostenían con cuidado extremo, como si fuera cristal quebradizo. Temblaba apenas. No por miedo. No por nervios. Por tensión pura, comprimida en cada tendón de su mano. Cerró los ojos un segundo. Inhaló despacio, llenándose de esa quietud que precede a la tormenta. Pensó en luz. En ella. En su madre, doblada sobre los frascos de pociones. En Lily, sonriendo como si no existiera la mugre del mundo. Pensó en esa oscuridad pegajosa que siempre lo envolvía como un sudor frío. Y entonces habló. —Lumos. La luz brotó con violencia silenciosa. No era blanca. Ni amarilla. Era un destello violeta pálido, con un núcleo tan blanco que dolía mirarlo directo: quemaba la vista, dejaba un temblor en los ojos, una marca violenta en la retina. Flitwick se quedó quieto, observándolo largo rato. No sonrió. No aplaudió. Solo anotó algo en su cuaderno, muy despacio, con una seriedad distinta. No por preocupación. Sino por respeto. Esa clase de luz no se veía todos los días. Luego, alzó un poco la cabeza, lo miró por sobre los lentes y dijo, con un tono bajo que fue mitad enseñanza, mitad revelación: —Una luz así no nace de la tranquilidad. Nace de un lugar mucho más profundo. Bien hecho, señor Snape. Pero cuide dónde decide encenderla. Lily, desde su lugar, lo observaba con una mezcla de asombro y preocupación. Se inclinó un poco hacia él, con cuidado, acercándose lo suficiente para que su voz sonara suave y privada. —A mí me parece una luz muy hermosa, Sev —dijo con una sonrisa pequeña, pero sincera. Severus, sin embargo, tuvo una sensación amarga en la boca. Hermosa es la luz que calienta, la que guía en la oscuridad… No la que duele al mirarla. No era una luz que iluminara como tal. Era como la luz de una soldadura: demasiado intensa para mirarla directo, tan blanca que dolía en lo más hondo de los ojos. Le recordó cuando acompañaba a su padre a la fábrica y lo veía soldar. Sin máscara, apenas cubriéndose los ojos con la mano. Esa luz le dejaba manchas negras flotando en su vista durante horas, y un dolor punzante detrás de los párpados que no quería recordar. Pero siempre miraba. Porque era hermoso… y peligroso… y no podía apartar la vista. Bajó la varita con lentitud como si le costara soltar esa única llama que le había salido bien, apagando aquella luz, pues tampoco quería seguir quemándole la vista a ella. _________________________________________________ NOTA DEL AUTOR Deliberadamente me di la libertad de cambiar las edades de varios personajes canónicos. Este es un UA (Universo Alternativo) y eso me dio más libertad creativa. Esta historia cuenta con traducción bilingüe [ Español / Inglés ]. Puedes encontrar versiones ilustradas, videos y contenido extra de este mismo fanfiction en mis redes sociales: MuninnMasbath[ Wattpad | Fanfiction.net | AO3 | Fanfictionero| TikTok ]
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