Capítulo 1: Tentación
9 de diciembre de 2025, 23:27
El sirviente se había mantenido al margen, porque sabía lo inclemente que se podía volver su señor. Jocsan era un hombre bastante temperamental y el castigo a las líderes de la revolución de los esclavos había sido contundente. La chica morena había quedado destrozada, cuando se quemó su cadaver, Raspin sintió que solo estaba echando al fuego pedazos de carne.
Se estremeció. El aire frío de esa caverna no ayudaba.
Jocsan llegó poco después, solo, con una capa negra sobre sus ropas reales. Por el gesto de vacilación del faraón al verlo, Raspin supuso que se arrepentía en algún sentido de venir a ese lugar tan profundo bajo tierra.
—Mi señor. —hizo una reverencia Raspin.
—¿Estoy cometiendo una locura, Raspin? —dijo por saludo él, dejando la antorcha en su gancho de la pared antes de empezar a abrir el cerrojo.
—Si mi señor desea que sea honesto, puedo decirle que si su pueblo llega a saber que tiene viva a una de las elegidas, la co-lider de la rebelión que mató a miles y liberó a otros miles más...
—Ya entendí.
Al entrar en la celda, en el interior, sobre una mesa de piedra, Janice se hallaba boca abajo. Estaba desnuda, como la última vez que la vio. Su piel blanca absorbía la luz de la antorcha, mostrando un color dorado apetecible que le daba un aire de ninfa de las sombras.
—Me gustaría saber tu opinión, Raspin. —dijo el faraón.
—Una moza de dieciocho —se encogió de hombros el sirviente—, algo pasada de peso. Poderosa en batalla, débil con esos grilletes... No mucho más.
—No la has probado. —suspiró de anhelo el faraón.
Raspin alzó la vista de la criatura hacia el faraón, él sin duda no veía qué le provocaba tanto. Había visto la reacción que él tuvo cuando la penetró en el podio, frente a todo el pueblo para humillarla. No le había pasado desapercibido los gestos de placer que se habían mostrado en el rostro de su señor, ni la rápida liberación de su semen dentro de la joven muy pocos minutos después. Pero lo atribuyó a la emoción del momento, además, Jocsan disimuló tan bien que nadie pareció darse cuenta qué tanto disfrutó el faraón humillando a la joven.
Jocsan se acercó a Janice. La tenían encadenada por las muñecas y ella se estiraba sobre la piedra como desvalida. Tenía una belleza bonita, agraciada, tierna incluso. No era nada de lo que se vanagloriaban las mujeres del reino de Jocsan.
—Era virgen cuando la toqué. —reveló el faraón, pasando los dedos por la cadera aterciopelada de la joven, desde las rodillas hasta las nalgas, disfrutando de la suavidad sedosa.
—¿Virgen? —Raspin manifestó su incredulidad cerrando la puerta tras ellos antes de entrar— Ninguna joven de la edad de esta niña permanece virgen. Mi señor tiene un tamaño considerable, seguro que la joven solo había conocido hombres con penes delgados.
Ante sus ojos, el faraón empezó a desvestirse con cierta urgencia, sin dejar de tocar a la joven mujer que tenía delante. Tallaba con sus manos de arriba a abajo varias veces por las piernas, antes de pasar la mano derecha entre las nalgas hasta la intimidad. Ahí, se encontró acariciando los suaves pétalos tiernos y frágiles de sus labios vaginales.
—Estaba cerrada, Raspin, cerrada completamente. —coló dos dedos entre los labios para rozar muy a penas su interior húmedo y ese precioso botón del placer que hizo que la joven, inconsciente, gimiera bajito— Tuve que empujar con fuerza y la sentí romperse cuando entré profundo.
Jocsan estuvo desnudo tras unos segundos, con su miembro erecto y magnifico como solo podía serlo de un ser como él. Jocsan estaba ansioso, la urgencia de sus movimientos era patente de ello. Raspin aún no entendía porqué, si la joven no era muy atractiva, no tenía muchas curvas o un rostro seductor. Solo era una niña bonita, casta, pura por lo visto, que gemía ante las caricias obscenas que su nuevo señor le hacía entre sueños.
—Bueno... ¿desea que usemos el aceite? —propuso al ver la punta del miembro de su señor rebosando gotas de liquido preseminal— eso la haría más accesible.
—Hazlo. —ordenó Jocsan, retrocediendo y dejando a la joven por un momento.
Raspin ya había asistido a su señor muchas veces cuando él tenía sexo con alguna concubina, con su reina e incluso con alguna esclava o ciudadana que le gustaba cuando pasaban por el pueblo. Asi que no fue penoso ni desagradable cuando Raspin vació una cantidad de aceite afrodisiaco en sus palmas y tomó el miembro erecto de su señor para masturbarlo muy lentamente.
Por si fuera posible, Jocsan creció otros centímetros más en las manos del sirviente, que lo preparaban con soltura, humedeciéndolo hasta los testículos y el perineo. Echado hacia atrás el prepucio y dando un especial tratamiento a la punta del pene. Raspin lo había preparado muchas veces, pero siempre con una semi erección floja y sin mucho entusiasmo. Ahora, podía sentir a Jocsan palpitar en su mano, caliente e inmensamente duro, empujando de vez en cuando contra la mano del sirviente, siempre mirando el cuerpo de la joven sobre la piedra con fascinación.
Cuando la dureza fue completa, Raspin se separó y dejó a su señor hacer lo que quisiera.
Jocsan se acercó de nuevo a Janice, subiendo a la mesa de piedra y separó las piernas de la joven. Las cadenas tintinearon y ella se removió comenzando a despertar. El faraón volvió a acariciar con manos traviesas el sexo humedecido con hambre. Raspin, como siempre, disfrutaba viendo todo lo que su señor hacía, por lo que colocó la antorcha en un soporte en la pared y se quedó tras ambos con la excusa de estar disponible para ayudar si fuera necesario.
El faraón no se molestó en tomar su miembro y guiarlo, estaba tan duro y firme que simplemente inclinándose sobre ella alineó la punta con la brillante y diminuta entrada. Sus manos volvieron a acariciar la espalda de la joven, retrasando el momento, disfrutando del roce de su glande contra esa seda húmeda y caliente que palpitaba por él.
—¿Mi señor precisa ayuda? —quiso saber Raspin, mirando atento los genitales rozándose, se lamió los labios al ver una gota preseminal bajar entre los labios vaginales.
Jocsan jadeaba de anticipación, con un gesto brusco le indicó a Raspin que no molestase. Solo entonces se empujó levemente, los labios vaginales se abrieron apenas y Janice soltó un gemido, un sonido bajo, dulce, asustado ante el dolor ardoroso y la fuerza con la que Jocsan la sostenía contra la piedra con una poderosa mano.
—Quieta, criatura. —susurró Jocsan, la voz ronca de lujuria, tanteando un poco antes de volver a empujar— Sigue estrecha... Como la primera vez.
Raspin enarcó las cejas, acercándose más para ver mejor. Los labios vaginales estaban hinchados hacia afuera, para dar espacio entre ellos a la cabeza del miembro que entraba. Como siempre, ver a su señor tener sexo con cualquier mujer era un espectáculo, pero tenía la sensación de que este iba a ser un show diferente.
Jocsan empujó más, lo apretada que estaba Janice era de verdad increíble. Ella, ante el dolor, quiso moverse, escapar del hombre que se cernía sobre ella, por lo que tiró de las cadenas. Raspin entró en acción y fue a ponerse al lado de su señor, tomando las piernas de la joven con autoridad, sin perder de vista el punto de unión entre ambos sexos relucientes de aceite.
—Shhh, cariño... —le murmuró, como cuando se calma a un animal asustado— te gustará, solo relájate... Permite que tu señor te tome, criatura, permite que te coja, te gustará su pene dentro.
Sin permiso para tocarla de verdad, solo llevó dos dedos entre los labios vaginales abiertos, para acariciar el clítoris hinchado y dar placer a la joven. Así su humedad contribuiría a la penetración. Janice jadeó, sollozando con suavidad mientras el aceite hacía su trabajo y Raspin la sentía palpitar en respuesta a sus caricias.
—Eso es, preciosa, sabía que lo disfrutarías.
El sirviente sonrió, mirándola a los ojos impotentes, en los que se veía cierta angustia necesitada. Luego, bajó los ojos al punto de la penetración y retiró las manos para ver con total libertad. El espectáculo tenía un erotismo diferente a los demás, algo que atraía por su carácter fantasioso. El cuerpo perfecto de Jocsan, sudando frío por la excesiva lujuria que lo poseía, sus músculos bajo esa piel blanca, semejante a la de Janice en blancura. La joven bajo él, pequeña, aún estrecha, asustada pero excitada. Los labios vaginales hinchados y rojos abrazando la punta del pene grueso del faraón.
Todo hacía que la erección de Raspin palpitara entre su túnica. Deseaba con locura poseer a la niña él mismo, ser él el que la montase y cojersela hasta que ella gritase su nombre.
Jocsan estaba impaciente, por lo que sus empujones fueron en aumento, aunque la vagina de Janice se negaba, como ella misma, el aceite y el profundo deseo sexual del faraón la vencieron. Un solo movimiento firme bastó y medio miembro se deslizó al interior, rompiendo esa virginidad imposible otra vez. Janice se tensó entera, un gemido ahogado escapando de su garganta, las cadenas repiqueteando.
Jocsan se detuvo un segundo, temblando de profundo placer.
Sentía el calor abrasador, las paredes cerrándose como un puño de seda viva alrededor de él, ordeñándolo. Luego avanzó más, centímetro a centímetro, hasta que sus caderas chocaron contra las nalgas de la joven y quedó enterrado hasta la raíz. Ambos respiraban con dificultad, entrecortadamente por el placer que surgía en oleadas en el palpitar de sus sexos que se sincronizaban con cada segundo que pasaba.
Raspin vio el contacto sexual y el visual que mantenían su señor y la joven, y no pudo más que llevar sus manos aún humedecidas por el aceite hacia su propia erección torturada. Se masajeó varias veces mientras los veía jadear a ambos, temblando de puro placer, uno profundamente dentro de la otra, apretándolo con lágrimas en los ojos y su sexo rezumando aceite y gusto.
—Dioses... —jadeó Jocsan, la frente perlada de sudor.
—¿Cómo se siente, mi señor? —murmuró Raspin, pasando el pulgar por la cabeza de su pene.
—Me succiona... me está succionando... tan... tan apretada... —le dio una nalgada mientras una risa explosiva lo hacía moverse en pequeños espasmos tanto de placer como por las carcajadas— es perfecta, Raspin ¡Y es mía!
Comenzó a moverse. Lento al principio, disfrutando cada milímetro que salía y volvía a entrar. El aceite y los jugos de Janice hacían un sonido húmedo, obsceno, delicioso. Cada embestida era una conquista: la vulva y la vagina se abrían, se cerraban, se abrían de nuevo, virgen eterna, insaciable.
—Eso es, ternura, permite que tu faraón te coja esa vulvita tierna.
Janice se tensaba, arqueaba la espalda y temblaba de placer, aún lloraba, pero parte de esas lágrimas eran por la maravilla que estaba sintiendo entre las piernas. Jocsan volvió a darle otra nalgada, mientras disfrutaba del enrojecimiento de la joven y y cómo su excitación la humedecía y hacía más fácil entrar y salir de ella.
El roce de los genitales calientes estaba matando a ambos y el deslizar era ahora más rápido, más fácil, como un cuchillo caliente en mantequilla.
Raspin se había colocado en la posición perfecta para ver el pene entrar, y la intimidad de la joven expandiéndose para darle espacio en cada penetración. Los forcejeos de la joven lo habian llevado a intervenir de nuevo, y ahora sostenía uno de los muslos blancos con fuerza. La veía a ella apretar los puños, clavando las uñas en las palmas, veía los dedos de sus pies crispados de placer y la humedad chorreando de entre los sexos unidos perfectamente.
—Se buena —le gemía Raspin al oida, lleno de placer al verla asi— ¿te gusta su pene? ¿mmm? ¿tu gusta como te penetra tu sexo, verdad criatura? tu vagina está muy dilatada y esa preciosa vulva está calentita y húmeda.
Jocsan se reían, gemía, gruñía y se vaciaba en ella. Raspin contó casi tres eyaculaciones y algo así como ocho potentes orgasmos de la joven, que avergonzada y perdida en el placer de su señor, no dejaba de gemir con los ojos entrecerrados.
Con el movimiento, habían llegado a una posición muy cómoda, ella estaba boca abajo sobre la piedra, y Jocsan estaba totalmente sobre ella, penetrándola con pulsos y embestidas rápidas por detrás. Janice estaba tan loca de placer, que empujaba sus caderas contra Jocsan, mientras él seguía dándolo todo contra ella.
Raspin se ubicó detrás de los amantes para este punto, para ver en primer plano como se unían sus cuerpos. Cómo desaparecía el poderoso miembro viril entre los labios vaginales de la joven, cuanto semen, aceite y humedad femenina mojaban la piedra, los testículos, los muslos y las nalgas. Era un paraíso, y Raspin solo podía ver con ansias y un deseo que no creía posible. Deseaba lamer todo con tanta intensidad que no lo podia creer.
Jocsan aceleró, hasta el punto en el que esa humedad salía disparada en gotitas calientes por toda la mesa. Sus testículos golpeaban el clítoris de Janice con cada embestida, enviando ondas de profundo placer a su pequeño cuerpo. La joven gemía más alto, desvalida, las caderas moviéndose apenas bajo el peso completo de su señor, entregándose a él y a todo el dulce goce sexual que él le prodigaba.
Un último empujón profundo, Raspin vio cómo su señor se internó hasta el fondo en la joven y eyaculó con él con un rugido bajo: chorros calientes, espesos, interminables, inundando el útero de Janice, rebosando por los lados en hilos blancos que corrían por sus muslos y goteaban sobre la piedra. La erección de Raspin también había rociado de su semen en la unión de ambos, sin saber cómo ni en qué momento.
Pero para su mayor suerte, ninguno de los dos se dio cuenta, por lo visto.
Jocsan se quedó dentro, palpitando, bombeando los últimos espasmos, llenándola hasta lo imposible con su semen caliente. Janice tembló entera, un último orgasmo inconsciente la recorrió, su vagina estrecha aún succionó hasta la última gota de su señor. El faraón se quedó ahí por unos minutos, disfrutando del calor de la joven, de la sensación que lo aprisionaba frenéticamente, de lo pequeña y frágil que era ella bajo él.
Y en la caverna, bajo la luz titilante de la antorcha, el faraón volvió a poseer a su presa prohibida, mientras Raspin, en silencio sentado en una esquina de la celda, tocándose con fiereza, deseaba ser él quien estuviera dentro de esa carne imposible.