Capítulo 2: Prohibido
9 de diciembre de 2025, 23:40
Jocsan bajaba a la caverna una, dos, tres veces por semana. A veces solo para mirarla dormir encadenada. A veces para penetrarla despacio, durante horas, hasta que los dos estuvieran llorando de placer. Guardaba en un cofre privado las sábanas manchadas de su sangre virginal y su semen. Las olía cuando no podía bajar por ella. Se masturba con ellas cuando está en el trono y nadie lo veía.
Muchas veces, dormiría con ella sobre la piedra y disfrutaba de su piel y sabor a diario, hasta el punto de mandar a Raspin preparar la habitación secreta dentro del palacio. Ahí, entre sábanas en una cama real, la joven era suya todas las veces que quería, sería el sitio a donde escapaba aún por las mañanas, donde iría solo a quedarse dentro de ella para disfrutar de su casta vergüenza. Janice era su amor para ese punto y su mayor obsesión.
Solo Raspin sabía de su secreto, y era Raspin el espectador silencioso que lo ayudaba cada noche.
A veces, Jocsan le decía a Janice una sarta de palabras vacías, que afirmaban su dominio sobre ella mientras la tocaba. Y luego se hundía en ella, lento, profundo, como si cada embestida fuera la primera y la última a la vez. Se dormía enterrado hasta la raíz, el miembro aún duro, palpitando. al abrir los ojos, lo primero que sentía era el coño de Janice ordeñándolo, como si nunca hubiera salido. Entonces empezaba a moverse otra vez, sin sacarla de su sueño, solo bombeando suave, chorros cortos de semen caliente que la llenaban antes del alba.
Raspin dejaba una bandeja: higos, miel, leche de cabra, y se retiraba a regañadientes. Casi siempre que entraba, Jocsan estaba sobre ella penetrándola profundamente despacio desde atrás, cucharada tras cucharada de placer, y los gemidos de ambos eran una música que nunca se cansaba de oir.
—El faraón está indispuesto. —era lo que ahora acostumbraba Raspin a decir.
Pero ay! como envidiaba esa enfermedad que consumía a su señor, succionándolo y mamando de él con avidez apretada y obscena. Raspin la quería para él, la deseaba con locura y lo que más quería era internarse bajo las faldas de la joven.
Ella intentaba cubrirse con la sábana, pero él se la quitaba con suavidad, casi con ternura.
—No, pequeña... no te escondas de mí.
Al ver lo mucho que la goza Jocsan, el deseo lo quemaba a él también, por lo que buscó la forma de tocar a la joven cuando Jocsan no estaba. La estrategia de Raspin: el aceite. Untaba el aceite afrodisiaco en sus manos, antes de acariciar a la joven, que, estimulada, comenzaría a permitirlo.
La barba áspera de él molesta a Janice en el cuello y la espalda, por lo que ella huía de él. Raspin reía bajito, el aliento caliente contra su oreja, sosteniéndola para si. Pero se daba cuenta de que la joven respondía a él cuando sus toques eran más insistentes. Janice intentaba apartarse al principio, pero el aceite era traicionero: calentaba la piel, la volvía sensible, la volvía necesitada. Cuando las manos de Raspin llegaban a la curva de sus nalgas y se deslizaban entre sus muslos, ella ya no huía. Bajaba la mirada, las mejillas ardiendo de vergüenza, y separaba apenas las piernas.
—Así... buena niña... —susurraba él, la voz ronca de deseo.
Un dedo explorando suavemente, dos dedos tijereando para hacerse espacio, luego tres, se hundían en ella con facilidad obscena. El coño volvía a estar virgen, estrecho, caliente, pero el aceite y la memoria del placer la abrían como una flor nocturna.
A Raspin esto le encantaba, y se quedaba ahí a deshoras, penetrándola con sus dedos. Raspin se apoyaba sobre la espalda de la joven, todo su peso sobre ella sin penetrarla con su miembro (eso era sagrado, eso solo pertenecía al faraón), pero la hacía sentirlo igual: la longitud venosa, dura como hierro caliente, goteando presemen espeso y claro, se deslizó entre sus nalgas, se hundió en el valle húmedo y caliente, y se quedó presionando, rozando, recordándole.
Janice gemía bajito, los puños apretando las sábanas. Se tensaba en cada orgasmo suave, el cuerpo temblando bajo él, el coño ordeñando sus dedos como si fueran la polla de su señor.
Cada latido de su corazón hacía que la polla palpitara contra su ano, contra el perineo, contra los labios vaginales aún hinchados y llenos del semen de Jocsan. El presemen chorreaba sin parar, resbaladizo, caliente, mezclándose con los restos de los otros, empapando todo en una capa pegajosa y obscena. la punta golpeando suavemente el ano, los testículos grandes y pesados colgando como frutos maduros, rozando, golpeando, besando el clítoris hinchado y los labios vaginales con cada vaivén lento.
Raspin se mecía. Lento. Casi sin moverse. Solo círculos pequeños, la polla deslizándose arriba y abajo entre las nalgas, la punta rozando la entrada del coño sin entrar nunca, los testículos pesados golpeando suavemente el clítoris hinchado con cada vaivén.
Y entonces pasaba lo que Raspin esperaba cada noche como un milagro: Janice, perdida en el calor, giraba el rostro y lo buscaba. Buscaba sus labios. Y lo besaba.
No era un beso de esclava. Era un beso tímido, dulce, lleno de ternura prohibida. Sus labios temblaban contra la barba áspera, y él respondía con una suavidad que nunca mostraba al mundo.
—Mi niña... —susurraba Raspin contra su boca, mientras sus dedos seguían moviéndose dentro de ella, dándole mucho placer—. Mi niña bonita...
Y Janice, entre jadeos y lágrimas, volvía a besarlo. Una y otra vez.
Jocsan entró entonces. Y se quedó helado al pie de la cama.
La puerta apenas y chirrió, pero los amantes en la cama estaban totalmente ocupados como para darse cuenta.
Janice estaba boca abajo, las piernas abiertas y temblorosas, la espalda arqueada en un placer silencioso. Raspin, vestido, se inclinaba sobre ella con su erección, aún dentro de la túnica, frotándose con lentitud entre los glúteos de la joven mientras sus dedos se hundían y salían del coño virgen con un ritmo suave, casi amoroso.
Soltándose del beso en el que estaban, Janice se acomodó para recostarse de mejor forma boca abajo. Gemía contra la almohada, los labios entreabiertos y los ojos cerrados en una expresión se paz tierna que le confería una belleza diferente a las demás.
Nunca, ni una sola vez, Janice lo había besado así. Él siempre se había mantenido lejos de esa boca que podía morder, que aún podía odiarlo por reducirla a una esclava sexual.
Cuando Raspin lo sintió, se volvió a él con los ojos desorbitados, presa del pánico, alejó los dedos de la intimidad de la joven. Janice, aturdida, giró la cabeza y vio al faraón. Sus ojos se llenaron de miedo y vergüenza.
—Mi señor... —dijo el sirviente, bajando la cabeza— yo... yo, llevo mucho tiempo ayudándolo con sus mujeres, incluso con algunos eunucos. Es usted siempre el que penetra, nunca se me permite a mi disfrutar de ninguna hembra.
Jocsan no dijo nada durante un largo segundo. Solo los miró a ambos con reprobación, ira y celos. Miró la humedad que brillaba entre los muslos de ella.
—¿Qué le has hecho?
—Solo la he acariciado, mi señor. Tenía deseos de tocarla como lo hace usted. Deseaba poder apretarla bajo mi peso como usted lo hace, pero no pudiendo penetrarla de verdad, me conformé con acariciarla únicamente.
Luego habló, la voz baja, peligrosa, pero controlada:
—Quédate donde estás, Raspin. —Se desnudó con calma, dejando que cada prenda cayera al suelo sin molestarse en donde.
Se acercó a la cama por detrás de Janice, que temblaba ahora de anticipación y temor. Apoyó una mano posesiva en su nuca, la empujó suavemente contra la almohada. Con su pulgar empezó a acariciarle la piel tersa, con movimientos circulares, así, dominada completamente por él.
—Supongo que no puedo evitar que la toques, pero por el momento su interior es mío ¿entendido?
Janice gimió, un sonido entre súplica y rendición. Raspin asintió con solemnidad. Jocsan se colocó entre las piernas abiertas de la joven y la acarició para llenarse del aceite. El pene duro, venoso, palpitando de rabia y deseo. Alineó la punta con la entrada diminuta, aún chorreando del aceite de Raspin.
Y empujó.
Un solo movimiento brutal, profundo. Janice gritó, el coño rompiéndose otra vez, sangre virginal mezclándose con aceite y jugos. Jocsan se hundió hasta la raíz, gruñendo de placer y posesión. Ella solo escondió el rostro en las almohadas y sollozó por el agudo dolor que se iba transformando en dulce placer a medida pasaban los segundos.
Tomó del cabello a la joven, haciéndola alzar la cabeza para mirarlo.
—Parece que eres buena besando ¿o no, criatura? —empujó con fuerza dentro, ganándose un gemido de parte de ella que sonó desgarrado— ¿porqué no le muestras a tu faraón lo que puedes hacer?
La soltó y Janice tuvo que incorporarse lo mejor que pudo hacia la boca de su señor. Las embestidas eran violentas y alternaba con nalgadas que dolían delicioso, pero finalmente Janice logró incorporarse lo suficiente para llegar a la boca de su señor. Lo besó con timidez, mucha timidez, apenas tocando sus labios
Janice sintió el aliento del faraón, cálido, tembloroso. Durante meses había recibido sus embestidas, su peso, su semen, su rabia... pero nunca su boca de esta forma.
Tal como imaginó, por los celos y la ira, Jocsan mordió el labio inferior antes de besar con fiereza a la joven. Buscó meter su lengua entre sus labios y poseerla de forma obscena como lo hacía al penetrarla por detrás de esta forma.
Jocsan eyaculó dentro, sin moverse, solo con el beso. Chorros cortos, calientes, profundos. Janice se corrió con él, temblando entera, las piernas abiertas, la espalda arqueada, la boca aún pegada a la suya. Jocsan había girado a Janice con una lentitud casi sagrada. Por primera vez la tenía boca arriba, cara a cara, pecho contra pecho.
Janice abrió las piernas por sí misma, las enredó alrededor de su cintura. Él se hundió de nuevo, lento, perezoso.
Raspin, aún vestido, se había arrodillado al borde de la cama. Presionaba la erección contra el colchón, frotándose sin tocarse con las manos, los ojos fijos en la unión magnífica y estrecha entre los amantes. Veía cómo la polla del faraón desaparecía y reaparecía cubierta de semen y jugos, cómo los labios vaginales se hinchaban y se cerraban, cómo la sangre virginal apenas teñía cada embestida lenta.
No pudo más. Un gemido ahogado escapó de su garganta. Eyaculó dentro de la túnica, chorros calientes que empaparon la tela, el cuerpo temblando de necesidad insatisfecha. Sus manos se aferraron al borde del colchón como si fuera a romperse.
—¿Cuándo, mi señor? —preguntó el sirviente, con la boca seca y la voz ronca— ¿Cuándo podré poseerla?
—Después... no sé cuando, pero después... —otra embestida, más fuerte, más sonora, hundiéndose más profundo— Esta... esta noche es mía...