Capítulo 5: Oral
9 de diciembre de 2025, 23:46
Janice había entendido varias cosas desde que estaba ahí. La primera era que los hombres de este mundo tenían más imaginación que en el anterior. Podían inventarse las posiciones más raras en la cama y gozar de ellas de la mejor forma muchas veces, pero la mayoría tenía fetiches por cosas en especifico. Lo de Jocsan era la dominación absoluta, por eso disfrutaba tanto de Janice.
Pero lo del sirviente eran los orales.
Desde que Jocsan le permitió tocar a Janice, no había ocasión en la que fuera a verla que no terminara con su boca en alguna parte de su cuerpo. Parecía incapaz de mirarla sin desear probarla. Janice comía tres veces al día y se duchaba dos veces, esta nueva rutina le traía por lo menos dos o tres orgasmos diarios solo con Raspin. Sin contar el goce sexual que le proporcionaba Jocsan por las noches.
Una vez que ella se acostumbró a tanto, empezó a disfrutarlo más. Al principio, la barba de Raspin picaba y le parecía incómoda, su manera impaciente de buscarla era excesiva para ella, pero luego empezó a encontrar un placer sin igual en esas ásperas atenciones. El roce áspero de esos vellos contra su piel sensible se convertía en una tortura deliciosa, un preludio que la hacía palpitar antes de que su lengua siquiera la rozara.
Cuando él se arrodillaba frente a ella con su sonrisa ladeada, Janice sabía que debía apartar la tela de su túnica. Empezó a soportar mejor al sirviente, ya que se dio cuenta de que a él le encantaba verla temblar de placer, los muslos temblando, el vientre contrayéndose en espasmos involuntarios.
En esa ocasión, Raspin había estado rondándola toda la mañana: rozándole la cintura al pasar, dejando que su aliento cálido le rozara la nuca mientras le servía el té. Janice ya estaba mojada antes de entrar a la ducha.
En esa ocasión, Raspin había estado rondándola toda la mañana: rozándole la cintura al pasar, dejando que su aliento cálido le rozara la nuca mientras le servía el té. Janice ya estaba mojada antes de entrar a la ducha, su vulva hinchada y resbaladiza, los labios vaginales separados por la humedad que no cesaba de brotar. Regresaba a su cuarto cuando las manos del sirviente la detuvieron. La sostenía por la cadera al tiempo en que se arrodillaba de nuevo frente a ella. Ella no podía evitarlo; la mojaba mucho ver la lujuria en él, esa desesperación cruda que le dilataba las pupilas y le endurecía la mandíbula.
Sus manos acariciando los muslos de la joven, subiendo con lentitud tortuosa, y su boca buscando depositar besos ardientes en su vientre antes de empezar a bajar hasta la hendidura entre sus piernas. El calor de su aliento se filtraba a través de la tela fina, haciendo que Janice se arqueara hacia adelante, buscando más. Raspin inhaló profundo, como si su aroma fuera un elixir que lo volvía loco, y luego apartó la túnica con un tirón impaciente.
Janice siempre soltaba un gemido suave cuando sentía ese picor de la barba en su intimidad. Se sentía como una especie de caricia diferente, un roce que enviaba chispas directas a su clítoris, hinchado y sensible. Y él lo sabía, sabía cuánto le gustaba. Por eso se dedicaba a dejar besos por encima de los labios vaginales, pasando la lengua plana por ellos, lamiendo la humedad que ya goteaba copiosamente, estimulándolos sin llegar al punto que Janice necesitaba. Se demoraba, succionando suavemente los pliegues externos, mordisqueando con delicadeza la carne tierna, porque le encantaba todo de ella: el sabor salado y dulce que se derramaba en su lengua, el modo en que su vagina se contraía ansiosa, abriéndose como una flor empapada.
Sus dedos se clavaron en los muslos de Janice, separándolos más, exponiéndola por completo. La lengua de Raspin se hundió entonces en su entrada, empujando dentro con movimientos profundos y desesperados, como si quisiera beberla entera. Janice jadeó, las caderas moviéndose solas, frotándose contra su rostro. El sonido era obsceno: lengüetazos húmedos, succiones que resonaban en la habitación, su barba empapada rozando el interior de sus muslos hasta dejar marcas rojas. Ella sentía cada nervio encendido, el clítoris palpitando en agonía, rogando por atención directa.
Raspin se levantó lentamente, la barba brillando con sus jugos, espesa y reluciente. Se lamió los labios con lentitud, saboreando lo que quedaba de ella.
—Nunca es bastante. Nunca tengo suficiente... todo el tiempo quiero más de ti, pequeña.
Y consciente de lo húmeda que estaba Janice —su coño chorreando, los labios vaginales hinchados y rojos, abiertos en invitación desesperada—, el sirviente se descubrió de la misma forma, revelando una erección preparada ante ella. Su pena se erguía grueso y venoso, la punta brillante con gotas preseminales, palpitando con una necesidad que lo hacía temblar. Raspin se puso en pie y se agachó a su altura para que su miembro se presionara contra los labios vaginales de la joven.
Janice gimió al sentir la piel aterciopelada y caliente del hombre que deseaba reclamarla, la cabeza roma deslizándose por su hendidura, untándose en su néctar tibio. Raspin gustaba de esos juegos intensos, buscando en todo momento llevarla al límite, porque gustaba mucho de penetrarla cuando estaba completamente mojada, cuando su vulva y vagina eran un desastre resbaladizo que lo succionaba sin control. Ante la presión de su miembro, Janice separó más las piernas, sintiendo toda la extensión del hombre —dura, caliente, latiendo con urgencia— y toda su necesidad palpitando contra su intimidad, rozando su clítoris en círculos tortuosos.
El sirviente soltó una risa bastante confiada y arrogante, mientras empezaba a embestir con suavidad contra la joven, jugando mientras escuchaba la respiración de Janice quebrarse en gemidos entrecortados. Ella lo veía con los ojos entrecerrados y las manos crispadas por el deseo de tocarse o tocarlo, los dedos arañando el aire.
Las manos de él fueron a los pechos de la joven, para apretarlos y masajearlos con mucha pasión, los pulgares frotando los pezones endurecidos hasta hacerla arquear la espalda. Janice separó más las piernas, hasta que el miembro se empapó por completo con su néctar tibio, resbalando fácilmente, y el sirviente gruñó de placer, un sonido gutural que vibró en su pecho.
Tomó a la joven por los hombros y la guió hasta la cama antes de derribarla contra ella con urgencia. Janice se dejó hacer, solo por la necesidad que sentía de él, su vagina contrayéndose vacía y ansiosa.
Janice no podía apartar los ojos de la polla de Raspin, erguida y palpitante frente a ella, la piel tensa y brillante por los jugos que aún cubrían cada centímetro. El aroma de su propia excitación se mezclaba con el almizcle cálido de él, un perfume que la hacía salivar. Sus dedos temblaban de anticipación cuando envolvió el grosor caliente con la palma, sintiendo el latido acelerado bajo la superficie, como un corazón desesperado por liberarse.
Comenzó despacio, deslizando la mano desde la base hasta la punta, untando el líquido preseminal que brotaba en perlas translúcidas, haciendo que todo resbalara con una facilidad obscena. El sonido era hipnótico: un roce húmedo y suave, shlick-shlick, mientras su puño subía y bajaba con firmeza creciente. Con la otra mano, acunó los testículos pesados, rodándolos con delicadeza entre sus dedos, sintiendo cómo se contraían bajo su toque, la piel arrugada y sensible respondiendo a cada caricia como si estuviera viva.
Raspin jadeó, las caderas empujando involuntariamente hacia adelante, buscando más presión, más calor. El placer lo atravesaba como relámpagos: cada bombeo de la mano de Janice enviaba ondas de éxtasis desde la base de su polla hasta la columna, haciendo que sus muslos temblaran y su vientre se contrajera. Sentía la humedad de ella en su piel —sus jugos aún frescos, tibios y pegajosos—, lubricando cada movimiento, convirtiendo la masturbación en algo resbaladizo y desesperado. Era como si su coño estuviera allí de nuevo, envolviéndolo, pero ahora eran sus dedos los que lo torturaban con precisión cruel.
Janice aceleró, el puño apretando justo debajo de la cabeza hinchada, retorciendo ligeramente en la cima para esparcir más presemen, que goteaba en hilos viscosos sobre su muñeca y el vientre de ella. Bajó la cabeza, impulsada por un deseo voraz, y lamió una gota de la punta, su lengua plana recogiendo el sabor salado y amargo, mezclado con el dulzor residual de su propia esencia. Raspin gruñó profundo, el sonido vibrando en su pecho, sus manos enredándose en el cabello de ella sin tirar, solo anclándose para no colapsar.
—Más... por favor, ternura... —su voz era un ronroneo roto, los ojos vidriosos de lujuria pura.
Ella obedeció, masajeando los testículos con más intensidad, tirando suavemente de ellos para estirar la piel, sintiendo cómo se hinchaban aún más en su palma. Al mismo tiempo, su mano principal bombeaba con ritmo frenético, la polla hinchándose imposiblemente en su agarre, venas prominentes pulsando contra sus dedos. El placer en Raspin era electrizante, una corriente que lo recorría desde los huevos hasta la nuca, haciendo que su visión se nublara y su aliento se cortara en gemidos entrecortados. Cada nervio ardía; sentía que podía explotar en cualquier segundo, pero Janice lo mantenía al borde, alternando velocidades —lento y tortuoso, luego rápido y despiadado—, prolongando la agonía deliciosa.
Gotas de presemen fluían ahora en un chorro constante, empapando su mano, resbalando por sus muslos, el olor intenso llenando el aire. Janice apretó la base con fuerza, deteniendo el flujo momentáneamente, y Raspin soltó un sollozo de frustración, las caderas sacudiéndose en el vacío. Luego lo liberó, masturbándolo con ambas manos ahora: una en la polla, girando y bombeando, la otra en los testículos, apretando y rodando, todo húmedo y resbaladizo por la mezcla de fluidos.
El placer lo invadía en oleadas imparables, su polla latiendo con violencia, la punta enrojecida y sensible al extremo. Janice sentía cada contracción, cada pulso, y eso la hacía palpitar de nuevo entre las piernas, su coño vacío rogando por ser llenado. Pero por ahora, se deleitaba en su poder, en cómo lo llevaba al límite con solo sus manos, viendo su rostro contorsionado, los músculos tensos, el sudor perlando su frente.
Raspin estaba al borde del abismo, el éxtasis acumulándose como una tormenta, listo para estallar en cualquier instante.
—Como deseo penetrarte ahora mismo... —jadeó, los ojos oscuros de pura lujuria— ven, ven aquí ternura.
Janice obedeció y, antes de que pudiera acercarse a besarlo, Raspin se hundió en ella sin previo aviso. Su miembro estaba caliente y la expandía de una forma tan dulce y erótica que Janice no evitó clavar las uñas en los antebrazos del hombre sobre ella, dejando surcos rojos en su piel. El pene la llenaba por completo, estirando las paredes de su vagina con una presión deliciosa, golpeando profundo hasta que sus pelvis chocaron.
Raspin se mordió el labio ante la deliciosa sensación de su vagina apretada, palpitando frenéticamente con él dentro, succionando como si quisiera atraerlo más adentro, contrayéndose en ondas que lo ordeñaban. Pero él ya estaba muy dentro de ella, tan profundo que su pelvis estaba en contacto completo con la intimidad abierta de la joven, su clítoris aplastado contra la base de su miembro.
Sabía que debía dejarla acostumbrarse —eso decía Jocsan de sus encuentros con ella, que la joven al permanecer virgen a pesar de todas las veces que la había penetrado, merecía esa consideración—. Por eso, Raspin se quedó ahí dentro unos minutos, amando la sensación que lo aprisionaba, el calor húmedo y pulsante que lo envolvía como un guante vivo. Empujándose de vez en cuando contra ella con movimientos cortos y desesperados, porque disfrutaba con locura ver sus pechos rebotando aunque fuera levemente, los pezones duros balanceándose, su rostro contorsionado en éxtasis puro.
Janice no podía esperar más. Sus caderas se alzaron solas, buscando fricción, y un gemido roto escapó de su garganta.
—Por favor... muévete... —susurró, las lágrimas de frustración brotando en sus ojos.
Raspin sonrió con ferocidad y comenzó a bombear, lento al principio, sacando su polla casi por completo —brillante con sus jugos— antes de hundirse de nuevo con un golpe que la hacía gritar. El ritmo se aceleró, desesperado, caderas chocando con sonidos húmedos y obscenos, su coño chorreando alrededor de él, salpicando con cada embestida. Ella se corrió primero, el orgasmo explotando en oleadas, su vagina contrayéndose con fuerza, apretándolo hasta que él gruñó y se vació dentro, chorros calientes de semen inundándola, mezclándose con su néctar, goteando por sus muslos cuando finalmente se retiró.
Pero no era suficiente. Raspin la volteó, la puso de rodillas, y volvió a entrar, esta vez desde atrás, follándola con una urgencia renovada, sus manos en sus caderas, tirando de ella hacia él en un ritmo brutal y adictivo. Janice se derrumbó sobre los antebrazos, el placer tan intenso que rayaba en el dolor, su coño sensible y palpitante rogando por más, siempre más.