ID de la obra: 1464

La virgen eterna

Gen
NC-21
En progreso
2
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planificada Mini, escritos 28 páginas, 13.427 palabras, 5 capítulos
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Capítulo 4: El aceite

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El sirviente llevaba ya un rato dejando caer, gota a gota, aquel aceite dorado entre las piernas de Janice. Nunca antes la habían preparado de ese modo. Su señor, erguido al cabecero de la cama, la observaba mientras ella, sumisa y devota, lamía y chupaba con fruición su sexo viril. El aceite resbalaba cálido, con un aroma especiado que embriagaba; su fulgor áureo hacía que su intimidad pareciera una joya encendida, tan lista como lo sugerían las atenciones de su lengua. Janice no era ingenua: comprendía muy bien qué esperaba Jocsan. El calor que la recorría, el pulso desbocado en su interior, le confirmaban que aquella sustancia debía ser un afrodisíaco. —El efecto será pleno en unos minutos, mi señor —anunció el sirviente. Ella sabía cuánto la deseaba. Podía sentirlo en la erección que tensaba su túnica y en la forma en que sus dedos, supuestamente inocentes, rozaban su clítoris, sus muslos, los labios ardientes de su sexo para esparcir el aceite. Ambos hombres estaban locos por ella, y esa certeza la incendiaba aún más. Janice se estremecía bajo la devoción carnal, hambrienta de que su señor la reclamara por completo, como tantas veces antes. Tenía la respiración rota, las manos jugueteando con la dureza de sus testículos, mientras la mirada de Jocsan la envolvía con una voracidad arrogante y salvaje. —No puedo esperar más —dictó él, ronco, apartándola de su miembro—. Actuará conmigo dentro. Nunca una orden la había hecho tan feliz. Con el aceite empapando su sexo, Janice abrió las piernas para recibirlo. Jocsan se arrodilló sobre la cama; su miembro, duro y aterciopelado, pendía sobre ella, cruel y delicioso. Ella lo anhelaba hasta el temblor, aunque no se atrevía a moverse por temor a disgustarlo. El sirviente observaba con la boca seca, su bulto marcado contra el borde de la cama. La tensión lo atravesaba igual que a ella. Entonces Jocsan rozó con la cabeza de su miembro la entrada de Janice, y la joven arqueó la espalda con un gemido. El estremecimiento la sacudió entera; un chispazo de placer tan agudo que por un instante le bastó, aunque de inmediato rogó por más. —Mi señor... —suplicó, sin darse cuenta, y vio brillar el deleite en los ojos verdes de aquel hombre. Una sola embestida lo hundió dentro de ella. El placer la invadió en espiral, extendiéndose como fuego líquido. Jocsan avanzó con dulzura, ayudado por el aceite que la lubricaba y amplificaba la fricción, pero la llenó con una intensidad que la hizo temblar hasta el alma. Nunca había sentido una posesión tan endemoniadamente perfecta. La presión de su cuerpo sobre el de ella, el calor sofocante de la piel masculina, el aroma viril, la mirada entrecerrada por el exceso de deleite: todo la consumía. Él permaneció inmóvil un instante, disfrutando del latido frenético que lo aprisionaba, mientras sus ojos se buscaban. Janice quiso confesarle amor, pero en lo profundo sabía la verdad: lo que adoraba era el miembro que la mantenía empalada, el peso que la atrapada, la sensación de pertenecerle. Y, sobre todo, deseaba que se moviera. —Mi señor... si me permite —la voz temblorosa del sirviente irrumpió, quebrada por la visión de ambos cuerpos unidos—. Déjeme quedarme. —Acércate, Raspin —le concedió Jocsan, jadeante—. Te gustan sus pechos, ¿verdad? Hazlos tuyos. El sirviente no esperó segunda orden, con desesperados movimientos se subió a la cama hasta alcanzar a la joven. Janice jadeó cuando la boca ansiosa cubrió su pezón. El sirviente mamaba de ella con fervor, una mano apretando el otro seno con tal pasión que ella no pudo contenerse. El orgasmo la arrasó como un trueno, arrancándole gemidos desgarradores. Jocsan gruñó al sentir cómo su sexo lo apretaba con un frenesí húmedo, ordeñándolo en su refugio ardiente. Esa sensación lo volvía loco; también él quería más, mucho más de su pequeña guerrera. Con la cabeza contra la cama, devastada y encendida, Janice sólo podía rogar por las embestidas de su señor, por ser poseída con furia. Lo besó con ansias, entrelazando sus lenguas, lamiendo sus labios con una obscenidad que encendía más el deseo. Los labios de Jocsan se apoderaron de los de Janice con una fuerza casi salvaje, obligándola a rendirse al contacto. No hubo ternura, sino un hambre urgente. Su lengua irrumpió en su boca, reclamándola, deslizándose con avidez contra la suya hasta enredarse en un vaivén húmedo y ardiente. Janice gimió dentro de ese beso, perdida entre jadeos, mientras él la devoraba. Él la volteó boca abajo y, con una estocada brutal, la volvió a penetrar. Janice gritó, viendo estrellas. —Así... necesitabas esta fórmula para ser toda mía, ¿no, preciosa guerrera? —murmuró entre embestidas—. ¿Esto es lo que querías? ¿Ser llenada por tu enemigo? Cada golpe la hundía más en la cama, mientras él recorría con caricias su espalda, sus nalgas, sus muslos, hasta recostarse sobre ella y morderle el cuello. Una de sus manos se coló bajo su vientre para estimularla aún más. Janice, enloquecida, gemía sin pausa y se retorcía presa de las sensaciones más dulces que ser humano puede desear. Nunca se había sentido tan poseída, nunca había deseado tanto ser atravesada así, hasta perder el aliento. —Oh, mi señor... —jadeaba, convulsa bajo su peso, adorando la sofocante calidez de su entrega— ... oh... como me encanta... El sirviente no podía apartar la mirada, la respiración se le entrecortaba al ver cómo Janice era poseída sin piedad. La tensión lo devoraba hasta que Jocsan, sin dejar de embestir, le dedicó una mirada cargada de poder. —No te quedes ahí, Raspin. Acaríciala, pero recuerda que es mía. El hombre se acercó temblando de deseo, sus manos recorrieron los muslos firmes de Janice y sus labios buscaron la piel húmeda de su espalda. Ella gimió, estremecida, al sentir una nueva boca lamerla con hambre mientras su señor seguía llenándola sin descanso. El contraste era embriagador: el cuerpo feroz de Jocsan empalándola desde dentro y la lengua ardiente del sirviente besando cada curva por fuera. —Eso es... —gruñó Jocsan, hundiéndose aún más en ella—. Hazla vibrar. Las caricias desesperadas de Raspin se mezclaban con las embestidas de su señor, y Janice sentía que su cuerpo no podía soportar tanta devoción. La lujuria la desbordaba, atrapada entre dos fuegos que la adoraban con la misma necesidad. Janice se hundía en un mar de placer, con los dedos crispados en las sábanas y la boca desbordada de gemidos. Cada embestida de Jocsan hacía que el aceite corriera tibio entre sus muslos, produciendo un sonido húmedo que la excitaba aún más. Sentía que un segundo orgasmo estaba a punto de devorarla, que su cuerpo no podría resistir mucho más. Entonces, su señor apartó al sirviente con un ademán y la volteó con la misma fuerza con la que la reclamaba. Recostó a Janice sobre su pecho, quedando ella encima, boca arriba, sus piernas entrelazadas con las de él, sus intimidades ardiendo y goteando deseo. Jocsan la sujetaba contra su torso como si fuera suya hasta en la respiración. Desde la esquina, el sirviente los observaba con los ojos negros de hambre y anticipación. Su cuerpo temblaba de necesidad, deseando acercarse, tocar, probar, pero se mantenía inmóvil bajo la orden de Jocsan, condenado a contemplar esa unión perfecta, carnal y abrumadora. Cada gemido, cada roce de sus cuerpos, cada jadeo que llenaba la habitación lo excitaba hasta el borde de la locura. Podía ver cómo Janice se entregaba sin reservas, cómo cada movimiento de Jocsan la hacía estremecerse, y cómo la combinación del aceite y la cercanía producía un espectáculo de deseo que lo dejaba sin aliento. Raspin los contemplaba fascinado, hasta que una mirada de su señor le dio el permiso. Janice bajó la mirada justo cuando sintió la boca del sirviente aferrarse a su intimidad. El grito que escapó de sus labios fue desgarrador y hermoso, como un alarido de placer al que su cuerpo entero respondió arqueándose, con las piernas temblorosas que intentaban cerrarse sin lograrlo. El gozo de ser poseída por Jocsan ya la mantenía en un borde abrasador, pero aquella lengua hundida entre sus pliegues fue la chispa final que la arrastró hacia un clímax fulminante. Jocsan gruñó con fiereza al sentir cómo Janice lo apretaba con una fuerza desmedida, exprimiéndolo como si quisiera arrancarle hasta el alma. Fue imposible resistirse: un rugido grave salió de su garganta mientras derramaba en ella su ardor, colmándola hasta el fondo con su semilla candente. El sirviente, lejos de detenerse, lamió con una devoción frenética cada gota que encontraba, deslizando la lengua entre el clítoris palpitante y el miembro aún enterrado en Janice, como si adorar ambos cuerpos a la vez fuese su única razón de existir. Sus gemidos ronroneantes vibraban contra la carne sensible, arrancándole estremecimientos incluso en medio de su agotamiento. El aceite, caliente sobre la piel, intensificaba cada roce. Y aunque exhausta, Janice deseaba más de su rey: con mano temblorosa descendió hasta sus testículos, acariciándolos con ternura apasionada. El cuerpo de Jocsan respondió al instante, endureciéndose aún más, mientras sus manos amasaban con deleite los senos de su amante, perdiéndose en la suavidad ardiente de su piel. No había reparo en él; aceptaba sin reservas la lengua del sirviente sobre su virilidad, disfrutando del doble estímulo que encendía sus sentidos hasta volverlo indomable. Raspin, arrebatado por esa visión gloriosa, cubrió sus manos de aceite y las deslizó por el cuerpo de Janice, recorriendo cada curva con presión reverente, pellizcando, apretando, arrancándole gemidos mientras sus ojos brillaban con una lujuria sin freno. Ella lo recibió jadeante, perdida entre el vaivén de sensaciones. El sirviente la besó entonces, invasivo y hambriento, llenándole la boca con su lengua mientras sus manos no dejaban de atormentar dulcemente su clítoris y sus nalgas. Y en medio de todo, Jocsan seguía penetrándola, incansable, como si su deseo fuera una llama eterna que no se apagaba ni después de vaciarse en ella. Cada movimiento suyo era un recordatorio brutal y glorioso de que la dominaba en cuerpo y espíritu, de que el placer no tenía fin bajo su reinado. El sirviente se despojó de sus ropas a toda prisa y, un instante después, Janice sintió el roce de otra erección en la entrada de su sexo empapado. Un escalofrío de miedo le cruzó la espalda, pero Jocsan tomó su rostro entre las manos y la obligó a mirarlo solo a él. La besó con tal fiereza que todo temor se disolvió en esa entrega brutal. Mientras tanto, el sirviente suspiraba entrecortado, murmurando palabras ahogadas que apenas llegaban a su oído: gemidos que la hacían estremecer, confesiones de deseo que lo delataban por completo. —"tan húmeda... necesito... necesito penetrarte"—, gemidos que la hacían estremecer desde el núcleo, confesiones de deseo que lo delataban por completo, la voz temblando de lujuria contenida. Sus manos y su miembro buscaban frotarse en cada rincón de su intimidad para impregnarse del aceite cálido y de su misma excitación: la polla deslizándose por la hendidura, rozando el clítoris palpitante, acariciando la base de la polla de Jocsan aún hundida en ella, despertando nuevos picos de placer que la hacían perder la noción de sí misma El aceite obró su magia, y lo imposible se volvió real: una doble invasión que la llenó por completo. Raspin empujó con lentitud tortuosa al principio, la polla gruesa abriendo camino junto a la de Jocsan, estirando sus paredes al límite en una presión deliciosa y abrasadora. Janice gritó ahogada en placer; nunca había sentido dos durezas deslizándose dentro de ella, partiéndola en gemidos, arrancándole la cordura. Su humedad los hacía moverse con soltura, y cada movimiento se multiplicaba en su interior como un incendio que se extendía sin piedad. Jocsan gruñía, poseído por un gozo salvaje. Adoraba la estrechez húmeda y suave como seda líquida de Janice, pero esta doble invasión la volvía un abismo más apretado, más profundo, más prohibido. Sentía el roce del otro miembro —el del sirviente, desesperado y sediento—, y esa fricción compartida era una dulzura cruda, brutal, indecente. Un veneno de lujuria que lo volvía loco, que lo hacía empujar más fuerte, hundirse más hondo, queriendo más y más de lo imposible. Ambos hombres la deseaban, ambos se lo demostraban con avidez, y ella se abandonaba a esa locura, desgarrada de placer y convertida en un cuerpo hambriento que ardía entre los dos. La envolvían con su calor, aprisionándola entre sus cuerpos; las piernas del sirviente se enredaban con las de ella y las de Jocsan, creando un nudo febril donde los gemidos se mezclaban con el sonido húmedo y frenético de sus cuerpos chocando. Janice era reclamada por ambos a la vez, y lo adoraba. Era devastador, abrumador... pero al mismo tiempo perfecto. El aceite afrodisiaco parecía desquiciar los sentidos de los dos hombres, porque, al igual que ella, no conocían pausa: la penetraban con ansia, se vertían en su interior una y otra vez, y aun así seguían moviéndose, besándola con fiereza, acariciando su piel joven y ardiente. Janice se sabía atrapada sin escapatoria, con las piernas muy abiertas para disfrutar todo lo posible, pero esa condena era su deleite. El impacto de ambos cuerpos contra el suyo era una sinfonía salvaje: el vaivén rítmico, la perfección de dos miembros llenándola por completo, el ardor magnífico que la consumía por dentro. Cada embestida la desgarraba en placer, cada roce multiplicaba la locura que la incendiaba. Desesperada por no perderse en ese torbellino, buscó aferrarse a la espalda sudorosa del sirviente, que la cubría con su cuerpo mientras la penetraba con un hambre voraz. A la vez, sentía los labios y la lengua de Jocsan descendiendo por su cuello, marcándola con besos de posesión, mientras su miembro amado la taladraba desde abajo con fuerza inhumana. El sonido húmedo y obsceno del movimiento la envolvía como un cántico embriagador. Janice podía sentir el roce frenético de los testículos golpeando contra ella, el choque brutal de las penetraciones, la crudeza del deseo masculino que la mantenía abierta, desbordada, rendida. Entre gemidos y jadeos, supo que aquello era más que lujuria: era una forma de adoración brutal, un delirio que la hacía olvidar dónde acababa ella y dónde comenzaban ellos. Janice se arqueaba entre los dos, cada embestida era un fuego que la atravesaba, cada caricia la encendía más. Su respiración era un jadeo continuo, entrecortado y ansioso, y los gemidos se mezclaban con los de los hombres que la poseían. Sentía el aceite resbalando por su cuerpo, amplificando cada roce, cada fricción, cada movimiento dentro y sobre ella. Jocsan la tomó de la cintura con firmeza, obligándola a moverse. Raspin se apretaba contra ella, su lengua y manos explorando cada curva, cada centímetro de piel expuesta. Janice gritaba, lloraba de placer, sintiendo que su cuerpo ya no le pertenecía: cada fibra estaba entregada a ellos, consumida por el fuego de sus cuerpos unidos. El orgasmo llegó en oleadas, primero un temblor que la atravesó entera, luego otra explosión que la hizo doblarse sobre sí misma, y finalmente un tercer estallido, más profundo, más abrasador, que la dejó temblando y jadeante, suspendida entre los dos hombres que la reclamaban. Su interior se cerraba y se expandía con cada latido, cada gemido, mientras los hombres se consumaban a su vez, dejando su calor dentro de ella, un recuerdo indeleble de deseo y posesión. Cuando todo terminó, Janice quedó atrapada entre sus brazos, respirando con dificultad, su cuerpo vibrando aún por el exceso de placer. Jocsan la sostuvo contra su pecho, su voz un susurro áspero y satisfecho: —Nunca olvidarás esto... el primer encuentro de este tipo nunca se olvida. El aceite aún brillaba sobre su piel, su cuerpo palpitante y húmedo, y por un instante, todo lo que existía era ese calor, esa pasión y esa sensación de ser completamente reclamada, adorada y consumida. Janice flotaba en un mar de calor líquido, el coño aún lleno de ambas pollas —la de Jocsan, gruesa y pulsante, y la de Raspin, más delgada pero igualmente viva—, latiendo en un ritmo desacompasado que la mantenía al borde de un éxtasis perpetuo. El semen de ambos se había convertido en una crema espesa y caliente que los unía, cada contracción de sus paredes succionando gotas tardías, como si su cuerpo se negara a dejarlos ir. Jocsan, con la respiración ya profunda y lenta, se había hundido en un sueño ligero, su polla semidura anidada en el fondo de ella, latiendo con cada ronquido suave. Su peso era una manta viva: el pecho ancho presionando su espalda, los brazos flojos alrededor de su cintura, el aliento cálido rozando su nuca. Janice sintió cómo su polla ya floja se movía apenas con cada exhalación, un thump perezoso que golpeaba su cervix y la hacía jadear en silencio. Raspin, en cambio, permanecía despierto, los ojos negros brillando con una lujuria insaciable. Su polla, aún semidura, se deslizaba un centímetro dentro y fuera con movimientos lentos y deliberados, shlick-shlick, empujando el semen acumulado más adentro. Janice sintió cada centímetro: la fricción de ambas pollas rozándose a través de la delgada pared interna, el calor compartido, el semen lubricando cada microembestida. —Quédate dentro —susurró ella, la voz rota, apenas un hilo—. Los dos. Lléname. Embriágame. Raspin sonrió, oscuro y hambriento, y se inclinó para besarla. Sus labios capturaron los de ella con urgencia renovada, lengua invadiendo su boca, lamiendo el interior de sus mejillas, saboreando el eco de sus gemidos. Mientras tanto, su cadera empujaba con lentitud tortuosa: la polla semidura hundiéndose un poco más, retirándose apenas, volviendo a entrar, un vaivén hipnótico que hacía que el semen se moviera dentro de ella como una marea tibia bajando por sus muslos. Janice se dio cuenta, con un estremecimiento profundo, de cuánto deseaba esto: que se quedaran dentro, llenándola, embriagándola con su calor y su esencia. El coño palpitaba alrededor de ambos, succionando, como si quisiera fusionarlos con ella. Cada latido de Jocsan era un recordatorio de su posesión; cada empujón de Raspin, una promesa de más. Raspin rompió el beso para lamer sus labios, mordisqueándolos con dientes suaves, luego volvió a hundirse en su boca, la lengua jugando con la de ella en un baile húmedo y desesperado. Sus manos aceitadas acariciaban sus senos, pellizcando pezones endurecidos, mientras su polla seguía su ritmo lento y adictivo empujando el semen más adentro, haciendo que Janice sintiera cada gota como una marca. Jocsan, dormido, gruñó bajito en su sueño, su polla contrayéndose en respuesta al apretón de ella, un chorro pequeño y caliente derramándose en su interior. Janice jadeó contra la boca de Raspin, el placer tan profundo que rayaba en el dolor. Permanecieron así, anudados en calor y fluidos: Jocsan dormido dentro, latiendo con cada ronquido; Raspin despierto, besándola con hambre, empujando su miembro semiduro en un vaivén que prolongaba el placer pacifico hasta el infinito. Janice, llena, embriagada, se dejó llevar. Janice despertó entre el calor que aún envolvía la cama, Raspin, con la respiración entrecortada, se retiró finalmente, la polla saliendo brillante y reluciente, cubierta de semen y jugos. El coño de Janice se cerró con un plop suave, pero el semen siguió fluyendo en un río lento, caliente, se había mezclado en una crema espesa y caliente que rebosaba lenta, resbalando por sus labios vaginales en hilos blancos y viscosos, se deslizó por su perineo hasta el ano, dejando un rastro ardiente. Ella se quedó allí, abierta, temblando, las piernas aún enredadas con las de ambos hombres, el cuerpo sudoroso pegado al de Jocsan, el peso de Raspin sobre su pecho como una manta viva. Cuando el sirviente finalmente se apartaba, todavía jadeante y con la mirada cargada de deseo. Por la expresión en su rostro supo que nunca olvidaría lo que habían compartido. El aceite afrodisíaco empezaba a perder efecto, diluido entre la humedad de sus cuerpos, y con ello volvía la antipatía de Janice hacia ambos hombres. —Gracias por este privilegio, mi señor —suspiró Raspin, incorporándose para hacer una reverencia, la voz temblorosa, la polla aún semidura goteando sobre la sábana. —Lárgate, ya has hecho suficiente. —espetó Jocsan, sin mucho interés, la voz le sonaba amodorrada— No estorbes, sal y di a los guardias que me quedaré otra vez a dormir aqui. Janice quiso removerse, para alejarse por lo menos un centímetro del rey, pero él no aflojó su agarre. Ella tuvo que permanecer entre sus brazos mientras Raspin se vestía apresuradamente, no sin antes depositar otro beso en el vientre de Janice y luego, seducido, se detuvo una vez más a lamer la intimidad de la joven como si nunca tuviera suficiente. Lamiéndose los labios le lanzó una mirada que decía que si por él fuera, nunca la dejaría, pero tuvo que irse al final. El eco del placer aún palpitaba en espasmos en Janice, pero eso no le impedía darse cuenta de todo lo que había pasado. —Te veías tan tierna rogando, Janice —le murmuró al oído—. Oh, no trates de fingir que no amaste cada segundo, pequeña. Sentí cada orgasmo que tuviste y cada vez que entre gemidos me pedías más... Janice apartó el rostro, volviendo a ser la misma guerrera de antes, saciada, pero aún renuente. —Por otro lado, a Raspin pareció gustarle más de lo debido esta experiencia —continuó Jocsan, la mano deslizándose perezosa por su cadera, dedos rozando el rastro de semen—. Puede ser que lo llevara deseando mucho tiempo... Parece tener un gusto extraño por usar la lengua. Había permanecido con Jocsan por seis años, suficiente tiempo como para saber que la lujuria que sentía por él era una respuesta lógica de su cuerpo a la sobre estimulación que él le propinaba. Pero la de él hacia ella era un misterio, de la misma forma que la del sirviente. Aún recordaba como Jocsan había dicho que unirse a Janice sería mancharse, cuando iba a quitarle su virginidad frente a todo el reino. Ahora el hombre no podía separarse de ella y cada vez inventaba nuevas formas de explotar el placer que sentía con ella.
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