ID de la obra: 898

Las Deudas Se Cobran (El Reclutador x In-ho)

Slash
NC-21
Finalizada
2
Tamaño:
67 páginas, 23.480 palabras, 4 capítulos
Descripción:
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Una Deuda De Carne

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La luz tenue y dorada de la lámpara de araña, aquella que colgaba firme y orgullosa del techo, hacia resplandecer las formas geométricas que los azulejos negros, incrustados sobre todas las paredes de la sala, marcaban con elegancia. Aquel espacio, acostumbrado a la presencia de la suave melodía del jazz y la dulce voz de una mujer que siempre cantaba la misma canción al amor, se presentaba ahora lúgubre y consumida por el silencio más absoluto. Un silencio que parecía demasiado puro y claro en el lugar en el que la enorme pantalla, ahora sin imagen alguna, tantas veces había retransmitido los gritos aterrorizados y las súplicas de las cientos de personas que cada año entregaban su sangre y su vida en los juegos organizados para entretener a los grandes empresarios del mundo. Un silencio cuya simple presencia parecía de por sí demasiado irrespetuosa. Tal y como si fueran conscientes de la descortesía que se estaba librando en la habitación, unos pasos irrumpieron de golpe, destrozando como un trueno aquella calma impuesta por el vacío. Sonaban firmes y seguros, como si el dueño de los mismos no temiera siquiera a la muerte, tan acostumbrado como se hallaba a ella desde hacía años. Siguiendo el compás de aquellos rítmicos golpes sobre el suelo surgió la negra figura a la que pertenecía aquella sala: El Líder. La tela de su traje revoloteaba a su alrededor, ofreciendo aquella visión tan fantasmagórica y espeluznante con la que se ganaba el respeto de todos, tanto de los jugadores como de los subordinados que trabajaban con él... O de casi todos. Pronto, los pasos llevaron a aquel cuerpo hasta el sillón de cuero marrón que se encontraba situado justo frente a la pantalla en la que se retransmitían los juegos y, una vez allí, se dejó caer sobre la mullida superficie. Un fuerte suspiro escapó tras la máscara geométrica. La máscara que servía para mantener el anonimato de la persona que tras ella se escondía y que permitía a El Líder ser realmente "El Líder" al desligar su rostro, su identidad y su voz a todos los crímenes que cometía a diario. Mientras el cuerpo se acomodaba en el sillón, los brazos comenzaron a subir, encargados de emprender una misión que cada día parecía costar más. Al llegar a la altura de la cara, las manos rápidamente se deslizaron hacia atrás, retirando la capucha que le cubría la cabeza y revelando con ello una capa de pelo perfectamente peinado y engominado. Casi sin pausa, las manos continuaron su recorrido hacia abajo, acariciando la superficie recién descubierta hasta detenerse sobre una pequeña protuberancia de plástico: el enganche de la máscara. Los dedos permanecieron inmóviles y rígidos sobre aquel lugar por unos instantes, y la respiración pareció perder el ritmo, congelada en los pulmones. ¿Acaso podía hacer aquello una vez más? Cada día, con el paso de los años añadiendo kilos y kilos de culpa a su consciencia, costaba más desprenderse de aquella máscara, que parecía ser la única forma de inhibirse de la realidad presente. Una vez que aquella pieza se separaba de la piel, volvía a ser lo que era y que buscaba negar de todas las formas posibles porque, a esas alturas de la vida, ya no podía sentirse de aquella manera. Con la máscara tan solo era una presencia, un ser sin nombre ni apellido con el que identificarse. Nada más que un monstruo negro y aterrador que todos conocían por el sobrenombre. Pero, sin la máscara, todo aquello desaparecía como humo. Entonces... ¿estaba preparado para volver a ser humano? Esa era la pregunta que siempre le rondaba la cabeza, consciente de que al deshacerse de aquel pequeño escudo todos los recuerdos y las malas acciones que había realizado en su vida le atravesarían como una bala el corazón. Un corazón que, tras mucho negarlo, se había rendido a admitir que seguía dentro de su pecho, latiendo con una fuerza que siempre le había resultado desconocida y que, por motivos que jamás habría pensado imaginar, había surgido en lo más hondo de sus entrañas. La sensibilidad que había buscado ignorar y que, con una facilidad asombrosa, se le había mostrado aún presente entre las costillas, estrujando su pecho en un torbellino de calor y adrenalina. Por fin, los dedos apretaron el enganche de la máscara, aflojando la presión y dejándola libre de cualquier sujeción. Las manos volvieron a moverse, tomando la máscara mientras ésta caía suavemente hacia adelante, hasta que esta quedó justo frente a sus ojos. La respiración, hasta entonces errática y artificial, se convirtió en algo vivo y latente. Una sucesión de cálidas inspiraciones a las que le seguían rápidamente las exhalaciones que liberaban de la presión del aire a los pulmones. Ese aire que parecía volver a circular por sus venas para oxigenar el corazón. Hwang In-ho. Ese era el nombre que se escondía tras la máscara y que ahora se presentaba con crudeza en el espacio vacío y nuevamente silencioso. Tenía nombre y apellidos. Corazón que latía y pulmones que se hinchaban. Sentimientos y anhelos escondidos. Deseos latiendo sobre su piel y miedos que le atravesaban las entrañas. De nuevo, volvía a ser humano. Un humano terriblemente despreciable, egoísta, violento, sádico y sin empatía... pero humano al fin y al cabo porque, ¿no eran aquellos rasgos también propios y exclusivos de los seres humanos? Con un movimiento suave y sutil movió la máscara hacia la mesita que flanqueaba el sillón a la izquierda y allí la dejó. Una vez con las manos libres, su atención se desvió rápidamente hacia la gran botella de whiskey que reposaba en aquel mismo lugar, junto con un vaso de pequeñas dimensiones. Rápidamente, se incorporó un poco, tomó la botella y, tras abrir el elegante tapón de cristal, comenzó a verter el contenido en el vaso. La lámpara de araña hizo resplandecer aquella dorada bebida que, con el paso de los años, se había convertido en la única medicina que lograba acallar su mente del tumulto de reproches e insultos que le golpeaban a diario. Una vez el líquido subió hasta una medida proporcionalmente aceptable a la gran cantidad de estrés con la que cargaba, dejó a un lado la botella, sin molestarse siquiera en volver a colocar el tapón, y tomó el vaso. No pasó mucho tiempo hasta que el borde de cristal rozó sus labios y el leve aroma del whiskey le llenó las fosas nasales por unos instantes. Inclinó un poco más el vaso y, mientras lo hacía, se dejó caer de nuevo hacia el sillón y colocó su brazo derecho sobre el reposabrazos. Poco a poco, el whiskey comenzó a resbalar por su lengua, lenta y delicadamente, como una suave capa de terciopelo. El encuentro entre la superficie de su garganta y el alcohol resultó en una explosión atroz que, por costumbre, casi resultó satisfactoria. La medicina que lo sanaba también le iba matando lentamente, castigando cada sorbo que daba con la cruel sensación de un incendio que se iba expandiendo por todo su esófago hasta llegar al estómago, donde la sensación volvía a perderse. Mientras los últimos restos de whiskey se deslizaban hacia su boca, In-ho cerró los ojos, como si aquello le permitiera detener todo. Número 132. Líder. Vips. Quería mantener el dolor en su garganta y sentir cómo las finas agujas de la embriaguez se clavaban en su cerebro como en un ejercicio de perfecta acupuntura que le anestesiara y paralizara la tormenta que avanzaba hacia su mente. Ser un caballo más. Seong Gi-hun. 456. Detener el flujo de unos pensamientos que tan solo servían para echarle en cara todo lo que era. Un monstruo. Haciéndole dudar de todo lo que había hecho en su vida y como todas sus decisiones habían terminado por dañar a quienes más amaba. Hermano. Jun-ho. Recordándole que tan solo era un cobarde que huía de todo lo que le hacía daño y que se refugiaba en las oscuras sombras de la noche y la maldad para ocultar su corazón maltrecho y sangrante. Máscara. Whiskey. Pantallas. Cámaras. Música. Y de pronto, la sensación de ardor desapareció de su garganta. In-ho abrió los ojos, visiblemente aturdido, solo para hacerse consciente de cómo el vaso que sostenía estaba ya vacío. Aquello era demencial y demasiado adictivo. Dejó escapar un suave suspiro y bajó el vaso para dirigirlo nuevamente hacia la mesilla, donde la gran botella de cristal lo esperaba, mostrando entre sus transparencias el preciado contenido que guardaba. Sus ojos contemplaron como poco a poco el recipiente era llenado con su medicina, aquella droga anestesiante. Cuando la medida volvió a ser la adecuada, recuperó el vaso y lo llevó rápidamente hacia sus labios, dispuesto a beberlo de un trago. —¿Bebiendo en horario laboral, In-ho? Aquella voz, tranquila, melódica y perfectamente conocida le detuvo al instante. El vaso quedó cubierto por su mano y el líquido que contenía se tambaleó en su interior. Allí estaba el único hombre y subordinado cuyo temor jamás había logrado adquirir. El hombre que había dado un vuelco a cada aspecto de su vida y le había hecho replantearse hasta el pensamiento más claro y estable que había habitado su mente alguna vez. Aquel que se había convertido en su mayor obsesión y la peor de sus drogas, mucho más fuerte y afilada que el alcohol o cualquier pastilla. Ese hombre que le había demostrado que los tejidos de su corazón seguían siendo elásticos y flexibles... Capaces de latir. Quien le había mostrado el verdadero significado del deseo, del anhelo, de la pasión, de la ternura y el cariño. La razón de que su mente aún lograra arder y hubiera descubierto un sentimiento que —pensaba— ya conocía y que descubrió como nuevo por completo. Pelo engominado. Traje impecable. Corbata apretada al cuello. Mirada salvaje y arrogante. Postura erguida y orgullosa. El Reclutador. —Que irresponsable... —volvió a hablar éste—. Deberías dejar ese hábito, es perjudicial para la salud —añadió socarronamente. Sin girarse para mirar atrás, el lugar desde donde le llegaba tan claramente la voz, In-ho dio un pequeño sorbo al whiskey antes de responder: —Y tú deberías empezar a avisar antes de venir. Una risa ahogada se escuchó a su espalda. —¿Por qué? ¿Tienes miedo de que te pille masturbándote? In-ho puso los ojos en blanco pero no pudo evitar que su boca formara una media sonrisa. —¿Qué quieres? —preguntó con genuina curiosidad, aunque su tono seguía sonando indiferente. Los pasos, aquellos que no había escuchado hacía unos minutos debido a su completa abstracción del mundo que lo rodeaba, se reanudaron para dirigirse hacia el sofá en el que se encontraba sentado. Conforme la fuerza del sonido indicaba la cercanía cada vez más evidente de El Reclutador, más difícil se estaba volviendo para In-ho la tarea de no girarse. Si tan solo se trata de otra persona, no sentiría esa necesidad de jugar. Una necesidad de juego que les rodeaba en cada una de sus interacciones y de la que ninguno podía —ni quería— escapar. Ambos eran demasiado orgullosos como para reconocer como la presencia del otro les afectaba. Preferían arrancarse la piel a jirones y verter sobre sus músculos expuestos el ácido más corrosivo que pudieran encontrar antes que reconocer como el pulso se les aceleraba cuando estaban juntos y como la respiración perdía cualquier sentido del ritmo al sentir el tacto ajeno. Y aquello, esa sensación constante de anhelo y misterio, resultaba adictiva. —¿Acaso uno ya no puede visitar al hombre que ama por que si? —le susurró El Reclutador al oído, su voz sonando burlona y arrogante. In-ho se obligó a seguir mirando al frente, hacia la pantalla cuyas imágenes siempre le habían revelado la verdadera naturaleza humana, perversa y egoísta. No pensaba darle una muestra clara a aquel hombre sobre cómo la proximidad estaba poniendo su voluntad y serenidad al límite. —Es lo que hacen las parejas normales... —volvió a hablar El Reclutador, rozando ya muy ligeramente con sus labios la cara interna de su oreja. —Tú y yo —le interrumpió In-ho—, no somos ni de lejos normales. Un bufido divertido escapó por la nariz de El Reclutador, haciendo que el aire chocara contra su mejilla y le provocara un estremecimiento. —Y tú no has venido aquí jamás sin motivo —añadió con seriedad. La sonrisa de El Reclutador, aún conectada con su oreja, se amplió con aquellas palabras. —¿No es suficiente motivo querer verte? Mientras pronunciaba aquella pregunta, afilada como un cuchillo de caza, sus manos se posaron sobre los hombros de In-ho. Pero, lejos de permanecer allí quietas, no tardaron en deslizarse hacia abajo, acariciando con sutileza la suave tela que cubría sus brazos, desde sus fuertes bíceps hasta los antebrazos. Poco a poco, comenzó a abarcar su cuerpo, atrapándole en su abrazo. —Odio cuando te andas con rodeos... —Y yo odio que bebas tanto —respondió con un susurro El Reclutador. Su cálido aliento aún continuaba anclado a la oreja de In-ho, como una amenaza constante, y su mano izquierda ya había alcanzado el vaso con whiskey. —Eres un jodido masoquista... —continuó hablando. Uno de sus dedos se había posado sobre el borde de cristal y lo acariciaba con cuidado, siguiendo el recorrido natural de la circunferencia. Mientras, la mano derecha había dado un pequeño salto, colocándose sobre el muslo y ahora subía, pasando peligrosamente cerca de la entrepierna. —Tienes solo un riñón y estás deseando destruirlo para morir... Aquella mano se había detenido en el vientre y ahora se movía en pequeños círculos, rozando de forma provocativa la zona. —¿Me acabas de llamar masoquista? —cuestionó burlonamente In-ho—. ¿Precisamente tú? Una nueva carcajada, susurrada y ligera, golpeó su oído. In-ho tenía todos los motivos posibles para creer que aquel calificativo resultara irónico viniendo de él. El hombre al que le encantaba que le agarraran del pelo hasta casi arrancárselo, porque así, su garganta estirada —había asegurado en otras ocasiones— hacía que sus gemidos sonaran con un tono mucho más bonito. Ese al que le encantaba que un cuchillo le rozara, amenazando constantemente con cortar la carne y, luego, sentir como la sangre caliente serpenteaba por su piel hasta caer al suelo. El dolor que le hacía seguir vivo. La mano en el vientre volvió a retomar el camino, deslizándose de forma lenta hacia arriba. Los dedos acariciaban con cuidado la tela del traje, rozándolo ligeramente para que la presión fuera mínima. Un reto velado. ¿Aguantarás? Por fin, la yema de aquellos dedos llegó al esternón y comenzaron a cruzarlo, siguiendo el mismo ritmo pausado y provocador que antes. Ese que estaba poniendo cada vez más difícil la tarea de mantener la mirada fija en el frente y que poco a poco hacía que el pantalón de In-ho se apretara más. —Podemos ser masoquistas los dos... —susurró El Reclutador. Y, de forma repentina y brusca, movió ambas manos simultáneamente. La izquierda se enredó alrededor del bíceps de In-ho, apretándole con fuerza y firmeza. Mientras, la mano derecha se enganchó directamente sobre la mandíbula. Un ligero empuje fue todo lo que necesitó para que la cabeza cayera hacia atrás, chocando contra su hombro derecho, y haciendo que —por un ligero aunque perceptible instante—, la respiración de In-ho se interrumpiera. Su boca permaneció unida a la oreja, pero ahora a un nivel más bajo, justo frente al pequeño agujero que marcaba la entrada hacia el oído. —¿Eso te gustaría? —añadió con suavidad. Su respiración, ahora tan cercana, se escuchaba como un trueno cargado de ferocidad. Aprovechando aquella misma cercanía, había regulado el tono de su voz para que sonara demasiado cercano a un jadeo... O a un gemido... In-ho ya no podía saberlo, demasiado concentrado en tratar de mantenerse firme. Había logrado que su propia respiración siguiera un ritmo constante y tranquilo, pero no podía negar el ligero temblor que se había adueñado de sus manos y como el sobresalto había hecho que los dedos de una se cerraran con más fuerza sobre el vaso de cristal, provocando que sus nudillos se volvieran blancos por la presión. La otra, aquella que hasta entonces había permanecido completamente estirada y apacible sobre uno de los reposabrazos, había hundido las uñas sobre el cuero, arañándolo como en otras tantas ocasiones había hecho sobre la piel del hombre que ahora tenía detrás. La piel se le había erizado y la presión constante sobre su bíceps y en la mandíbula no le ayudaba nada en el autocontrol. Pero de eso se trataba, ¿verdad? Morder hasta sangrar... Gritar hasta no poder hacerlo más... Arañar para marcar nuevas líneas de pertenencia en el cuerpo... Presionar hasta lograr las súplicas y los ruegos... Incendiarse en el calor del otro y morir abrasados por las llamas ajenas. —¿Esto es lo mejor que tienes? —preguntó de pronto In-ho. Aunque no podía verle, sabía que aquella pregunta había perturbado al Reclutador. Su aliento ya no llegaba tan firme y suave, sino natural y ligero... Ya no estaba tratando de aumentar la tensión sino que buscaba entender a lo que se refería. Le había arrebatado el control. —Menuda decepción —continuó hablando, tratando de que su voz sonara convincente—. Si lo que quieres es follar, tendrías que ser un poco más directo... —tragó saliva de la forma más disimulada de la que fue capaz—. No me estás impresionando. El silencio se instauró por unos pocos segundos, casi eternos para la percepción de su cuerpo cubierto por la tensión y el calor cada vez más asfixiante. Hasta que, por fin, de una forma abrupta y explosiva, una nueva risita por parte de El Reclutador terminó por resquebrajarlo. —Madre mía, ¿eso es lo mejor que tú tienes para provocarme? In-ho volvió a tragar saliva, aunque está vez no pudo controlar la fuerza que ejerció su garganta al hacerlo por lo que, sin quererlo, el movimiento de su nuez sobre la piel fue más que evidente. —Tengo tu pulso suplicándome que me meta tu polla en la boca ahora mismo... —continuó hablando El Reclutador, imponiendo un poco más de presión sobre el anular que, por espacio, se encontraba apoyado sobre el cuello y no en la mandíbula—. ¿Y yo tengo que ser más directo? Definitivamente, algún día ese hombre iba a matarle. Siempre trataba de ser un misterio, esa era la razón de su máscara, aunque sabía que frente a todos podía seguir siendo indescifrable. Una partida de ajedrez que nadie sabía cómo ganar o no se atrevían siquiera a probar suerte. Pero El Reclutador no. Había llegado a su vida y, lejos de cometer la temeridad de sentarse junto a él para tratar de ganar aquella partida que significaba su personalidad y desentrañar todos los complicados acertijos que encerraba su mente, había tomado el tablero —con todas las piezas perfectamente desplegadas encima— y lo había lanzado contra la pared. E In-ho no había podido resistirse a aquello. Era la primera vez que el caos parecía tener un sentido y un cuerpo que lo contenía. No solo eran llamas descontroladas que lo fundían y lo quemaban todo (aunque en ocasiones si lo fueran), sino que existía una cierta armonía en la locura que lo rodeaba. Al principio, ni siquiera le había importado entender cómo era In-ho sino que se limitaba a llegar, arrasar con todo como si fuera un huracán y largarse dejando tras de sí el desastre en su mente y la confusión en su corazón. Tiempo después, comprendió que los motivos que lo habían motivado a comportarse de aquella forma no podían ser más claros y propios de un hombre como El Reclutador: quería sinceridad. Una de las pocas cosas que sí se habían mantenido claras desde el principio —una vez que ambos se habían decidido a hablar de amor—, era lo que ambos sentían por el otro. Pero eso no significaba que le permitiera ser una versión falsa de sí mismo. El Reclutador no iba a permitirle esconderse tras aquella máscara de firmeza y de serenidad. Si hacía falta —y bien lo había demostrado en múltiples ocasiones— le obligaría a arrancarse aquella falsa personalidad, aunque tuviera que llevarle al extremo de sus posibilidades y se desprendiera de la piel en el proceso. Y entonces... le prendería fuego a sus músculos expuestos. —Está bien, In-ho —rompió de nuevo el silencio El Reclutador—. Por esta vez, jugaré a tu juego. Sus labios poco a poco se fueron alejando de la oreja, subiendo por la mejilla hasta quedar por encima de los de In-ho. Los alientos de ambos se mezclaron en el pequeño espacio que los separaba. Uno de ellos —el de In-ho— trataba de mantenerse estable, aunque apenas lo conseguía por la reducida distancia. El otro —el que pertenecía al Reclutador— en cambio, se presentaba mucho más sereno, casi como un desafío. —Jugaré... —repitió con suavidad El Reclutador, rozando con una ligereza desesperante los labios contrarios—. Pero más te vale no decepcionarme... —Pruébame —le retó In-ho. El Reclutador sonrió ante aquella respuesta y tuvo que morderse el labio para controlarse. —Eso ha sido tan adorable... —se burló juguetonamente. Antes de que In-ho pudiera siquiera intentar protestar por aquella contestación, le dio un pequeño beso, apenas un ligero roce, que le hizo callar. —Vamos a divertirnos —añadió en un susurro, justo antes de separarse. La libertad obtenida cuando ambas manos dejaron de agarrale, en lugar de significar un alivio, se convirtió en parte de la tortura que In-ho llevaba tanto tiempo experimentando. El Reclutador era su droga, y cada vez que se alejaba de él la sensación que le invadía era abrumadoramente terrible. Quería tenerle siempre a su lado, que le quemara las entrañas y le hiciera sentir que el mundo solo se componía de su locura y la sangre que dejaba a su paso. Pero no podía ser tan evidente... Ese no era el juego. En un intento por parecer lo más indiferente posible, recolocó su cabeza para que volviera a mirar al frente y luego, con sutileza, la giró hacia la izquierda para hacerse consciente del rumbo que seguía El Reclutador. Resultaba extraño; era la primera vez que lo veía realmente desde que había entrado, pero ya había conseguido destrozarle los nervios. Sus ojos instintivamente le recorrieron de arriba abajo y de vuelta hacia arriba una y otra vez, como si se encontraran ansiosos de captar todo aquello que le era ofrecido y que, por derecho, le pertenecía. Aquel hombre siempre era elegante... y tan jodidamente sexy. Envuelto en aquel traje que se ceñía perfectamente a su figura, marcando las líneas de su cintura y la fuerza de sus brazos como si fueran las líneas que indican el camino directo al infierno. Su pelo cuidadosamente engominado y peinado, y aquel rostro angelical y suave que le daba incluso la apariencia de ser alguien común y corriente, cuando todo lo que escondía era un monstruo. Un demonio camuflado entre los simples mortales. Su caminar lento y tranquilo tan solo hacia acrecentar los nervios de In-ho cuya mente no podía parar de pensar las miles de opciones con las que podría usar la corbata que El Reclutador llevaba anudada al cuello para someterle y castigarle por hacerle perder el control tan facilmente. Por fin, El Reclutador se colocó frente al sillón. Las miradas de ambos se cruzaron pero no intercambiaron una sola palabra. Existía una curiosidad compartida, un anhelo por descubrir que haría el otro ahora que se tenían frente a frente y en igualdad de condiciones. El juego estaba en marcha y las piezas se encontraban sobre el tablero pero ahora los dos se veían capaces de arrojar todo contra el suelo y destrozar una a una las figuras dispuestas. Solo quedaba saber quién haría los honores... quien sería el primero en quebrarse. Mantuvieron aquel silencio y quietud por unos instantes, tanteando meramente la idea de ganar al otro hasta que, por fin, In-ho fue el primero en realizar un movimiento: su mano izquierda, que aún sostenía el vaso de whiskey comenzó a acercarse, muy despacio, hacia sus labios, bajo la atenta mirada del Reclutador. —¿En serio? —cuestionó éste, alzando una ceja con arrogancia. In-ho alejó el vaso de sus labios—. ¿Vas a seguir sin pedirme lo que quieres? —¿Y qué es lo quiero? —preguntó a su vez In-ho. —Lo sabes perfectamente... —Tú has dicho que íbamos a jugar —le interrumpió—. Es justo que te deje mover la primera ficha. Acto seguido dejó caer hacia atrás su cuerpo y se acomodó sobre el asiento, abriendo sus piernas y recolocando sus caderas hacia adelante en un gesto provocativo y descarado. Una invitación. —¿Qué es lo que me ofreces? —le preguntó con soberbia, mientras volvía acercar el vaso a sus labios. El Reclutador resopló con fastidio. —Voy a hacer que te arrepietas de ser un idiota —amenazó, al tiempo que sus pasos se reanudaban, esta vez en una clara dirección recta hacia In-ho. —Estoy deseando verlo... —continuó provocándole. En pocos segundos, El Reclutador ya había recorrido la distancia que los separaba y se encontraba con ambas piernas colocadas entre las de In-ho. Se detuvo tan solo un instante, tal y como si analizara la situación para asestar el golpe mortal que le daría la victoria. Por fin, se inclinó un poco hacia adelante, apoyando sus manos sobre el respaldo de cuero del sofá. Luego, levantó su pierna izquierda y la colocó en el hueco que quedaba entre la de In-ho y el reposabrazos. La pierna derecha se situó de la misma forma en el lado contrario poco después, haciendo que quedara a horcajadas sobre In-ho. —¿Qué te parece mi propuesta? —preguntó con picardía El Reclutador. —Creo que puedes mejorarla... —respondió In-ho, con un tono terriblemente burlón, al tiempo que alzaba una ceja y le observaba sin ningún reparo la americana del traje. Al Reclutador no le pasó desapercibida aquella mirada y, con una notable agilidad, separó sus manos del respaldo. Aún se encontraba situado por encima del cuerpo de In-ho —sin apoyarse en su regazo—, por lo que tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para mantener la estabilidad. El aterrizaje en caso de perder el equilibrio era muy claro, y no pensaba darle aquella victoria a In-ho por nada en el mundo. Sus dedos se aferraron a las solapas de su americana y comenzó a deslizarla hacia atrás, descubriendo en el proceso los hombros blancos y bien planchados de su camisa. De la forma más rápida que pudo, se desprendió de la tela y la tiró al suelo sin ningún tipo de cuidado. —La comodidad es lo primero, ¿verdad? —dijo, moviendo de nuevo sus manos para que éstas se encontraran con el nudo de su corbata para aflojarlo. —Por supuesto... —susurró In-ho quien, casi de forma inmediata, posó su mano libre sobre la cintura de El Reclutador, ahora tan solo cubierta por la fina tela de la camisa. Aquel espectáculo estaba acrecentando cada vez más sus nervios y estaba poniendo a prueba todo su autocontrol. El cuerpo de El Reclutador continuaba levitando sobre su entrepierna. Demasiado cerca pero demasiado lejos. Tentándole. Abrumándole. Desquiciándole. Y su mano, aún con la odiosa tela de la camisa separándole de la piel, podía notar como los músculos, firmes y fuertes, de su pareja se contraían en cada ligero movimiento que éste hacía. Las rodillas de El Reclutador se apretaban contra sus muslos haciéndole cada vez más consciente de la poca distancia a la que se encontraban el uno del otro y cómo ésta se rehusaba a desaparecer por el bien de su mente. Iba a terminar volviéndose loco. —¿Tan rápido te despistas, In-ho? Aquellas palabras golpearon sus oídos con fuerza, atrayendo de forma instintiva su atención hacia los ojos de El Reclutador, que le observaba con una ceja alzada en actitud arrogante y una media sonrisa impresa en los labios. Se había perdido de forma inconsciente entre la bruma de las sensaciones, convirtiendo a su cuerpo en un contenedor de carne y hueso que funcionaba de forma automática. Y resultaba evidente que El Reclutador se había percatado de ello. —Perdóname —respondió sin aliento. Su respuesta sonó con una sinceridad sangrante, casi como si temiera que el castigo por aquella actitud incontrolable fuera el cese de todo aquello. La pausa que significaría la pérdida de lo único que podía hacer que su pene dejara de torturarle con súplicas y gritos desesperados. En un movimiento inesperado, El Reclutador —quien se había limitado a observarle con aquella mirada tan altiva como siempre— le arrebató el vaso de whiskey que aún sostenía en su mano izquierda. Luego, bajo la atenta mirada de In-ho, se lo llevó a la boca y, de un trago, se bebió todo el contenido. In-ho pudo contemplar como poco a poco, casi en cámara lenta, aquella deliciosa bebida que no era más que agua ante la droga que significaba El Reclutador, desaparecía por la garganta del otro hombre. La nuez se balanceaba de arriba hacia abajo, imitando de forma inconsciente el vaivén de un barco que se enfrenta a una terrible tormenta. Sin que apenas su mente le pidiera permiso para ello, ésta comenzó a llenarse de demasiadas imágenes en las que aquella boca no desperdiciaba su talento con un fino borde de cristal, sino que empleaba todos sus trucos en satisfacerlo a él, engullendo en cada uno de los sorbos un nuevo tramo de su polla. Aquellas pequeñas imaginaciones se descontrolaron y ardieron cuando un fino hilo dorado se deslizó por una de las comisuras, abarrotando su cerebro con la imágenes de un Reclutador que se ahogara con el semen que él mismo había hecho salir y que, incapaz de contenerlo todo, dejaba salir una fina línea blanca que resbalaba por la mejilla. Instintivamente, la mano izquierda de In-ho —ahora libre— se colocó sobre el otro lado de la cintura de El Reclutador y los dedos se aferraron con fuerza a la carne vestida, pagando con aquel cuerpo que aún no podía ver en su plenitud, la frustración de sus deseos. Cuando el vaso al fin quedó vacío, El Reclutador bajó la cabeza y permitió que sus miradas se reconectaran. La ligera sonrisa que adornó sus labios le hizo saber al instante que había descubierto como el curso de las últimas acciones le habían afectado. El Reclutador le llevaba ventaja. —No te preocupes... —le susurró éste con picardía. Su cuerpo se inclinó hacia el lado derecho, permitiéndole dejar el vaso sobre la mesilla que se encontraba junto al sofá, antes de volver a su posición inicial y clavar sus ojos firmemente en In-ho. —Sé como recuperar tu atención... —añadió, agrandando su sonrisa. Antes de que In-ho pudiera reaccionar, El Reclutador se dejó caer de golpe hacia abajo. Un gemido compartido explotó en la garganta de ambos, producto de una satisfacción propia del alivio experimentado tras soportar una enorme presión y tortura. Los dedos de In-ho se apretaron con más fuerza sobre los huecos de la cintura y sus caderas se alzaron de forma instintiva, buscando romper cualquier pequeño hueco que aún les separara. —Joder... —jadeó casi sin aliento. El Reclutador sonrió con suficiencia. Había ido apretando cada una de las tuercas que sabía que componían el cerebro de In-ho hasta despertar sus instintos más primitivos. El tablero volvía a estar en el suelo y sus manos estaban cubiertas de astillas. Ya no existía ninguna máscara, física o mental, que le privara del hombre que realmente amaba. Ese hombre salvaje que se dejaba llevar por su más pura y oscura naturaleza; aquel cuyos únicos deseos residían en cada tramo de su piel. Sin dejar apenas tiempo intermedio, El Reclutador comenzó a mover sus caderas hacia adelante y hacia atrás, ejerciendo toda la fuerza que fue capaz de reunir en su abdomen para mantener el equilibrio además de un ritmo constante y lento. Desesperante. —¿He mejorado mi propuesta? —preguntó juguetonamente mientras apoyaba sus manos sobre los hombros de In-ho, en un intento por mejorar sus balanceos. —Con creces —gimió entre jadeos In-ho. Aquella respuesta, cargada de la sinceridad que solo un hombre consumido por el anhelo y la pasión puede emitir, hizo sonreír al Reclutador. Una curva en sus labios que se presentaba tremendamente peligrosa y satisfecha, como si supiera que, a pesar del aspecto de In-ho y de sus palabras tan reveladoras, aquello no significaba siquiera la totalidad del incendio que estaba bullendo en sus entrañas y se esparcía a cada segundo por sus nervios. Seguía sin ser suficiente. De un momento a otro, In-ho sintió un fuerte tirón que le obligó a inclinar la cabeza hacia atrás. Su respiración volvió a entrecortarse mientras su mente funcionaba a toda velocidad tratando de comprender lo que ocurría. —Creo que sigo pudiendo hacerlo mejor... —le susurró El Reclutador. Enfocó su mirada en él y al fin lo comprendió: la mano que hasta entonces se había mantenido sobre su hombro izquierdo se había movido y ahora se encontraba enredada en el pelo de la nuca, controlando su postura y restringiendo sus movimientos bajo la voluntad de El Reclutador. Un nuevo torrente de sangre le bajó directamente desde la cabeza hasta la polla. Su pareja tenía una habilidad realmente impresionante para hacerle perder los nervios. El caos era el reino que El Reclutador habitaba de forma permanente así que allí, entre las ruinas de su cordura y los cimientos del descontrol, se encontraba a merced de sus deseos y caprichos. Aunque eso no le dejaba como un mero espectador del juego. —Me encantaría... ah... comprobarlo... —gimió con una sonrisa arrogante impresa en los labios. Pudo sentir como El Reclutador reacomodaba sus dedos sobre el pelo de su nuca, tomando más en el proceso, justo antes de que un nuevo tirón le hiciera doblar más el cuello hacia atrás. Aquel movimiento fue acompañado por El Reclutador quien, con una rapidez asombrosa, acercó su cara hacia la suya dejándolas a muy pocos centímetros de distancia. Sus labios volvieron a rozarse muy suavemente, sin decidirse nunca a unirse. —Jodido masoquista... —le susurró El Reclutador. Ambos sonrieron al mismo tiempo y, de la forma natural que correspondía a su cercanía, no tardaron ni un segundo en romper con aquella miserable distancia que les separaba, privándoles del fuego ajeno. El contacto se sintió eléctrico, casi capaz de hacer saltar chispas por la intensidad que desprendía. No existía un ritmo que seguir ni reglas que cumplir, solo había búsqueda y necesidad. Un reencuentro ansiado y que se había visto retrasado por sus estúpidos deseos de generar intriga y torturarse mutuamente. Lenguas que por fin podían conocer el sabor de la boca que por tanto tiempo —más de una eternidad en el lenguaje del anhelo y el ansia— había permanecido fuera de su alcance. Mordidas que se presentaban como una amenaza continua de endurecerse y arrancar la sangre para unir nuevos sabores a su baile de locura y destrucción. Sin explicaciones que dar. Solo sentimientos y acciones para demostrar. Una pertenencia mutua que solo era de ellos y de nadie más. El infierno en el que solo ellos ardían y hacían arder al otro. Por fin, impulsados por el instinto de respirar, sus bocas se separaron y los jadeos se convirtieron en lo único que llenaba el silencio. Ambos, demasiado preocupados por el beso, no se habían percatado de que habían arrastrado hasta el límite de sus capacidades a sus pulmones, que ahora se contraían violentamente, tratando de regular sus erráticas respiraciones. A juzgar por el dolor que reinaba en sus pechos, resultaba evidente que llevaban un buen rato convirtiendo aquella actividad vital en un factor secundario. Casi podría decirse que habían estado cerca de ahogarse en la boca del otro... Pero, ¿acaso aquello importaba siquiera? —¿Qué te ha parecido eso? —le preguntó El Reclutador. Su voz sonaba aún débil y estrangulada producto de la falta de oxígeno suficiente, pero también arrogante y provocativa. Además, la sonrisa que había esbozado antes del beso continuaba allí, retadora y desafiante, y el balanceo de sus cuerpos había adquirido una nueva fuerza y ritmo, haciendo que el roce de su polla con el trasero de El Reclutador fuera cada vez más intenso. Aquello era demasiado. Sin responder, In-ho apartó su mano derecha de la cintura de El Reclutador y la encajó sin ningún cuidado en su nuca, atrayéndolo de nuevo hacia él. Pero, en esta ocasión, el objetivo no fueron los labios. Eso habría sido demasiado evidente y la única forma de comenzar a ganar batallas, era pillando por sorpresa al Reclutador. Tal y como In-ho había previsto, El Reclutador se preparó para recibir un nuevo beso y, en consecuencia, cuando desvió el rumbo de los labios hacia el cuello, esto descolocó a su pareja. —Hijo de... Aquellas palabras, emitidas como un jadeo sin aliento, fueron lo único que consiguió decir El Reclutador antes de que In-ho comenzara a repartir besos húmedos por todo el lateral de su cuello expuesto y vulnerable, callándole irremediablemente. Los jadeos y gemidos se encargaron de reemplazar cualquier reproche o queja que quisiera emitir e In-ho, en el ejercicio de ganar aún más poder del que acababa de obtener, se encargó de que estos se sucedieran de manera continua, moviendo con habilidad su lengua por toda la piel que le era accesible (teniendo en cuenta la presencia de la camisa) y relevando al Reclutador en su balanceo con una serie de embestidas directas y firmes hacia arriba. El calor fue expandiéndose en oleadas por sus cuerpos, arrastrándose por el interior de su ropa y convirtiéndola en algo tremendamente molesto e innecesario. Asfixiante. —Joder... —jadeó de nuevo El Reclutador, tratando de recuperar el ritmo de sus caderas para contribuir a la fricción de sus cuerpos—. In-ho... El cerebro de In-ho echó chispas al escuchar su nombre siendo coreado con un tono tan parecido a la veneración. Podía sentir la droga inyectándose en su torrente sanguíneo, apretando más sus pantalones y acelerando el ritmo cardiaco. Repentinamente, separó su boca del cuello de El Reclutador y usó el agarre que aún mantenía sobre su nuca para situar sus rostros uno frente al otro. La boca de éste se movía lentamente al compás de sus jadeos entrecortados y sus labios temblaban como consecuencia de la profunda estimulación que había experimentado durante los últimos minutos. Estaba hermoso. Destrozado y hermoso. In-ho abrió la boca para hablar. Se moría de ganas de decirle cuánto le amaba, cuánto anhelaba recorrer cada rincón de su cuerpo con la boca, cuánto deseaba redescubrir los sabores que se encontraban impregnados en su piel, cuánto... —Señor. La sangre de ambos se heló en sus venas. Aquella voz, cubierta por el inconfundible velo de la artificialidad propia de los moduladores de las máscaras que usaban todos en aquel lugar, evidentemente no correspondía a la de In-ho. Debido a la posición que mantenían, y que imposibilitaba a In-ho darse la vuelta, solo El Reclutador pudo alzar la vista, con sus ojos cubiertos por las lágrimas de placer y la más pura de las frustraciones, para descubrir al intruso que les había interrumpido. Una máscara con el dibujo de un cuadrado impreso sobre la negra superficie le saludó directamente. Acompañado aquel distintivo —que marcaba la pertenencia a uno de los puestos más altos dentro de la jerarquía entre los guardias—, se encontraba un traje igualmente negro cuya cremallera de cierre había sido pintada del color púrpura que lo distinguía claramente de los monos rosas que usaban el resto de subordinados. El Reclutador frunció el ceño. Joder, iba a matar a ese imbécil. —Lamento molestarle, señor —volvió a hablar el Oficial Enmascarado, su voz robótica sonando indiferente tras la máscara—. Uno de los Vips está en videollamada y exige verle... —¿Siempre tienes que ser tan oportuno o es que estamos de suerte? —le interrumpió El Reclutador, con los dientes apretados. No le podía estar haciendo esto de verdad. —Señor —volvió a hablar el Oficial, aún dirigiéndose solo a In-ho—. Se trata de un asunto que no puede esperar. In-ho gruñó. Su polla seguía apretada contra el trasero de El Reclutador. Palpitaba, marcando la clara necesidad de encajarse hasta las entrañas de ese cuerpo que veneraba con la intensidad que solo un hombre como El Reclutador podía generarle. Aquello era demencial. —Dame cinco minutos —murmuró al fin, ignorando la mirada llena de fuego que le lanzó El Reclutador—. Ahora, lárgate. —Si, señor. De inmediato, pudo escuchar el chirrido de los zapatos al girar sobre el mármol del suelo y los pasos de aquel individuo retumbaron por el pasillo hacia el ascensor hasta desaparecer por completo. El silencio, espeso y doloroso, cayó sobre sus cuerpos aún enredados como un cubo de agua fría. El Reclutador volvió a mirar a In-ho, escudriñando cada rincón de su mirada como si tratara de encontrar una grieta por la que infiltrarse y convencerle de que no se marchara. Pero su búsqueda quedó frustrada por una realidad demasiado evidente como para ignorarla: habían bastado tan solo unos segundos y la presencia del Oficial Enmascarado para que In-ho volviera al punto de inicio. El Reclutador cerró los ojos, tomó aire y lo expulsó con fuerza. Podía escuchar la respiración entrecortada que indicaba el esfuerzo realizado minutos antes, a su nariz llegaba el olor a sudor y sus manos aún se encontraban aferradas a la tela del traje y al pelo de In-ho. Pero ahora todo era diferente. La máscara volvía a estar allí. —El Líder tiene trabajo que atender... —dijo al fin, abriendo de nuevo los ojos. La mirada de In-ho le recibió de inmediato, excavando en cada una de sus expresiones para descifrar como aquella interrupción le había afectado. Sin embargo, El Reclutador no necesitaba tal análisis. Frente a él era un libro abierto y con letras mayúsculas que reflejaban cada una de sus emociones cuando así lo deseaba, por lo que era perfectamente visible su molestia. Y así le fue confirmado cuando, lenta y bruscamente, éste comenzó a bajarse de su regazo, sin apartar en ningún momento la vista de él. El aire frío impactó en su piel ardiente, como si formara parte de un castigo. El Reclutador lo observaba, con su mirada casi exigiendo que se retractara, que lo tomara por la muñeca y le hiciera subir nuevamente para concluir con lo que ambos habían construido. Aquello que no merecía ser destruido por ninguno de los Vips y mucho menos por el Oficial Enmascarado. Pero no era posible. Los zapatos de El Reclutador resonaron contra el mármol del suelo como la cuchilla de una guillotina que chocaba contra el marco de madera tras acabar, una vez más, con una vida. Aunque el culpable —Hwang In-ho—, seguía allí. El Reclutador se apartó por completo, caminando hacia atrás para dejar espacio de maniobra a In-ho quien, tras tomar la máscara que había permanecido en la mesilla, se levantó del sofá. —No tardaré mucho —dijo al fin, tratando de mantener un tono firme en la voz aunque, inevitablemente, se notaba que aquella separación también le dolía. Sus pantalones aún le apretaban y la presencia de El Reclutador, con su semblante privado de la americana de su traje, el nudo de la corbata completamente deshecho, la camisa llena de arrugas y el rostro enrojecido y sudoroso, no contribuía en nada a su estado. Le encantaría mandarles a la mierda. A todos. Y lanzarse contra aquel hombre para estamparle contra la pared y follárselo ahí mismo sin pensar en las consecuencias que su actitud tendría. Pero ese era el problema: las consecuencias. Unas consecuencias que no solo le afectarían a él sino también al Reclutador, aunque a éste poco le importaran. —Espérame en nuestra habitación —añadió. Un ligero brillo cruzó la mirada de El Reclutador. In-ho le ofrecía cambiar las tornas; convertir el fin del juego en un aplazamiento del mismo. La promesa de continuar con lo que se había iniciado. Como si saldara una deuda. —Como ordene, Líder —respondió, colocando sus manos tras la espalda y juntando sus pies para adoptar una actitud mucho más formal que, bajo aquellas circunstancias, resultaba burlesca. In-ho chasqueó la lengua pero no dijo nada. En cambio, se limitó a enganchar la máscara y a colocarse la capucha del traje sobre la cabeza, aún bajo la atenta mirada de El Reclutador. Luego, giró sobre sus talones y dirigió sus pasos hacia el pasillo que, como al Oficial Enmascarado, le llevaría hasta el ascensor. Pero, justo al llegar a la mitad de aquel camino, se detuvo repentinamente. —Y procura portarte bien —le ordenó sin girarse. El Reclutador esbozó una sonrisa divertida. Su voz había sonado asquerosamente antinatural tras aquella máscara pero igual de firme que siempre. Seguía siendo su In-ho, ese hombre que siempre quería poseer el control y que tanto sufría y disfrutaba cuando lo perdía por su culpa. Aquel hombre que amaba someter y ser sometido con la violencia de la astucia y la picardía. Ese que, aún conociéndole a la perfección, le exigía obediencia. Ya bajo circunstancias normales no era algo que él fuera a darle o, al menos, no de forma sencilla. Pero, atendiendo a los acontecimientos previos, existía una realidad que resultaba innegable e inamovible. In-ho no merecía aquella obediencia.
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