ID de la obra: 898

Las Deudas Se Cobran (El Reclutador x In-ho)

Slash
NC-21
Finalizada
2
Tamaño:
67 páginas, 23.480 palabras, 4 capítulos
Descripción:
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Extra Fluff: Una Deuda De Cuidado

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Los besos de In-ho continuaron esparciéndose delicadamente por sus hombros y chocando de vez en cuando por su nuca y su cabeza. El Reclutador, ronroneaba bajo su toque, disfrutando cada una de las muestras de cariño que su pareja le estaba proporcionando. Pronto, las manos de In-ho comenzaron a deslizarse por el dorso de sus manos, atravesando los antebrazos y los bíceps hasta llegar a los hombros, que se hundieron ligeramente ante el contacto. Al mismo tiempo, un ligero jadeo escapó de los labios de El Reclutador, mostrando su satisfacción por el gesto. In-ho esbozó una media sonrisa. Le gustaba aquello. Esos momentos de calma que ambos podían compartir en el silencio de su habitación y bajo el amparo de la comodidad que la presencia del otro les hacía sentir. A pesar de que las manos de ambos se encontraran manchadas de pólvora y sangre, significaban un remanso de paz cuando se encontraban juntos. Una calidez que les cubría los corazones con su cariñoso manto y hacía que sus mentes se mecieran en aguas tranquilas y calmas. Un hogar. Un hogar construido por los fuertes muros de sus abrazos, de brillantes ventanas acristaladas por sus miradas y cuyas alfombras se extendían suaves y aterciopeladas por los besos. Pronto, las manos de In-ho se deslizaron por los omóplatos, al mismo tiempo que los besos comenzaban a bajar por su columna, en un ritmo pausado que casi le permitía conocer cada línea que conformaban sus labios. Aquellos registros visuales que tantas veces había admirado y recorrido con su propia boca. Cuando llegó a la espalda baja, alzó un poco la cabeza y dirigió su atención hacia las nalgas de El Reclutador, besando primero una y después la otra, mientras sus manos continuaban resbalando lentamente por los costados de su pareja, acariciando con veneración sus costillas, su cintura y sus caderas. —¿Te encuentras bien? —le preguntó en un susurro, justo antes de dar un nuevo besos sobre la nalga derecha. Sus acciones resultaban vulnerables y sumisas considerando su actitud anterior, pero comportarse de aquella forma era una de las preferidas de In-ho para demostrarle su cariño. Amaba su cuerpo; se lo había dicho en incontables ocasiones y lo había demostrado miles de veces acariciándolo con deseo. Pero eso no bastaba. Quería que, una vez disipados los vapores de excitación, El Reclutador siguiera siendo consciente de lo mucho que veneraba su cuerpo, recorriéndolo con todo el respeto y cariño que una piel como la suya merecía. —Estoy muy bien... —susurró éste, removiéndose en las sábanas con satisfacción. —Bien... —murmuró In-ho con cuidado. Los besos volvieron a deslizarse más abajo, cubriendo los muslos de ambas piernas con su ternura hasta que llegó a los gemelos. A cada paso que daba, iba alejándose de su pareja y acercándose cada vez más hacia el borde de la cama. Necesitaba salir del colchón, pero quería evitar que la separación resultara "traumática". —Voy a limpiarte, ¿de acuerdo? Ya había conseguido sacar la parte inferior de su cuerpo, y lo único que se mantenía en contacto con El Reclutador eran sus manos, cuyos pulagres masajeaban con delicadeza las plantas de los pies. Por toda respuesta, recibió un gruñido adormilado que le arrancó una nueva sonrisa. —Muy bien... —susurró, apartando al fin sus manos por completo. Para su orgullo, El Reclutador se mantuvo tranquilo y apacible sobre el colchón, disfrutando de la calma reinante y el recuerdo de sus atenciones vibrando en la piel. Una vez estuvo fuera de la cama, se dirigió inmediatamente hacia la puerta corredera que conducía al baño. Tomó uno de los tiradores de la puerta corrediza y la deslizó hacia el lado que correspondía, abriéndola lo suficiente para que pudiera pasar. El espacio recubierto de mármol blanco decorado por finos hilos negros y dorados le dio la bienvenida con su esplendor. Siempre continuando con la elegancia y los deseos de marcar su huella en cada rincón, El Reclutador había decorado todas las paredes con aquella piedra que le parecía tan noble como refinada. Además, había distribuido el gigantesco espacio de tal forma que permitiera la presencia de una enorme bañera con jacuzzi incorporado (situada a la izquierda), una ducha de cristaleras transparentes (colocada a la derecha) y junto a ésta un pequeño muro —también de mármol— que separaba del conjunto el espacio reservado para el retrete. Pero, sin lugar a dudas, el detalle favorito de In-ho se encontraba nada más entrar: un espléndido mueble en el que se habían instalado dos lavabos, equipados con grifos de oro y, en la parte baja, una gran cantidad de cajones para que ambos pudieran guardar sus objetos de aseo. Todo ello, además se encontraba coronado por un gran espejo que cubría el mismo espacio que el mueble. In-ho no pudo evitar sonreír al recordar todas aquellas veces en las que se habían lavado la cara frente aquel espejo al despertar por la mañana y como, en otras tantas felices ocasiones, aquella rutina se había convertido —sin que ninguno de los dos pudiera explicar cómo— en una guerra de agua en la que ambos habían terminado empapados. Sus pies se movieron instintivamente hacia aquel mueble cuyo espejo había sido testigo privilegiado de la parte más escondida que guardaban sus almas. Aquella donde la ternura y el cariño eran la única religión, y los besos y abrazos los alimentos sagrados. Al llegar junto al mueble, sus ojos brillaron al observar toda la selección de productos para la piel y el pelo que ambos tenían repartidos en sus respectivos lugares y como ninguno de los botes de uno y otro lado se parecían con los del contrario. Esa era la clave de su relación: las diferencias que marcaban un campo de batalla ideal y que, por decisión propia y de sus corazones, habían convertido en una pista de baile en la que permitían a sus cuerpos danzar unidos. Frágiles y vulnerables. Enredados por los hilos irrompibles que habían tejido para que nunca nadie fuera capaz de separarles. Su mirada, de forma natural ante aquellos pensamientos, se dirigió al centro del mueble, en ese punto exacto en el que se marcaba la línea de separación entre un lado y otro. Una frontera invisible que se veía violada por la presencia de un vaso de cerámica en cuyo interior se encontraban dos cepillos de dientes: uno rojo y otro azul. Como el ddajki que les había unido. La sonrisa en los labios de In-ho se amplió enormemente, recordando el momento en el que sus caminos se habían cruzado. Durante noches enteras, cuando por fin salió de los juegos, tuvo pesadillas con aquel día pero, pasado el tiempo, aquel recuerdo se había convertido en uno de los más hermosos que almacenaba dentro de su mente. Dejando a un lado todos aquellos dulces pensamientos, volvió a centrarse en la tarea que le había traído hasta allí. Su cuerpo se dobló hacia adelante para poder abrir uno de los cajones que se encontraban en la parte más baja del mueble. Al hacerlo, pudo contemplar una enorme selección de toallas, blancas y limpias, de muchos tamaños diferentes. Tomó dos de ellas, de un tamaño mediano, y volvió a erguirse. Luego, giró la llave del grifo para que ésta se posicionara en el agua caliente y la abrió. Al instante, un chorro de agua escapó de la boca del grifo y, pronto, comenzó a emitir un ligero vapor. Sin perder un instante, In-ho introdujo una de las toallas bajo el chorro y la dejó caer sobre la cerámica del lavabo para que ésta se empapara con el agua cálida. Mientras esperaba, se dirigió hacia el lavabo derecho, que pertenecía al Reclutador, y giró la llave, esta vez posicionándola en el agua fría. Cuando el chorro salió, dejó caer de la misma forma la toalla que aún le quedaba y volvió a dirigir su atención a la primera. Con sumo cuidado, comprobó la temperatura que ésta había alcanzado y al reconocer un estado acorde a lo que necesitaba, cerró la llave y la tomó. Tras escurrir el exceso de agua y, tras corroborar una vez más la temperatura, se encaminó fuera del baño, dejando que el agua gélida empapara la otra toalla. Al cruzar de nuevo la puerta de madera, pudo comprobar que El Reclutador no se había movido de su sitio. Continuaba allí tumbado, con el rostro cubierto por un velo de serenidad que resultaba de lo más apacible y calmado. —¿Estás cómodo? —preguntó con ternura In-ho, mientras se dirigía a los pies de la cama. —No te haces una idea... —fue la respuesta de El Reclutador. Pero a In-ho no le hacía falta imaginarlo. Su voz, tan calmada y relajada le había hablado de cómo su cuerpo se hundía en la suavidad de las sábanas y como su mente aún continuaba flotando entre las nubes del orgasmo. Aquellas que In-ho había apartado por unos instantes para encargarse de él, con todo el cariño y el amor que le cabía en el pecho. Al llegar junto a los pies de la cama, In-ho se subió de nuevo al colchón hasta situarse por encima de El Reclutador. —Si llega a dolerte, quiero que me avises —le pidió, abriendo con su mano derecha las nalgas de su pareja para permitir una visión más clara de su entrada. Ésta, palpitaba suavemente y, a juzgar por los pequeños caminos de color blanco que se dibujaban hacia abajo, cruzando los testículos de El Reclutador hasta caer sobre la cama, llevaba un buen rato ejerciendo aquel movimiento para expulsar el semen de su interior. —Tú mandas... —le respondió burlonamente El Reclutador. In-ho hizo rodar sus ojos, divertido ante la actitud del otro hombre. Luego, acercó la toalla empapada por el agua cálida hasta la entrada y comenzó a frotar con delicadeza los pliegues arrugados, arrancando cualquier pequeño resto que aún pudieran tener impregnados. Cuando ésta estuvo limpia, pasó a los testículos, lavando a consciencia cada rincón para que no quedara el más mínimo rastro de eyaculación. Una vez estuvo convencido del resultado, tiró la toalla a un lado y usó sus dos manos para abrir las nalgas, comprobando el resultado. —Mañana me vas a odiar... —dijo, observando la entrada hinchada y enrojecida que aún permanecía latente entre las piernas de El Reclutador. —No ha sido para tanto —le interrumpió éste. In-ho enarcó una ceja y, en un rápido movimiento liberó de su agarre las nalgas de El Reclutador. Luego, se inclinó hacia adelante, apoyando sus manos a los costados de su pareja y estiró todo su cuerpo para que se situará justo por encima de éste, tal y como si le acechara. —¿Ah no? —cuestionó divertido y, apoyando su pene flácido sobre el muslo izquierdo, añadió—: ¿Quieres una segunda ronda? Una sonora carcajada escapó de los labios de El Reclutador. —Como si pudieras... —Te puedo meter otra vez tu juguetito y dejarlo encendido toda la noche —amenazó In-ho. —Vete a la mierda... —escupió El Reclutador. —Sigues siendo un malcriado —respondió a su vez In-ho. El Reclutador giró levemente su cabeza, mirándole por encima del hombro. —¡No soy un niño! —protestó. —Es cierto, no me van esas cosas —se burló In-ho—. Pero eso no quita que seas un malcriado. Y, de forma repentina, movió sus manos hacia la cintura de El Reclutador y comenzó a rascar la zona, provocando que su pareja estallara en carcajadas. Una de las primeras debilidades que había descubierto que su pareja tenía eran las cosquillas, que le hacían perder el control total de su cuerpo y se encontraban localizadas principalmente en el cuello y la cintura. Desde entonces, había amado usar aquella información para arrancarle aquellas alborotadas risas que tanto significaban para él. Mientras El Reclutador se retorcía en el colchón, dando patadas a todos los lados y tratando de zafarse de las manos de In-ho, éste no pudo evitar reconocer la hermosura que habitaba en las facciones de su pareja, ahora engullidas por el tono rojizo que la falta de oxígeno suficiente y el esfuerzo provocaban. Pasados unos instantes, In-ho le soltó, permitiéndole recuperar la libertad y el control de su respiración. —Tienes una toalla con agua fresca en tú lavabo —le informó, mientras El Reclutador luchaba contra los últimos espasmos de la risa—. Ve a refrescarte un poco mientras yo cambio las sábanas. Cuando por fin consiguió estabilizarse, El Reclutador le miró a través de sus ojos húmedos por las lágrimas provocadas por la risa. —Joder, en serio deberías hacerte pruebas para ver si eres bipolar o algo así —le dijo éste, con una sonrisa divertida en los labios. —Mira quién fue a hablar —respondió con falsa indignación In-ho observándole de arriba a abajo—. Pasas de ser una perra en celo que quiere a toda costa que lo monten a un cachorrillo que solo quiere que le cuiden y le mimen en cuestión de segundos. —Eres un imbécil —escupió sin maldad El Reclutador, deslizándose por fin lentamente fuera de la cama. —Pero me amas así —canturreó In-ho observando como su pareja se dirigía hacia el cuarto de baño. —Muy a mi pesar —bromeó éste, justo antes de desaparecer tras la puerta de madera. In-ho puso los ojos en blanco y esbozó una sonrisa. Era feliz. Después de mucho tiempo odiándose a sí mismo y toda la historia que cargaba sobre sus hombros, podía decir que al fin había encontrado la verdadera felicidad, incluso en el lugar en el que menos podía imaginar que lo haría. Cuando sus oídos captaron el cierre del grifo, se levantó de la cama y se acercó al lado izquierdo de ésta donde había un pequeño armario en el que guardaban las sábanas. Deshizo toda la cama y tiró las sábanas cubiertas por las manchas de semen y sudor al suelo. Los guardias que se encargaban de limpiar la habitación mientras ellos trabajaban las recogerían por la mañana. Luego, extendió las sábanas limpias por el colchón, estirándolas para que quedaran perfectamente lisas. Eran del mismo color que las que acababa de quitar ya que El Reclutador había insistido mucho en hacerse con varios juegos de aquellas mismas sábanas para mantener la estética que había diseñado para aquel espacio. Justo cuando estaba terminando de colocar las almohadas junto al cabecero de la cama, vio al Reclutador aparecer tras la puerta corrediza. Éste, dirigió primero su mirada hacia el revoltijo de sábanas que In-ho había tirado al suelo y luego hacia él. —Tus subordinados te van a odiar —dijo con una sonrisa pícara, al tiempo que comenzaba a acercarse hacia la cama. —Sabes que solo me interesa la opinión de uno de mis subordinados... —respondió In-ho y, mirándole de arriba abajo, añadió—: Que además es el único que tiene un cuerpo de escándalo... —Eres un pervertido —se burló El Reclutador, lanzándole una de las almohadas que fue rápidamente atrapada. —Mira quien fue a hablar, el que se masturba con una réplica de mi pene porque me echa de menos. El Reclutador hizo un puchero y frunció el ceño con indignación, provocando una carcajada de In-ho. —Tú eres el que encargó el molde —trató de defenderse El Reclutador. —No te vi quejarte cuando te lo regalé —dijo a su vez In-ho, comenzando a subirse a la cama. Luego, comenzó a gatear hasta llegar al borde derecho de la misma —junto al que se encontraba su pareja— y, sin darle tiempo a reaccionar, le agarró de la muñeca y tiró de él, obligándole a caer de rodillas en el colchón. Una vez allí, le atrapó entre sus brazos, en un abrazo lleno de ternura y cariño. —Sigues siendo un pervertido —espetó El Reclutador, enredando sus piernas con las de In-ho y enterrando su cabeza en el pecho de éste. Seguían estando desnudos, pero ahora el calor que irradiaban sus cuerpos se presentaba suave y romántico. No existía nada que se le pareciera a los instintos salvajes e incontrolables que les había dominado hacía menos de media hora. Solo existía la ternura y el afecto que cubre los cuerpos unidos por los finos y enrojecidos hilos del amor. —Y tú —susurró In-ho, dándole un pequeño beso en la frente—, sigues siendo lo que siempre quise tener. El cuerpo de El Reclutador se acurrucó más entre los brazos de su pareja, como un pequeño pájaro recién nacido que busca el calor del plumaje materno. —Te amo —murmuró con suavidad y, tras dar un pequeño beso en la clavícula de In-ho, añadió—. Aunque a veces seas un idiota. In-ho pudo notar como los latidos de su corazón se trasladaban hacia el cuello, recordándole una vez más que, por mucho que a veces quisiera renegar de él, seguía estando allí. Y, como en otras tantas ocasiones anteriores, In-ho agradeció aquel hecho porque, de aquella forma, era capaz de disfrutar de lo que tenía y guardaba ahora entre sus brazos. Ese monstruo de pelo negro y ojos marrones y brillantes que parecía observar el mundo como si lo supera todo y no hubiera nada más que pudiera descubrir. El monstruo cuyos rugidos se convertían en suaves cantos y gemidos cuando ambos estaban juntos. Un monstruo que le había devuelto las ganas de vivir y experimentar, adornados su piel con los besos más tiernos que había conocido y le había arropado con su dulce presencia en las heladas tormentas de su mente. Aquel monstruo... Que le hacía sentir tan humano.
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