Capítulo 3: El harén
9 de diciembre de 2025, 23:41
Janice había sido traída de nuevo a otra parte del palacio que no conocía. Este era una especie de salón en la punta de una torre, a juzgar por la vista que se veía por los cuatro ventanales de las paredes. Entraba una buena cantidad de luz, aunque la alfombra era de un rojo intenso, parecía resplandecer más que absorber la luz. Fuera de ello, no había nada más en esa sala más que divanes o sillas pequeñas.
Cuando la habían mandado ir a lavarse y peinarse, Janice creyó con cierta resignación que Jocsan vendría de nuevo por ella como la mayoría de las noches. Para este punto ya se había convertido en una costumbre, el rey iba hasta ella para imponer su fuerza por encima de ella y luego se iba sin ningún problema.
Pero ahora, Janice veía que no era el caso. Esto era algo más.
El sirviente, Raspin, era el que tenía entre las manos la cadena que conectaba con las esposas en las muñecas de Janice. Él se complacía jalándola de vez en cuando, con un movimiento seco, casi juguetón, para mirar su reacción al dar un respingo. No hablaban, pero Janice le transmitía su odio a través de la mirada mientras él le daba una probada de su deseo lleno de lujuria. En la tercera ocasión, Janice respondió tirando de la cadena en el sentido contrario, sorprendiendo al sirviente con su fuerza.
No permanecieron solos mucho rato, antes de que pudiera pasar algo más, por la puerta entraron varias personas. Eran muchos hombres y muchas mujeres de distintas edades, algunos iban desde los dieciocho hasta los cuarenta y cinco. Pero todos tenían un denominador común, eran hermosos y sus cuerpos eran deseables.
Janice tragó en seco ante ese espectáculo de belleza al que ella no se sentía a la altura en ningún sentido. Apartó la vista cuando todos empezaron a desvestirse de sus túnicas delicadas. Eso fue demasiado, Janice ya tenía una idea de a qué se enfrentaba solo con esto. Distinguió aquí y allá algún precioso sexo de color melocotón bajo los rizos del vello púbico o unos pechos que se agitaban con la respiracion. Muchos de los hombres estaban dolorosamente erectos, como si no pudieran controlarlo.
Cuando todos estuvieron desnudos, el sirviente se acercó a Janice. Aunque se sentía horrorizada, el sexo le dolía secretamente de deseo.
Con un tajo practicado en una de los extremos de la ropa áspera de la joven, esta empezó a caer rota al suelo. Y el corazón de la chica se desbocó ante esto, sea lo que sea que pasaría, ella estaría incluida.
Raspin empezó a desvestirla y ella no tuvo más remedio que dejarse hacer. Raspin se arrodilló. Sus manos separaron sus muslos con firmeza reverente; el primer roce de su lengua fue un latigazo. Lamió de abajo arriba, abriendo los pliegues con la punta, saboreando el néctar que ya goteaba. Janice dio un traspiés hacia atrás, el fuego estallando en su vientre; sus rodillas cedieron, pero él la sostuvo por las nalgas, hundiendo la cara más. La barba raspó la piel sensible, la lengua se hundió en su entrada, succionando con avidez, luego subió al clítoris y lo rodeó en círculos rápidos.
El placer era tan intenso que Janice sintió lágrimas en los ojos; sus caderas se movieron solas, frotándose contra su boca, buscando más. Él gruñía contra su carne, vibraciones que la atravesaban, sus dedos abriendo más sus pliegues para hundir la lengua profundo en su entrada, follándola con ella en embestidas húmedas y obscenas.
Raspin se incorporó lentamente, con el brillo húmedo en sus labios que lamió con gusto, como si fuera miel. Y la miró con ojos hambrientos. Le transmitió con esa mirada todo lo que deseaba hacerle con esa sonrisa.
Los demás en la sala rieron suavemente al ver la reacción de la joven. Es claro que para ella un beso como aquel por un desconocido no era algo normal. Janice se ruborizó, principalmente porque le había encantado ese toque obsceno y porque moría por repetirlo. Desvió la mirada hacia la puerta justo cuando Jocsan entraba.
Dos de las más hermosas mujeres se acercaron a su señor con ademanes sugestivos, moviendo las caderas y caminando muy lento antes de despojar al faraón de su bata. El precioso cuerpo musculoso y perfecto de Jocsan quedó al descubierto, y el deseo dentro de Janice se encendió como un incendio. El murmullo de admiración recorrió la sala como un viento cargado de fuego, y Janice sintió cómo sus mejillas ardían al verlo tomar posesión del espacio, seguro y magnífico en su desnudez. El soberano de Oniria sonrió al público, antes de ir hacia su trono, más allá. Janice no había visto ese sitio antes y le pareció extraño no haberlo percibido, quizá porque era del mismo color rojo encendido que la alfombra y se confundía en él.
Janice sintió su vagina contraerse con violencia, un chorro de humedad resbalando por el interior de su muslo.
Ante un ademán, Jocsan le indicó al sirviente irse, lo que contrarió mucho al hombre. Eso no le impidió pasar frente a Janice, ocultándola de la vista del faraón. Y de la nada, sus dedos se colaron entre las piernas de la joven con urgencia desesperada. Dos entraron de golpe, estirando la entrada estrecha que aún se contraía por el orgasmo reciente. Janice soltó un gemido roto: dolor y placer fundidos, su vagina virgen apretando alrededor de la intrusión. Raspin bombeó rápido, los nudillos chocando contra sus labios vaginales, el pulgar frotando el clítoris hinchado en círculos salvajes. El sonido era obsceno: plap-plap-plap, jugos salpicando, su respiración jadeante contra el cuello de ella.
La besó en la boca con ardor mientras sacaba su mano de entre la humedad estimulada de la joven con un chapoteo obsceno. Fue su forma de despedirse y a la vez de disfrutar de ella por un corto momento. Se apartó, pero se llevó la mano a la boca, saboreándola con descaro ante sus propios ojos. Solo entonces, con una sonrisa torcida y la respiración agitada, obedeció la orden de su señor. Cruzó la puerta sin mirar atrás, cerrándola tras de sí, dejando a Janice temblando entre el ultraje y la excitación.
Janice resopló ante las risas del público y del mismo faraón, que la miraba sin ninguna ceremonia de piedad.
—Damas y caballeros —empezó a decir, cuando una de las mujeres se ubicó de rodillas entre sus piernas—, esta pequeña criatura es mi adquisición más nueva.
Señaló a Janice y toda la concurrencia volteó a verla. Janice quería cubrir sus pechos grandes y su intimidad, porque no eran de ninguna manera semejantes a los de las hermosas venus que rodeaban al faraón. Una vez más, Janice no entendía porqué tan obsesión por ella, si el señor de Oniria poseía semejantes mujeres en su harén.
—Ella aún no ha estado en una de nuestras fiestas carnales, y probablemente le sea bastante nuevo todo. Así que necesito que se la prepare bien antes, solo así podrá disfrutar como nosotros.
Janice abrió grandes los ojos cuando sintió un cuerpo masculino tras ella, cálido y firme, presionándose contra su espalda desnuda. Era un hombre joven, como de treinta años, pelinegro y con ojos turquesas que brillaban como joyas líquidas. Se acercó a besar a la joven, sus labios capturando los de ella con una urgencia suave al principio, luego desesperada, la lengua invadiendo su boca en un baile húmedo y voraz. Janice soltó un suspiro en medio del beso, el aliento cálido de él mezclándose con el suyo, cuando dos bocas más se prendieron de sus pechos con hambre insaciable. Lenguas calientes rodearon sus pezones endurecidos, succionándolos con fuerza, dientes rozando apenas la piel sensible hasta hacerla arquearse. El placer era un rayo doble, directo a su vientre, haciendo que su coño se contrajera vacío y ansioso.
Ni qué decir cuando unas manos suaves —femeninas, delicadas— le separaron los muslos con gentileza pero firmeza, abriéndola por completo. Dedos gentiles apartaron los labios vaginales hinchados, exponiendo su clítoris palpitante al aire fresco, antes de empezar una deliciosa estimulación: un dedo índice girando en círculos lentos y precisos alrededor del nudo sensible, untándose en la humedad que ya brotaba copiosamente. Otro dedo se hundió en su entrada, curvándose para masajear las paredes internas con movimientos profundos y rítmicos, mientras un pulgar presionaba el clítoris en pulsos que la hacían jadear contra la boca del hombre.
La chica sintió las piernas aflojarse, el mundo girando en un torbellino de sensaciones. Otra boca más se había ubicado tras ella, besando y lamiendo entre sus nalgas con devoción obscena: la lengua plana barriendo la hendidura, deteniéndose en el ano apretado para girar en círculos húmedos, enviando chispas inesperadas que se conectaban directamente con su coño. Manos fuertes le acariciaban obscenamente las caderas, clavándose en la carne suave, guiándola en un vaivén sutil que frotaba su trasero contra la erección creciente del hombre detrás. Si las bocas no eran suficientes, las manos sí lo eran: dedos pellizcando pezones, otros hundidos en su coño chorreante, una palma masajeando su monte de Venus. Janice estaba al límite muy pronto, el cuerpo tenso como una cuerda a punto de romperse, el placer acumulándose en oleadas imparables desde tantos puntos de su cuerpo delicado y sensible —clítoris latiendo, pezones ardiendo, ano palpitando, coño succionando los dedos con desesperación.
El hombre que la besaba se separó de su boca para empezar a pintar besos por sus hombros y cuello, mordisqueando la piel con dientes suaves, dejando marcas rojas que ardían deliciosamente, mientras Janice recuperaba parte de su consciencia en jadeos entrecortados. La sala se había vuelto un concierto de jadeos y suspiros: varias parejas besándose con lenguas entrelazadas, manos explorando pollas erectas y coños resbaladizos, algunas frotándose descaradamente —caderas chocando en ritmos húmedos—, otras mirándose a los ojos con promesas mudas de éxtasis. Jocsan tenía a las dos mujeres de antes, ambas arrodilladas: una lamiendo la longitud gruesa de su erección desde la base hasta la punta brillante, la otra succionando los testículos pesados con labios calientes. Pero sus ojos verdes felinos se hallaban fijos en Janice, devorándola.
Ella veía cómo él no se perdía ningún acto de los que practicaban los hombres del harén en ella. De vez en cuando lo veía bajar la vista al que lamía entre las piernas de la joven —la lengua hundida profundo en su coño, succionando jugos con sonidos obscenos— o subirla hacia el que estimulaba uno de sus pechos, mordisqueando el pezón hasta hacerla gemir. Parecía que él disfrutaba tanto como ella de ese banquete carnal, su polla hinchándose más en las bocas de las mujeres solo de observar.
Janice se estremecía ante tanto, con el cuerpo tenso por las oleadas de placer caliente que la recorrían como fuego líquido, su coño chorreando sobre los dedos que la follaban, clítoris al borde del colapso.
Pero toda esa estimulación terminó de golpe, cuando todos los hombres y mujeres se separaron de ella con una sincronía cruel. Janice se quedó ahí, jadeando con la respiración entrecortada y trémula, el cuerpo vibrando en agonía, al borde del orgasmo negado. Se dejó caer de rodillas al suelo alfombrado, rendida por tanto deseo, las manos esposadas temblando, su coño abierto y palpitante rogando por alivio, jugos resbalando por sus muslos internos en hilos viscosos.
Entonces, un cuerpo cálido se colocó tras ella, y Janice reconoció al instante el roce firme de un miembro masculino buscando su entrada: la cabeza roma, caliente y resbaladiza, deslizándose por su hendidura empapada, untándose en su nectar. La primera embestida la atravesó de súbito, la polla gruesa abriéndola de un solo empujón hasta el fondo, golpeando su cervix con una presión deliciosa que la hizo gritar. El hombre también gruñó, un sonido ronco y visceral que le vibró en la nuca cuando se inclinó sobre ella, su pecho pegado a su espalda sudorosa. Sus manos se aferraban a sus caderas con desesperación, dedos clavándose en la carne, y cada vez que empujaba dentro, su respiración se le escapaba pesada y ardiente contra la piel de Janice, el aroma de su excitación envolviéndola.
Ella arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás, abierta y dócil, mientras las embestidas la sacudían sin tregua —plap-plap-plap—, la polla saliendo casi por completo antes de hundirse de nuevo, bolas pesadas azotando su clítoris en cada impacto. Se sentía como una hembra cubierta por su macho, sometida y adorada a la vez: el grosor estirando sus paredes siempre vírgenes, succionándolo con contracciones frenéticas, y aunque no conocía el rostro de ese hombre, solo sabía que no quería que acabara jamás si seguía moviéndose así, con esa mezcla de suavidad inicial y de fuerza creciente que la volvía loca, cada vena pulsando contra su interior sensible.
Él murmuraba palabras entrecortadas junto a su oído —"tan apretada... tan húmeda..."—, balbuceos cargados de deseo, mientras aumentaba el ritmo y la hundía más y más contra la alfombra, sus caderas chocando con un ritmo brutal. Una de sus manos enredó el cabello de Janice, tirando suavemente para exponer su cuello, y ella, con un suspiro suplicante, lo atrajo hacia sí con una caricia seductora en su muslo, respondiendo a su frenesí con empujones propios, su coño ordeñándolo con avidez.
El embate final fue brutal: la empujó hasta que su cuerpo quedó completamente abatido contra la alfombra, su miembro hundido hasta lo más profundo, testículos reposando pesados contra sus labios vaginales hinchados. Janice se estremeció al sentirlos allí, calientes y llenos, justo en el momento en que el hombre dejó escapar un gemido áspero, quebrado por el éxtasis, vaciándose en su interior —chorros calientes y espesos de semen inundándola, mezclándose con sus jugos, goteando cuando él se convulsionó una última vez.
El peso de aquel cuerpo sobre el suyo fue un paraíso ardiente, su polla aún latiendo dentro, prolongando el éxtasis. Janice, aún temblando en oleadas, empujó las caderas contra él en un movimiento instintivo, deseosa de hacerlo penetrar todavía más hondo, como si pudiera absorber hasta la última gota de placer, su coño contrayéndose alrededor de él en espasmos agradecidos.
Una risa baja, grave y satisfecha rozó su oído antes de que aquel hombre saliera de su interior con un sonido húmedo, como un beso roto —semen y jugos resbalando en un torrente por sus muslos—. Ella apenas tuvo tiempo de estremecerse cuando sintió su boca recorrerle la espalda en besos húmedos, descendiendo hasta su intimidad, donde su lengua la lamió con deleite: barriendo la mezcla cremosa de sus fluidos, succionando los labios vaginales sensibles, hundiendo profundo para limpiar cada rincón con lengüetazos largos y desesperados, prolongando su agonía deliciosa hasta que Janice sollozó de puro sobrecargo sensorial.
Ella alzó la vista y vio a Jocsan sonreírle, poderoso y obsequioso.
—Está lista. —murmuró él.
Ante un ademán, dos de los hombres que la habían hecho gozar la tomaron por los brazos, para llevarla hasta Jocsan. Él apartó a las mujeres que lo estaban acariciando para dar espacio a Janice. Sus manos grandes la tomaron por la cintura y la atrajeron hacia su regazo. Janice se dejó hacer, aún quemando de profundo deseo, con el ardor colonizando cada parte de su ser, con el fuego trepando desde el vientre hasta la garganta, se abandonó en sus brazos. Aceptó gustosa la boca de su señor cuando buscó la suya.
Las manos que acariciaban su cintura y caderas pasaron hacia sus muslos, empujándola suavemente hacia la posición deseada. La había guiado hasta quedar sentada sobre él, con el miembro masculino presionado contra su vientre eternamente virginal. La lengua jugando con la suya y los labios hambrientos, Janice estaba en el paraíso.
Cuando Jocsan empezó a embestirla, frotando únicamente su dura y perfecta erección contra los labios vaginales, ella no pudo más. Se separó del beso y buscó semi incorporarse para poder alinear el miembro con su entrada. Jocsan sonrió, depredadoramente, mientras Janice bajaba tragándose centímetro a centímetro de él. La humedad cálida lo envolvió, el sexo apretado y húmedo preparado para él, estrecha como si nunca antes la hubiera tocado ningún hombre.
Jocsan cambió de posición y tomando a Janice por la cintura la colocó boca arriba, con él encima, para penetrarla hasta lo más profundo. Ambos tenían las piernas separadas y sus intimidades encajaban a la perfección. Jocsan amaba la sensación dentro de la joven, y por más que quisiera, no podía evitar vaciarse dentro cuando se encontraba más hondo. Janice tembló con el semen caliente llenándola, bajando por entre sus muslos como una cascada blanca y cálida.
Escuchó risas de algunas de las mujeres y comentarios divertidos y burlones sobre cómo jamás habían visto al faraón perderse tan rápido dentro de una simple jovencita. Pero Janice apenas los escuchaba; estaba perdida en la calidez del cuerpo de su señor recostado sobre ella, su pecho contra el suyo, su respiración jadeante encendiéndole la piel.
La tregua duró apenas un suspiro. Dentro de ella, el miembro de Jocsan volvió a endurecerse, espoleado por el latido palpitante de su sexo que lo ordeñaba sin cesar. Con un gruñido, retrocedió para embestirla de nuevo, y al alzar la vista se encontró con los ojos húmedos y febriles de Janice. Había oscuridad en su deseo, una lujuria abismal que se mezclaba con la suya y lo excitaba todavía más.
Ella gimió sin control, aferrándose a su espalda y alzando las piernas para anclarlo contra su cuerpo, suplicando en silencio que no se detuviera. Cada choque de sus caderas la arrancaba de sí misma, cada embestida la hacía temblar de placer insoportable. Y allí, entre gemidos, jadeos y el húmedo sonido de sus cuerpos chocando en el aire cargado de sexo, Janice se abandonó al orgasmo con una rapidez devastadora, sacudida por oleadas que le arrancaron la voz y la conciencia.
Jocsan la hizo girar con firmeza hasta dejarla tendida boca arriba sobre la alfombra. Él se acomodó sobre ella, dominándola con el peso de su cuerpo mientras tomaba ambas piernas de Janice y las alzaba hacia un mismo lado, sosteniéndolas con un brazo fuerte contra su pecho. La posición la dejaba abierta y rendida, con las caderas erguidas, su intimidad expuesta y preparada para recibirlo sin escapatoria.
Cuando embistió, Janice gimió con un estremecimiento profundo, sintiendo cómo la dureza de su miembro la llenaba por completo, más hondo con cada movimiento. La estrechez de aquella postura hacía que cada roce fuera intenso, abrasador, como si la desgarrara de placer.
Jocsan se inclinó sobre ella, aprisionándola entre su brazo y el calor de su cuerpo, hasta que sus labios encontraron los de Janice. El beso fue voraz, un choque de respiraciones trémulas, lenguas desesperadas y gemidos que se ahogaban entre ambos. La joven sentía que cada embestida se fundía con el beso, que la penetración y el contacto de sus bocas eran una misma cosa, un mismo incendio devorándola.
Sostenida, atrapada, besada y poseída, Janice temblaba.
A su alrededor, las parejas se unían en un concierto de gemidos, cada uno entregado a su propio banquete de lujuria. Ella los veía a través del velo húmedo de su éxtasis, justo cuando otro poderoso orgasmo la recorrió desde el vientre hasta la garganta, arrancándole un grito ahogado antes de dejarla flotando en un limbo de calor dulce y estremecedor.
El frenesí de la sala estalló a la vez que Jocsan se derramaba dentro de ella de nuevo, con un gemido estrangulado. Más de ese liquido blanco y caliente empapó el interior de la joven, y esta vez Jocsan no salió de ella, se quedó encima y dentro, jadeando y empujando de vez en cuando. Janice sentía sus palpitaciones todavía enraizadas en su sexo, acompasadas a la respiración pesada de su señor, y aquello le supo a gloria íntima.
Janice creía que lo que él buscaba era dejarla embarazada, llenarla por completo con su esencia hasta que ella estuviera redonda con su herencia.
Janice lo sentía palpitar dentro, al ritmo de su respiración, y se sentía como lo más dulce y delicioso que hubiera experimentado nunca. Jocsan lo sabía, por eso permanecía anudado a ella, con su semen lubricándola y la sabrosa sensación húmeda de ambos cuerpos unidos.