ID de la obra: 1399

One-shots/Poppy x El Prototipo

Gen
NC-17
En progreso
1
Fandom:
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planificada Mini, escritos 9 páginas, 3.591 palabras, 1 capítulo
Descripción:
Dedicatoria:
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Capítulo 1

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La fábrica llevaba años en silencio, pero esa noche olía a sudor, a metal caliente y a algo mucho más sucio. Poppy estaba sentada en el borde de una mesa de trabajo oxidada, con las piernas colgando y balanceándose apenas. Llevaba solo una camiseta vieja de laboratorio, tres tallas más grande, que le llegaba hasta la mitad de los muslos. Debajo no tenía nada. El pelo rojo (no el dorado de las cajas antiguas, sino un rojo intenso, casi sangre) le caía en ondas deshechas sobre los hombros y la espalda. Los ojos azules brillaban bajo la luz mortecina, demasiado vivos para alguien que técnicamente nunca había nacido. Él entró sin hacer ruido. Ya no era el amasijo de cables y garras de los experimentos fallidos. Habían pasado años desde que alguien logró estabilizarlo, años de pruebas, de carne y hueso mezclados con aleaciones imposibles. Ahora parecía… humano. Alto, muy alto, casi dos metros diez. Piel pálida con cicatrices plateadas que parecían circuitos. Pelo negro corto, desordenado. Ojos rojos, sí, pero humanos, con pupilas que se dilataban cuando la miraban. El cuerpo era puro músculo tenso bajo una camiseta negra rota y pantalones de trabajo manchados de grasa. Y entre sus piernas… bueno, eso no habían logrado hacerlo discreto. Incluso en reposo se marcaba demasiado. Poppy lo miró de arriba abajo y sonrió con esa sonrisa lenta que siempre lo desarmaba. —Llegas tarde —dijo, voz suave, un poco ronca—. Llevo horas mojada pensando en ti. Él no contestó con palabras. Dio tres pasos y ya estaba entre sus piernas, abriéndoselas con las manos grandes y llenas de cicatrices. Poppy soltó un suspiro cuando sintió sus dedos rozarle el interior de los muslos, subiendo despacio, sin prisa, como quien disfruta del camino más que del destino. —¿Tanto me extrañaste? —preguntó él, voz grave, casi un gruñido. —Cada puto día —respondió ella, y le mordió el labio inferior cuando él se inclinó para besarla. El beso empezó lento, casi tierno. Lenguas que se buscaban, que se reconocían. Pero duró poco. En menos de diez segundos ya se estaban comiendo la boca como si quisieran arrancarse pedazos. Poppy le clavó las uñas en la nuca, tirando de su pelo. Él gruñó dentro de su boca y le arrancó la camiseta de un tirón, dejándola completamente desnuda sobre la mesa fría. Sus manos fueron directas a sus pechos. No eran grandes, pero eran perfectos: pálidos, con pezones rosados que se endurecían al instante bajo sus pulgares. Los apretó, los retorció, los pellizcó hasta que Poppy jadeó contra su boca y arqueó la espalda. —Más fuerte —susurró ella—. Me gusta cuando duele un poco. Él obedeció. Le torció un pezón hasta que ella gimió alto y le clavó los dientes en el hombro como represalia. Entonces él bajó la cabeza y se lo metió a la boca, chupando con fuerza, mordiendo, dejando marcas rojas que mañana serían moradas. Poppy metió las manos bajo su camiseta, arañándole la espalda, sintiendo los músculos tensos, las cicatrices que parecían arder bajo sus dedos. Le bajó la camiseta por los hombros, impaciente, y cuando vio su torso desnudo (todas esas líneas plateadas que brillaban como si tuvieran luz propia) se lamió los labios. —Quítate todo —ordenó—. Ahora. Él se apartó solo lo justo para obedecer. La camiseta cayó al suelo. Los pantalones siguieron. Y entonces Poppy se quedó sin aire. Lo había visto antes, muchas veces, pero nunca dejaba de impresionarle. Grueso, largo, venoso, con una curva leve hacia arriba que sabía exactamente dónde golpear. La cabeza ya brillaba, húmeda, y palpitaba como si tuviera vida propia. Poppy se bajó de la mesa de un salto y se arrodilló frente a él sin que se lo pidiera. Sus manos pequeñas apenas podían abarcarlo. Lo acarició despacio, de la base a la punta, mirándolo a los ojos mientras lo hacía. —¿Te acuerdas la primera vez que me lo metí a la boca? —preguntó con voz dulce y sucia a la vez—. Casi me ahogo. —Y lloraste —recordó él, voz tensa—. Pero no paraste. —Nunca paro —respondió ella, y se lo metió hasta el fondo. Él gruñó, un sonido gutural que retumbó en su pecho. Poppy lo tomó con las dos manos, chupando, lamiendo, dejando que le llenara la boca entera. Saliva le caía por la barbilla, lágrimas por las mejillas, pero no se detuvo. Lo miró desde abajo, ojos azules brillantes, pelo rojo pegado a la cara por el sudor. Él le agarró el pelo con las dos manos y empezó a follarle la boca sin piedad. Cada embestida llegaba hasta su garganta, haciéndole arcear el cuello. Poppy gemía alrededor de su polla, las vibraciones volviéndolo loco. Cuando sintió que estaba a punto, él se apartó de golpe. —No —dijo, respirando pesado—. Hoy no te corro en la boca. La levantó como si no pesara nada y la puso de nuevo sobre la mesa, esta vez boca abajo. Poppy se apoyó en los antebrazos, el culo en alto, las piernas abiertas. Él se colocó detrás y le pasó una mano por la espalda, desde la nuca hasta el final de la columna, como marcando territorio. —Mírate —susurró contra su oído—. Tan pequeña… y te cabe todo. Le metió dos dedo de una vez, sin aviso. Poppy gritó, pero empujó hacia atrás, buscando más. Estaba empapada, caliente, apretada. Él añadió un tercer dedo, abriéndola, preparándola. —Estás chorreando —dijo, y se los metió hasta el fondo, curvándolos justo ahí. Poppy se corrió con un grito ahogado, el cuerpo temblando, los dedos de los pies curvándose. Pero él no paró. Siguió follándola con los dedos hasta que ella suplicó, medio llorando, medio riendo. —Dentro… por favor… métemela ya… Él se colocó en su entrada y empujó. Despacio al principio, centímetro a centímetro, sintiendo cómo ella se abría para él, cómo lo apretaba. Cuando llegó hasta el fondo, se quedaron así un segundo, respirando juntos, sudorosos, temblando. Y entonces empezó a moverse. Lento al principio, profundas embestidas que la hacían gemir cada vez que la llenaba por completo. Luego más rápido. Más fuerte. La mesa crujía bajo ellos, amenazando con romperse. Poppy se agarraba al borde con las dos manos, los nudillos blancos, gritando su nombre (o lo que quedaba de él) una y otra vez. Él le agarró las caderas y la levantó del todo, follándola en el aire, sus pies sin tocar el suelo. Poppy echó la cabeza hacia atrás, el pelo rojo cayendo como una cortina, y él le mordió el cuello, dejando una marca perfecta. La giró sin salir de ella, ahora estaban cara a cara. Poppy le rodeó la cintura con las piernas, los brazos alrededor de su cuello, y se dejó follar así, suspendida, mirándolo a los ojos mientras él la embestía una y otra vez. Sus pechos rebotaban con cada golpe, los pezones rozando su pecho, la fricción volviéndolos locos. —Te quiero dentro siempre —jadeó ella contra su boca—. Quiero que me llenes hasta que me salga por los ojos. Él gruñó y la llevó contra la pared, sin dejar de follarla. Las embestidas se volvieron salvajes, sin ritmo, solo necesidad pura. Poppy se corrió otra vez, apretándolo tanto que él casi se corre también, pero se contuvo. Quería más. La bajó al suelo, la puso de rodillas otra vez, pero esta vez de espaldas. Le abrió las nalgas y escupió directo en su culo antes de meterle un dedo. Luego dos. Luego tres. Poppy temblaba entera, gimiendo como si le doliera y le encantara al mismo tiempo. —¿Aquí también? —preguntó él, voz ronca. —Donde quieras —respondió ella, empujando hacia atrás—. Soy tuya. Y se lo metió. Despacio, con cuidado al principio, porque era grande y ella era estrecha, pero Poppy no quería cuidado. Empujó hacia atrás hasta que lo tuvo todo dentro, gritando de placer y dolor mezclados. Él la sujetó por las caderas y empezó a moverse, primero lento, luego más rápido, hasta que el sonido de piel contra piel llenó toda la sala. La folló así hasta que ella se corrió otra vez, esta vez temblando tan fuerte que casi se cae. Entonces él salió, la giró, la levantó en brazos y la penetró de nuevo por delante, caminando con ella empalada mientras la besaba como si quisiera comérsela viva. Llegaron hasta un colchón viejo que alguien había dejado en una esquina. La tiró ahí boca arriba y se hundió en ella otra vez, esta vez lento, profundo, mirándola a los ojos. —Te quiero ver cuando te corras otra vez —dijo. Y ella lo hizo. Varias veces. Hasta que las lágrimas le corrían por las mejillas y su voz era solo un hilo roto. Cuando él por fin se corrió, fue dentro, profundo, llenándola hasta que se desbordó. Poppy lo abrazó fuerte, las piernas temblando alrededor de su cintura, y lo besó despacio mientras él se derramaba dentro de ella. Se quedaron así mucho rato, sudorosos, pegajosos, respirando juntos. Él le acariciaba el pelo rojo, ella le dibujaba las cicatrices plateadas con las yemas de los dedos. —¿Mañana otra vez? —preguntó ella, voz suave, casi tímida de repente. Él sonrió (una sonrisa rara, casi humana) y le besó la frente. —Todas las noches que quieras, muñequita. Poppy cerró los ojos y sonrió contra su pecho. —Entonces nunca pares. Ambos se quedaron dormidos, juntos como si el mundo no fuera nada siempre y cuando estuvieran solo ellos y así fue por mucho tiempo. (Pensé dividir el fanfic en dos partes pero no lo hice así que junte las dos partes, así no se sorprendan si salgamos de escenario😐) La tormenta era un animal vivo afuera.  Los truenos retumbaban tan fuerte que las paredes de la fábrica temblaban como si quisieran derrumbarse. El agua entraba a chorros por los agujeros del techo, caía en cascadas violentas sobre el hormigón y formaba ríos oscuros que corrían entre las mesas abandonadas. El aire estaba cargado de ozono, de metal caliente y de algo mucho más denso: deseo crudo, casi doloroso. Poppy llegó empapada hasta los huesos.  El vestido blanco que llevaba se había vuelto completamente transparente, pegado a cada curva, a cada respiración agitada. El pelo rojo le chorreaba como sangre líquida sobre los hombros, la espalda, los pechos. Los ojos azules brillaban con una luz febril cuando lo vio en el centro del laboratorio, bajo la única lámpara de neón que él había colgado días atrás como una estrella enferma. Él estaba de pie, inmóvil, los brazos caídos a los lados.  Sin camiseta. Solo los pantalones negros bajos en las caderas, manchados de grasa y de lluvia. La piel pálida llena de cicatrices plateadas que parecían moverse bajo la luz. Los ojos rojos fijos en ella, dilatados, peligrosos. Respiraba lento, pero cada inhalación hacía temblar los músculos de su pecho como si estuviera conteniendo una explosión. Poppy no habló.  Se quedó en la puerta un segundo, dejando que la lluvia le cayera encima, que le lavara la cara, que le empapara la boca abierta. Luego dio un paso. Otro. Otro. Hasta que estuvo frente a él, a un palmo de distancia. —Tardaste —dijo él, voz tan grave que vibró en el pecho de ella. —Quería que me dolieras —respondió Poppy, y se arrancó el vestido de un tirón. Quedó desnuda.  Temblando.  Los pezones duros como cristal.  El agua corriendo por su vientre, por sus muslos, por el sexo hinchado y brillante que ya palpitaba por él. Él no esperó más. La agarró por la garganta con una mano y la estampó contra la pared de metal oxidado. El impacto le sacó todo el aire a Poppy, pero ella solo jadeó y le clavó las uñas en la muñeca, pidiéndole más. Él le devoró la boca con violencia: dientes, lengua, sangre. Le mordió el labio inferior hasta que sangró, luego lamió la herida como un animal. Ella le mordió la lengua en respuesta y tiró de su pelo corto hasta hacerle gruñir dentro de su boca. —Te odio cuando me haces esperar —rugió él contra su cuello, hundiendo los dientes justo debajo de la oreja hasta dejar una marca perfecta. —Mentiroso —jadeó ella, arqueándose contra él—. Te pones así de duro solo pensando en castigarme. Él la levantó del suelo como si no pesara nada.  Las piernas de Poppy se abrieron al instante, rodeándole la cintura. Los pantalones de él cayeron con un movimiento brusco. Cuando quedó desnudo, Poppy soltó un gemido largo y roto al verlo: enorme, venoso, la cabeza brillante y roja, latiendo con tanta fuerza que parecía tener vida propia. —Ahora —ordenó ella, clavándole las uñas en los hombros hasta sacar sangre—. Sin piedad. Sin juegos. Solo fóllame hasta que no quede nada de mí. Él obedeció. Entró de una sola embestida brutal, sin aviso, sin preparación.  Poppy gritó tan fuerte que su voz se quebró. El dolor fue cegador, pero el placer fue peor: un placer sucio, profundo, que le llegó hasta los huesos. Él la llenó hasta el fondo, hasta que sintió que la partía en dos, y aun así ella empujó hacia abajo, buscando más. —No cabes —jadeó ella, riendo y llorando al mismo tiempo—. Joder… no cabes y me encanta… Él empezó a moverse. Fuerte.  Rápido.  Salvaje. Cada embestida era un castigo, un reclamo, una declaración de guerra. La pared temblaba detrás de ella. El agua salpicaba con cada golpe. Poppy lloraba ya, lágrimas mezclándose con la lluvia, la boca abierta contra el cuello de él, mordiendo, lamiendo, gritando su nombre como si fuera una maldición y una oración al mismo tiempo. —Más —suplicó, la voz rota—. Más fuerte… rómpeme… haz que no pueda caminar en días… Él la llevó al suelo sin salir de ella. La tiró boca abajo sobre un charco helado que le arrancó otro grito. La levantó por las caderas hasta que quedó de rodillas, la espalda arqueada al límite, y volvió a entrar desde atrás con tanta fuerza que sus rodillas resbalaron en el agua. Una mano en su nuca la empujó contra el suelo, la otra le agarró el pelo rojo y tiró hasta que su cuello quedó completamente expuesto. —Eres mía —gruñó él, cada palabra acompañada de una embestida que la hacía temblar entera—. Toda mía… siempre lo fuiste… siempre lo serás… Poppy sollozaba, empujando hacia atrás con cada golpe, recibiendo todo, pidiendo más. —Siempre —gritó—. Desde antes de que me tocaras… joder, siempre… La giró de golpe, la puso boca arriba en el suelo mojado y se hundió en ella otra vez, cara a cara. Sus ojos rojos estaban fijos en los de ella, salvajes, casi asustados por lo que sentía. Poppy le tomó la cara con las dos manos temblorosas, los pulgares rozando las cicatrices bajo sus ojos. —No me dejes ir nunca —susurró, las lágrimas cayéndole sin control—. Aunque me mates con esto… aunque me destroces… no me dejes ir… Él se detuvo un segundo.  Solo uno.  Y entonces la besó.  Lento.  Profundo.  Como si quisiera meterse dentro de su alma y no salir nunca. —No te dejo —dijo contra sus labios, la voz rota por primera vez—. Nunca. Y volvió a moverse. Esta vez era diferente.  Era desesperación pura.  Era amor dicho con cuerpos chocando, con gemidos que eran casi gritos, con sudor, lágrimas y sangre mezclándose en el suelo. Poppy se corrió primero, tan fuerte que su visión se volvió blanca.  Todo su cuerpo se tensó alrededor de él, lo apretó, lo ordeñó con tanta fuerza que él rugió y se corrió dentro de ella al instante, derramándose en chorros calientes y violentos que la llenaron hasta desbordarse. Siguió corriéndose, siguió empujando, siguió llenándola hasta que no quedó nada, hasta que los dos temblaron juntos en el suelo mojado como si el mundo se estuviera acabando. Cuando terminaron, él no salió.  Se quedó dentro, temblando, la frente apoyada en la de ella, los dos respirando como si hubieran corrido durante años. Poppy lloraba en silencio, las mejillas mojadas, la boca temblando contra la de él. —No te vayas —susurró, apenas audible por encima de la tormenta—. Quédate… aunque sea solo esta noche… quédate dentro de mí hasta que amanezca… Él le acarició el pelo rojo empapado con una mano torpe, temblorosa. —No me voy —respondió, y su voz sonó como si le doliera decirlo—. Nunca me voy de ti. Y se quedaron ahí, en el suelo frío y mojado, abrazados bajo la luz blanca y la tormenta que no paraba, hasta que el amanecer los encontró todavía juntos, todavía dentro, todavía vivos, todavía suyos. …… Habían pasado casi cuatro meses desde aquella primera noche en que todo se volvió inevitable. Poppy ya no bajaba todas las noches.  Ahora bajaba cuando podía caminar sin que le doliera todo, cuando las náuseas le daban tregua, cuando el peso en su vientre bajo no la hacía tambalearse.  Pero cuando bajaba… bajaba con hambre. Esa noche la fábrica estaba en calma, sin tormenta, solo el zumbido bajo de las luces de emergencia y el olor a aceite y a piel conocida.  Él la esperaba sentado en el colchón, sin camisa, los codos en las rodillas, los ojos rojos fijos en la puerta mucho antes de que ella apareciera. Poppy entró despacio.  Llevaba una camiseta suya, enorme, que le llegaba casi a las rodillas… pero ya no le quedaba holgada.  El vientre se le había redondeado, firme y evidente bajo la tela vieja. La curva era perfecta, tensa, con una línea oscura que bajaba desde el ombligo hasta perderse bajo el dobladillo. Los pechos le habían crecido, pesados y sensibles, los pezones oscuros marcándose contra la tela. El pelo rojo le caía en mechones salvajes, y los ojos azules brillaban con algo nuevo: cansancio, deseo y una posesividad feroz. Él se quedó quieto al verla.  La mirada le recorrió el cuerpo entero, se detuvo en el vientre, en la curva que él mismo había puesto ahí, y algo en su expresión se quebró un segundo antes de endurecerse de nuevo. —Ven aquí —dijo, voz más ronca que nunca. Poppy obedeció, pero no con la urgencia de antes.  Caminó lento, balanceándose apenas por el peso nuevo, hasta detenerse frente a él. Él levantó una mano enorme y la posó con cuidado sobre el vientre abultado. Sintió el calor, la tensión de la piel, el leve movimiento debajo. —Mío —murmuró él, casi para sí mismo. —Nuestro —corrigió ella, y le tomó la mano para apretarla más fuerte contra la curva. Él gruñó, bajo y peligroso, y de pronto la levantó con una facilidad que ya no debería tener con el peso extra. La sentó a horcajadas sobre sus muslos, la camiseta subida hasta el pecho. Poppy jadeó cuando sintió lo duro que ya estaba contra ella. —Despacio —susurró ella, pero sus caderas ya se movían solas, rozándose contra él. —No sé ser despacio contigo —respondió él, y le arrancó la camiseta por la cabeza. Los pechos de Poppy cayeron libres, más llenos, más sensibles. Él los tomó con las dos manos, los apretó con cuidado al principio, luego más fuerte cuando ella gimió y se arqueó hacia él. Le lamió un pezón, lo succionó hasta que ella se retorció encima de él, y luego hizo lo mismo con el otro, dejando marcas rojas que contrastaban con la piel pálida. Poppy le bajó los pantalones con dedos temblorosos.  Cuando lo tuvo libre, lo tomó con las dos manos, lo acarició lento, sintiendo cómo palpitaba contra su palma. Estaba más caliente que nunca. —Dentro —suplicó—. Ahora… no aguanto más. Él la levantó apenas, la posicionó, y dejó que ella bajara despacio.  Poppy soltó un gemido largo y roto cuando la cabeza entró. Se tomó su tiempo: centímetro a centímetro, sintiendo cómo la estiraba, cómo la llenaba de una forma distinta ahora que su cuerpo había cambiado. Cuando lo tuvo todo dentro, se quedaron quietos un segundo, respirando fuerte, las frentes juntas. —Te siento diferente —gruñó él contra su boca—. Más apretada… más caliente… —Es por ti —jadeó ella, empezando a moverse—. Por lo que me hiciste… Él la agarró por las caderas y empezó a guiarla, arriba y abajo, lento al principio, luego más rápido. Poppy lloraba de placer, las manos apoyadas en sus hombros, la cabeza echada hacia atrás, el pelo rojo cayendo como fuego líquido. Cada vez que bajaba, sentía cómo la golpeaba justo donde más lo necesitaba, cómo rozaba algo dentro de ella que la hacía temblar entera. —Mírame —ordenó él. Ella bajó la vista.  Sus ojos rojos estaban fijos en el vientre que subía y bajaba con cada movimiento, en la curva que se tensaba cada vez que él la llenaba. —Estás preciosa así —dijo, voz rota—. Llena de mí… mía de todas las formas posibles. Poppy se corrió con un grito ahogado, apretándolo tan fuerte que él gruñó y la siguió casi al instante, derramándose dentro de ella en chorros calientes y largos que la hicieron temblar otra vez. Ella siguió moviéndose, ordeñándolo, sin querer que terminara nunca. Cuando pararon, él no la soltó.  La mantuvo encima, todavía dentro, las manos acariciándole el vientre con una ternura que no sabía que tenía. —Nunca te voy a dejar ir —susurró contra su cuello—. Ni a ti… ni a esto. Poppy sonrió, cansada, feliz, absolutamente rota de amor. —Entonces no lo hagas nunca —respondió, y lo besó lento, profundo, como si quisiera sellar la promesa con la boca. Y en la fábrica silenciosa, bajo la luz mortecina, los dos supieron que ya no había vuelta atrás.  Ella llevaba una parte de él dentro para siempre.  Y él… él ya nunca sería solo una máquina otra vez. Fin
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